Casi veinte minutos después, terminaron de subir las maletas de una señora prieta y su nieto a la guagua, y esta ocupó el asiento a mi derecha, ya que el abogado estaba terminando su cigarrillo. Me sonrió. Le devolví el gesto y me fijé en su bigote. Era un buen bigote, digno de Octavio. Una vez todos abordamos, volvimos a montarnos en el expreso. Sucede que, ni lo sabía, me monté en una de las pocas guaguas que usa el autopista para cruzar los pueblos. Por lo cual, llegaría más rápido de lo pensado. Me decepcioné un tanto, me hubiese gustado sufrir la ruta vieja, el viaje largo, experimentar esa cultura de guagua pública que tan peculiar es. La señora, que era dominicana, comenzó a hablarnos—al abogado y a mí. Ahí fue que descubrí que él había sido abogado en Ponce o en Mayagüez, no recuerdo, y que estaba regresaba para allá, para visitar a unos familiares. Desde hacía un mes se había relocalizado al área metro. Y por qué un abogado coge guagua, pregunta la doña; y el abogado metalero se ríe y le contesta, así en tercera persona, porque hay abogados que de abogados solo tienen el título, y son macetas, y vagos, y odian guiar. Me reí, y como todo el mundo que se monta en guagua pública sabe, una risa es suficiente para ingresar en una conversación ajena. Me preguntaron que de dónde yo era. Le dije que de Caguas, que vivía en Río Piedras, trabajaba en la biblioteca de música de la UPR, y que iba a Hatillo, para que mi novia me recogiera, para subir a Utuado.
Utuado, repite la señora, como masticando el nombre, y me dice que una vez fue a Utuado. La última vez que vino en el ferry, pero que esta vez no viajó por Puerto Rico, sino que se quedó en casa de una hermana, allí en San Juan. Comenzó a hablarme de pueblos de la isla, de lugares bonitos, ríos, campos, casas… parecía conocer a la isla mejor que yo, que dique soy natural de aquí. Le dije que no sabía, que desafortunadamente, conocía poco de aquí, y tomé la oportunidad para preguntarle del ferry.
Información Nueva para Mí: hay un ferry que viaja de Mayagüez a Santo Domingo capital, por doscientos dólares, más o menos, y que va y viene todos los días. Puedes beber, me explica la señora, en la barra que tienen allí, para hacerte el viajecito más corto. Su nieto cumplió los dieciséis años acá, y va a aprovechar para darle su primera juma en el ferry, para que no pueda irse a ningún lado y meter la pata, y luego lo llevará por la pequeña discoteca que me dice que también hay. Ojala, sonríe la doña, mi nene conozca una jevita que tu sabes, le enseñe y lo vuelva hombrecito, porque todavía es muy nene. Me asomo hacia el nieto, que está sentado detrás de mí. Tiene un bigote como el de su abuela, es gordito, y escucha la conversación de nosotros mirando el suelo, sin comentar nada.
Le digo que tengo un amigo que va para allá pronto, y que Juanluís y yo queremos tirarnos y visitar la mediaisla. Digo mediaisla porque lo he escuchado y leído en algunos cuentos, y quiero sonar como si supiera. La señora me corrige y me regaña: ningún media isla, es una isla completita. Haití está allá, casi pegados al mar. Ellos son el cuarto de isla. Me disculpo, para no entrar en una diatriba política con la dama, y le permito al abogado que le haga algunas preguntas. La señora le dice que va a hacer una fiesta en navidad y que le puede ofrecer un cuarto, y a ti también mijo, para que veas mi isla completa. Me río. Les puedo buscar unas novias por allá, nos dice riéndose, y después mira al abogado y le dice, a menos que te gusten maduritas, porque yo todavía puedo. Nos reímos. Ya para este momento hemos entrado a Hatillo, no falta mucho para llegar a El Buen Café, dice el chofer, un restaurante/hotel donde la guagua hace parada. La señora dominicana nos apunta su número en unos papelitos, y nos dice que la llamemos si llegamos a la Capital, del país vecino. El abogado nos da su tarjeta y nos dice que ignoremos la dirección, que aún tiene las de sus oficinas de antes. Yo no les doy nada, pues no tengo nada que ofrecer. Tal vez una sonrisa. Sí, ahora recuerdo, les sonrío.
Justo antes de bajarme, ya nos hemos detenido, la señora nos dice que deberíamos tirarnos allá antes de que se acabe el año. Le pregunto por qué y me dice que si no lo hacemos ahora, no lo haremos nunca. A ustedes los puertorriqueños se le olvida que las islas están demasiado pegadas, que a veces es más rápido llegar de Santo Domingo a Puerto Rico que de San Juan a Cabo Rojo. Se les olvida que entre las islas hay algo, que no somos diferentes, que todos bailamos bachata. Le doy la razón. Pero no me des la razón nada más. Visita. Para que lo notes. Le vuelvo a dar la razón, le prometo que lo haré. Me bajo de la guagua, la ayudo a bajarse. Entramos al local, nos bebemos un café en silencio. El abogado me da la mano, la señora dominicana me besa una mejilla. Ambos retornan al autobús y los veo desaparecerse, por la ventana. Me quedo pensando en Santo Domingo, en Puerto Rico, añado a Cuba de una vez. Le envío un mensaje de texto a Juanluís, diciéndole los precios de ese misterioso ferry. Llamo a Norma, para decirle que ya estoy en Hatillo y me compro un honey bun y otro café.
Mientras espero, escucho a dos señores hablando de política, y me imagino la señora dominicana en la discoteca del ferry, bebiéndose una cerveza, mientras obliga a su nieto a acercársele a una muchacha que le sacará el cuerpo y lo mirará extrañado, y al nieto—sabiendo que lo rechazarán—intentando de todos modos, para hacerle a su abuela bigotuda pensar que él ya es todo un hombrecito.
3 comentarios:
Tienes que tomar el ferry alguna vez, y dormir fuera de los camarotes, en una de las butacas de la discoteca, y luego pagar bien barato el masaje de una hora en el “spa” y después, cuando llegues a puerto de la mediaisla, tomar un Caribe Tours, pa que veas como ese otro viaje se te hace igual de memorable que este que cuentas aquí. me encantó.
Me gusta como escribes. Me hace acordar a la isla del encanto y a Rio Piedras.
Me encantó tu relato. Recreaste muy bien las imágenes, tanto que ojalá todo haya sido cierto, porque ya me da tristeza que no lo fuera. Amo Puerto Rico, lo visité muchas veces cuando era niña y adolescente, mis tíos viven allá... y siempre que voy siento lo que la doña de tu cuento: que somos todos la misma vaina. Un abrazo.
Maya, dominicana.
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