[1]] Dicen que Juan Rajao dormía debajo del puente. Que habitaba en uno de los dos colchones allí estacionados. Que de sus dieciséis hermanos fue el único en nacer con labio leporino, pero uno más en una línea de desenlaces de retardación temprana. Lo vieron salir de la barra de Eric a eso de las cinco, de pies trenzados, y lengua al aire. Don Pedro Ramos lo vio desde su oficina, dice su secretaria. Don Víctor Vélez lo saludó desde el otro lado del vidrio de la farmacia, pero Juan Rajao ni se percató. Estaba lejos. Muy lejos, dicen. Cada equis cantidad de pasos, saltaba y se torcía, como un bailarín del ballet que había visto en Don Francisco el sábado pasado, en el televisor de la barra.
[2] La niña Nircia soñaba en la tercera y última habitación de un largo pasillo en una casa que compartía con sus dos hermanas, su madre y la idea de su padre. Las paredes de su cuarto estaban pintadas de baby pink, excepto una, que permanecía color cemento, y que tenía una puerta de aluminio que daba a un viejo balcón de madera que jamás había sido remodelado. Este balcón, por su parte, tenía un pequeño portón, o lo que una vez fue un portón, que cedía ante la menor presión y empezaba al caminante por un camino de tierra que descendía hacia la orilla del Río Viví.
Su hermana mayor, ella dijo, le contó que por el débil cuerpo de agua viajaban marcianos enfermos en búsqueda de niñas especiales como ella para que los curasen y les diesen albergue en lo que pasaba el mal tiempo y pudiesen regresar a su planeta. Como en ET, le contaron, a pesar de que ella nunca había visto la película.
Cuando comenzó la tormenta, ella salió al balcón, y fijó sus ojos en el río crecido. Cruzó los dedos, los apretó. Estoy dispuesta a curarlo, dijo en voz alta, y se imaginó con algodones bañados en alcoholado, masajeándole las llaguitas de los brazos, como hizo su padre cuando le dio varicelas. Se sentó en el suelo de madera húmeda. Metió sus brazos entre los barrotes de caoba de la baranda y los abrazó. Consideraba bajar. Una ráfaga niña la envolvió y le recogió el flequito de pelo rubio que su padre le acomodaba detrás de la oreja, cuando se aparece.
[3] Dicen que tan pronto fue posible salieron a buscarlo. Que debajo del puente no quedaba nada. Que el inicial golpe de agua lo había rejuvenecido todo. Que a Juan Rajao lo arrancó el Viví mismo, y se lo tragó enterito. La secretaria de Don Pedro dice que él se lo advirtió a los empleados públicos. El mejor bateador de Los Montañeses dijo que desde que pronosticaron el temporal debieron haber hecho algo con Juan Rajao. Don Víctor Vélez culpó al mismísimo alcalde y le pidió la renuncia.
[4] La madre de la niña Nircia se sumergió en sus sábanas tan pronto el huracán entonó su silbido irascible y, como si jamás hubiese abandonado la casa de sus padres para casarse, trancó sus ojos para darle paso a una lágrima, que advirtió un sollozo.
Las hermanas, que compartían una misma habitación, decidieron dormir durante el evento, para levantarse la mañana siguiente, mientras la brisa aún gozaba de la corriente subcutánea que proseguía las tormentas, para juntarse con sus respectivos noviecitos y dar una vuelta por El Mirador.
La niña Nircia, por el otro lado, hincó campamento en el balcón destechado. No permitió ni por un segundo que la sacudida de las palmas, o las gotas de plomo que le laceraban el rostro le rompiesen la trampa que le había tendido al Viví. Ella atraparía su extraterrestre. Ella lo salvaría del río, lo secaría y remediaría cualquier malestar que pudiese sentir la criatura. Le acomodaría el flequito de pelo detrás de la oreja, le cantaría canciones, lo mecería en sus brazos hasta que la mirase y le dijera que lo había salvado, que ahora le cumpliría un deseo, algo que realmente quisiera, como le dijo su hermana que le diría el marciano. Y ella cerraría los ojos, y ella lo pensaría por mucho rato, a pesar de que ya sabía lo que pediría. A pesar de que le pediría también ser un extraterrestre, a pesar de que le pediría que se lo diera de nuevo, que la hiciese normal, que le quitase lo de especial para no tener que necesitarlo tanto y poder decírselo, para que volviese algún día.
