miércoles, julio 23, 2014

insignia, una columna

Esta columna salió publicada en el miércoles, 23 de julio del 2014 en El Nuevo Día.
Foto de Phil Coomes, de la BBC
A cuatro días de que el reactor nuclear de Chernobyl estallase, en la Ucrania soviética del 1986, ya se podía atisbar, desde cualquiera de las ventanas del vecindario más cercano, la bandera roja de la URSS izada sobre las ruinas del reactor, anunciando la eficiencia gubernamental en el manejo de la crisis.

No fue hasta el día antes de que apareciera la bandera que el gobierno central confirmó que, de hecho, algo había sucedido en el reactor. Sin embargo, cuenta Svetlana Alexievich, en vez de evacuar la población en esa primera época en la que se ignoraba adrede el tamaño de lo sucedido, algún burócrata dio la orden de colocar la gaya para así evitar el pesimismo o la desmoralización. Sí, la insignia nacional publicitaría la resistencia y la perseverancia del espíritu ante la adversidad.

Al mes, la radiación había carcomido la bandera. El burócrata, nuevamente preocupado por el orgullo nacional y los corazones del pueblo, mandó a colocar otra. Y, al mes, otra. Y al mes, otra. Todo por el pueblo, insistiría el hombre.

Claro, para el burócrata, el pueblo se hallaba en los ojos que velasen, desde alguna ventana aún no evacuada, la bandera, y no tanto en los soldados enviados, mes tras mes, a cambiarla. No tanto en los soldados que, mes tras mes se hacían un poco menos humanos y un poquito más material radiactivo. La bandera debía permanecer allí.

En la historia oral de Alexievich, algún soldado afectado comenta que, aunque le escondieron que el reactor era peligroso cuando subió a colocar la bandera, pensándolo bien, después de tantos años, lo volvería a hacer otra vez.

Leyéndolo, supongo que a eso es que llaman patriotismo. A esa posibilidad de perdonar a quienes hacen de uno, de vez en cuando y sin decirnos, herramienta. A esa necesidad de apelar al espíritu por sobre lo duro de nuestras carnes.

Al día de hoy, no creo que yo lo entienda.

viernes, julio 18, 2014

fuck art, le dijo ella, después de una vida


“Fuck art,” she said. “I mean really, Michael. Fuck art, okay? Isn’t it funny how we’ve gone chasing after it all our lives? Dying to be close to anyone who seemed to understand it, as if that could possibly help; never stopping to wonder if it might be hopelessly beyond us all the way – or even if it might not exist? Because there’s an interesting proposition for you: what if it doesn’t exist?”
He thought it over, or rather made a grave Little show of pretending to think it over, holding his own drink firmly on the table.

“Well, no, I’m sorry dear,” he began, knowing at once that the ‘dear’ should have been edited out of the sentence, “I can’t go along with you on that one. If I ever thought it didn’t exist I think I’d—I don’t know. Blow my brains out, or something.”
“No, you wouldn’t,” she told him, putting her glass down again. “You might relax for the first time in your life. You might quit smoking.” 
 de Young Hearts Crying, Richard Yates.
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lunes, julio 14, 2014

Tema del inmigrante y la necesidad, reseña de Barra china de Manolo Nuñez Negrón


Tema del inmigrante y la necesidad, reseña de Barra china de Manolo Nuñez Negrón.
Hoy en las noticias, Crítica de Libros, Radio Universidad de Puerto Rico (14 de julio del 2014)
Sergio Gutiérrez Negrón


De una fila de vagones varados en un muelle, en una tarde de calor sofocante, escapa un hombre chino que ha cruzado el Oceano Pacífico ilegalmente. Su nombre es, o fue, Yuga Wang, y es el único sobreviviente de un grupo de trabajadores clandestinos que viajaba en uno de los vagones. Muy rápido, antes de poder tan siquiera recuperarse, Yuga descubre que el tráfico humano apenas comienza en la travesía. Todo lo que le sigue a la dura escena de su llegada, ocupa las ochenta páginas de la novela Barra China de Manolo Nuñez Negrón en una narración igualmente dura que no busca tomar rehenes.
Una vez instalado en su empleo en un restaurante chino, Yuga Wang comienza a conocer su entorno y las condiciones de su estadía. Sin quererlo, se percata que su contrato no ha sido más que una trampa, y que la organización que posee su deuda, ha triplicado el monto. De ahí en adelante, Yuga se verá imbricado en una creciente ola de violencia atada a redes del bajo mundo que no sólo trafican drogas y estupefacientes, sino también seres humanos. En la lucha que decidirá emprender para conseguir su libertad, hallará compañía en la amistad, el cariño y, a pesar de todo, la esperanza. 
Todo esto sucede rápido, apenas dándole al lector tiempo para respirar. La narración de Nuñez Negrón, que también es autor del libro de relatos El oficio del vértigo, sigue un ritmo vertiginoso que interrumpe cualquier curiosidad que podamos tener con respecto a los personajes. Sin embargo, el autor logra utilizar la velocidad a su favor, y, abandonando la biografía, prefiere la relación de causa, la breve noticia de vidas infames como modos narrativos.
En Barra china, publicada por Libros AC y disponible en las librerías del país, Nuñez Negrón nos ofrece un relato que, mientras progresa, se transforma en una oscura y trágica fábula de la inmigración clandestina. Una fábula que bien pudiera ser la historia de cualquier persona que se ve obligada a salir de su país de maneras extralegales. La novela de Nuñez Negrón insiste en explorar ese hiato, ese descarnado periodo que sigue para los migrantes después de cruzar océanos y mares y de caminar desiertos. De este modo, Barra china es un texto apropiado para la época, para la crisis humana que nos azota. Una crisis que no es sino la otra cara de las innumerables políticas de austeridad que se propagan de país en país, aferradas a balancear presupuestos que ven en su costo humano sólo un daño colateral.

Para hoy en las noticias en Crítica de Libros, Sergio Gutiérrez Negrón.