Una amiga, en plena crisis de historia, me dice que la cosa está mala. No se refiere a la “cosa” de hoy día; mala desde que los dos salimos de la isla hace nueve años, seis meses y ocho días. Se refiere a la cosa histórica, esa de la que me escribe por Whatsapp cada vez que termina el capítulo más reciente de equis libro de historia. La crisis le pega periódicamente, casi siempre reflejo de algún altibajo personal. A medida que se va acercando la década afuera (“una sale pero no se va”, le gusta decir) se ha hecho más aguda y constante.
En esta ocasión, cuando escribe, se refiere a la cosa cafetalera. Si hace dos semanas me hablaba del principio del siglo diecinueve, ahí por fin va cerrando centuria. Desafortunadamente, había puesto sus esperanzas en el café. Antes de sus más recientes mensajes, la última vez que habíamos hablado, me había dejado con una escena que bien podía ser el final de temporada de una de esas series-vicio a las que todos estamos adictos. La escena, probablemente imaginada, me presentaba a un viejo Flaubert en París, una treintañera Pardo Bazán en Madrid, un asmático Tolstoi, y un Zeno Gandía en Ponce, justo en el mismísimo instante aléphico en el que comentaban, al son, el dulce aroma del grano puertorriqueño.
En su último mensaje, sin embargo, pega el año 1899 y el huracán San Ciriaco insiste en destruir la economía cafetalera y sus esperanzas. Decepcionada, me dice que va frustrándose, que sabe que lo que le sigue a esa época es la cañaveralización del país. Y esto le duele. Lo que busca, sabiendo que no lo encontrará, es un pasado ideal, un punto a partir del cual decir que todo se fastidió. Es una pena que lo único que encuentra, tanto para sí como para mí, es la novela de crecimiento de la maquinaria que terminará expulsándonos de la isla.
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