2. No tengo problema con aceptar que mi interés con la literatura puertorriqueña comenzó como un pasatiempo forzado. Una iniciativa de partir a conocer al contexto del cual provengo. Hasta mi primer semestre de la universidad, conocía las lecturas obligatorias de la Escuela Superior, por las cuales no tenía ningún cariño. Con la excepción de La Carreta, de René Márquez. Inclusive, recuerdo que en mi segunda clases de mi año de prepa en la UPR, durante una clase de Introducción a la Literatura Española me empeñé en diatriba contra La Charca de Zeno Gandía, quejas de estudiante ignorante recién salido de escuela privada, recién salido de la masacre de una deficiente maestra de literatura, y la profesora me paró en seco. Me miró de reojo y me preguntó si yo estaba consciente de mis palabras. Algo dijo que no recuerdo, algo relacionado con la literatura nacional que olvidé. Pero esa primera oración—¿estás consciente de tus palabras?—me hizo reevaluarme. Llegué a casa de mis padres, aún no me hospedaba, y releí La Charca. Me obligué a hacerlo. Y descubrí lo erróneo que había estado. Descubrí que era y es una novela quintesencial. Sé que en una relectura, especialmente ahora, descubriría aún más. Justo antes de emprender en las páginas del Zeno, había terminado de leer Cien años de Soledad y me había prometido que intentaría leer las novelas del boom—las encontré en una caja de mi padre, quien al parecer las había leído en algún momento—para adentrarme más a conocer la literatura hispanoamericana. Eso hice, pero a la literatura hispanoamericana le sumé la literatura puertorriqueña. Salí adónde un compañero de un taller que tomaba en esos entonces, el primero de los dos talleres de cuentos de los que he participado (el resultado del cuál está en el libro En el vientre de una isla, publicado dos años después en Abrace, 2006) y le pedí algunos libros de literatura local. Me pasó Gloria de Elidio Latorre Lagares y me lo tragué. Aún recuerdo la sensación que me produjo, un agrado diferente, mas no era exactamente lo que buscaba, tampoco me había encantado. No me pareció una gran novela, sinceramente. Pero lo que si me hizo ver fue que estaba extremadamente equivocado acerca de los temas tratados por los escritores boricuas. No fue hasta leer Exquisito Cadáver y Sirena Selena Vestida de Pena, y descubrir la existencia de Póstumo el Transmigrado, ese mismo año, que me percaté de otra cara de la literatura puertorriqueña.
3. Edición esquelética del Editorial de la Universidad de Puerto Rico. A duras penas setenta páginas. Negro, con una franja azul cielo. Una imagen rectángulada, una mujer sonriendo. No le vemos los ojos. El título está en minúsculas. En letras blancas. En una esquina, algún bibliotecario le escribió PR 863 L8646s c.2. Merman los excesos. Nada acerca del autor. Nada acerca del texto mismo, ni el recuerdo de una sinopsis, sólo una brevísima nota del compositor: Seis cuentos trabados en la armazón de lo azaroso con lo coordinado, de la extrañeza y el estrépito. Seis cuentos que proyectan vidas inyectadas con sustancias muy otras.
4.
Pero, ¿cómo uno se entera si no es por empeño propio? ¿Cómo uno descubre que desde hace tiempo escapamos del campo, del insularismo literario? ¿Cómo nos tropezamos con unos Página en blanco y Staccato de Ramos Otero, o un No todas las suecas son rubias de Abreu Adorno, o un Historias Atroces de Cabiya, o los cuentos de Juan Antonio Ramos, de Tomás Ramírez, o el Breviario de Juan Carlos Quiñones?
¿Es posible? Me pregunto. Sí, la industria editorial en Puerto Rico está hinchándose. Sí, se están publicando una cantidad enorme de libros. Pero también está surgiendo una inmediatez desfachatada. Me doy cuenta con compañeros, conocidos, y gente que veo en algunas clases y que declaman en voz alta a qué escritor/escritora/poeta/poeto/poetiza/poetastro conocen, que sólo se recuerda, se habla, y se nombran los libros publicados la semana anterior—sin necesariamente haberlos leídos. Y no es que esto sea malo. Seria imposible vivir recordando todos los textos publicados el año pasado.
Acepto que esto me surge de vez en cuando, al tropezarme con libros como el de Juan López Bauzá, que cumple once años este dosmilocho. Tampoco tengo una solución, o un manifiesto para declarar. Sólo pregunto ¿cómo es posible que textos tan buenos no se mencionen? Entendería su invisibilidad si me dijesen que se han publicado un maratón de colecciones de cuentos buenas en los pasados cinco, seis años. Pero sólo he logrado atrapar una que otra.
5. La mujer negra, cuyo campo visual quedaba en dirección a la puerta, le prestó más atención a la ortografía de sus contornos, al conglomerado de vello de la señora. El pelo: un complejísimo enjambre de moños y remolinos atornillados vertiginosamente, y de un matiz como si se le hubiesen derramado la noche encima; las patillas, poca diplomáticas, desparramadas a manera de alfombrilla por los lados de la cara hasta derrumbarse en la papada como una barba de corsario; en los brazos unos pelos largos y prietos, formidables para enramarlos en trenzas , contrastaban acusadamente con su piel de grasa cruda, a través de cuya membranosa superficie aparecía una retícula horripilante de venitas en diferentes azules, abajo, sumergida, como una escritura antigua; era el mismo tipo de pelambre que sobre el labio le formaba un bigotillo duro y mal cuidado. La prieta, al verla, mudó de color, mudó de palabra y voz, y procedió a aferrarse tenazmente a los brazos de su amante para evitar que hubiese allí una escena. Y efectivamente, no hizo el joven muchacho más que verla pasar por su lado que ya estaba forcejeando con su novia para caerle encima a la señora y darle de bofetadas. (página 4, La Sustituta y otros cuentos, J. López Bauzá).
6. “Sustancias muy otras”. Me gusta eso.
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