[5] Dicen que fue el cadáver de Juan Rajao que vio a la niña Nircia en el balcón. Que el Viví lo depositó justo al frente del camino que nacía en sus pies. Que la niña corrió hasta la orilla y no reconoció al retardado, aunque lo había visto otras veces en los juegos de béisbol. Dicen que las ráfagas deshicieron el mundo alrededor de ella, pero que a la infante ni la tocaron; que ella haló al cadáver por un brazo hasta la orilla, que lo tendió sobre su falda y le acarició el rostro, pensando lo extraño que era, preguntándose de qué planeta provenía. Dicen que la familia de la criatura no supo del peligro en el que se encontraba. Que no le importaba. La secretaria de don Pedro dice que él había hecho una querella en el Departamento de la Familia, para que la removieran hacía dos semanas, porque su madre no estaba capacitada para darle el cuidado especial que necesitaba. Don Víctor Vélez miró por la ventana y se quedó en silencio, porque no quería emitir juicio sobre la hija de su antigua enamorada.
[6] La niña Nircia le cantó a su marciano canciones que recordaba de su niñez. Le untó puñadas de arena y tierra sobre las magulladuras que tenía en los brazos. Tomó unas hojas y las masticó, como mamá pajarito. No le importó que fuera amargo. Uno hacía cualquier cosa para curar a los que quiere. Luego, escupió el bálsamo verdoso sobre sus dedos y lo regó sobre el labio extraño de su paciente. Para que se le curara, para que los otros marcianos no lo miraran como si fuera raro, y le dijeran que era especial, que debía ser feliz porque era único, y lo tratasen como un niño toda su vida y nunca lo tomasen en serio. Mi niñita dulce, mi hijita bella, duerme esta noche, le cantó y le sobaba el poco pelo marciano y, de vez en cuando, le besaba la frente, para ver si estaba caliente. Pero estaba frío, frío, frío. Tan frío como la lluvia que le azotaba pero que no sentía. Y por más frío que se ponía, ella se alegraba más, porque eso quería decir que se le disipaba la fiebre, que pronto estaría bien. Mas, el tiempo pasaba, y el extraterrestre no mejoraba. No se levantaba, no le decía que le pidiera un deseo. La niña Nircia comenzaba a preocuparse. Le cantó un poco más, le besó un poco más, masticó hojas amargas un poco más, pero nada. Comenzaba a perder esperanzas, la niña. Tal vez tiene demasiado frío, pensó, y lo haló a medio metro de la orilla, y le dijo espérame aquí, voy a buscarte una sábana. Con mucho cuidado retomó el camino, entró a su habitación, buscó la mantita azul, y regresó el balcón. Se detuvo. Algo había cambiado. Un olor extraño, un olor de naturaleza, de premonición, le heló la piel. Entonces, escuchó el ruido. El rugir. Un alarido monstruoso. Un estrépito proveniente del fin del mundo. Y se asustó, y se dejó caer al suelo, y cerró los ojos y le pidió un deseo a su extraterrestre, lo pidió sin pensarlo, aunque él no le hubiese prometido nada.
El bramido y el miedo se disiparon al rato, y la niña bajó el camino con cuidado. Tenía la sábana sobre un hombro. Al llegar a la orilla del río, el agua estaba un poco más clara. Las palmas estaban impávidas, los mapenes cubrían el suelo. El marciano se había ido. Nircia sintió sus manos temblar. Su garganta comenzó a coagularse. Peleó las lágrimas. Las empujó hacia el punto cardinal que no le enseñan en la escuela. Pensó que no valía la pena. Que le habían mentido. Que sus hermanas la habían tomado por idiota. Que se habían burlado de ella nuevamente. Que se habían burlado de ella y de lo especial que era una última vez.
No obstante, de improviso, escuchó a alguien llamándola. Escuchó otro grito, diferente al anterior. Miró hacia el balcón, dejó caer la mantita azul. Cerró los ojos y vio a su marciano navegando por debajo de la corriente, viajando río abajo en búsqueda de otra niña, de otro deseo que cumplir.
[7] Dicen que el río Viví se tragó a Juan Rajao. Que no ha aparecido, ni aparecerá. Que la última persona que lo vio fue la niña Nircia, aunque ella insiste que no, que lo que vio fue a un marciano. Don Víctor Vélez sostiene que este ha sido el peor huracán que ha tomado al pueblo. Que la plaza es un cementerio de árboles, que mientras más te adentras en el campo, más víctimas encuentras. La secretaria de Don Pedro dice que él le contó que a la niña Nircia se la llevó su padre. Que la encontró frente al Viví, hecha llantos, y se la llevó para Caguas. Que por fin ese hombre estaba en buen camino, que ahora era policía por allá, y la podría criar bien.