Ella dice que le tomó tiempo, que dudó que fuese posible, pero que sí, que se puede hacer, y, cuando se hace, uno termina sintiéndose bien. “Puede dejar de importarte”, sería la traducción más precisa de su argumento.
Después de un segundo en el balcón de madera, en el que algunos mosquitos más llegaron a hostigarnos, añade que el primer paso es ése, aprender cómo desaparecer completamente (lo cual es una canción de Radiohead), que puedes simplemente decirte: “Me aburrí”, y replantear afinidades.
Dice ahora sólo preocuparse por este lugar, el pequeñísimo pueblo al que me acabo de mudar y en el que nos conocimos, y sus respectivos círculos concéntricos. “¿Qué se le debe a un país, quince años después de haberte ido?”, sería la traducción de otro enunciado que, por haberse pronunciado entre dos palpitantes sonrisas, no es menos contundente.
El suyo -mejor dicho, el anteriormente suyo-, es un país a grandes rasgos condenado por su geografía a lo que ella llama una misma discusión política con un siglo de cacareo encima. Un siglo de cacareo salpicado por bombas y violencia. La gente que aún está allá, dice, o que no está, pero que se preocupa (y ella lo hizo por once años, anota, como confesando un vicio), se mata buscando respuestas, se frustra al hallarle fallas a la más reciente, y vuelve a comenzar. Es lo mismo año tras año, década tras década. No habla de Sísifo, aquel griego que empuja el peñón jalda arriba, pero la imagen se hace inevitable.
Le pregunto acerca de su familia, sus amigos. Se me hace impensable cortar lazos tan dramáticamente con el topónimo natal. Me dice que los primeros se van muriendo o van emigrando, y los segundos se olvidan de uno, y ambas cosas ayudan al proceso. Un día despiertas y sólo hay dos o tres personas a quienes te gustaría visitar y ya está. “Casi como que lo insta la situación,” concluye.
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