sábado, enero 24, 2009

náyade, una reseña

1.
Náyade se empieza a leer como se leen muchas otras novelas en las que el personaje está maldito por el recuerdo de una mujer dañina: con su regreso, por supuesto. Un retorno telefónico, en este caso, que le trae devuelta a Matías Rodríguez, el protagonista, el golpe de agua y recuerdos de lo que significó Cibel—la mujer dañina—y que le recuerda que tienen una cita y que espera que se presente. Matías acepta, instantáneamente, sin querer queriendo, como diría el Chavo. “…hay acuerdos con los que es mejor cumplir para tacharlos de la lista de cosas por hacer”, dice y se lamenta de haber vivido todo lo que vivió, de haber conocido a Cibel y a Estela.
Es un comienzo natural para este tipo de historias escrito en una prosa limpia que evita pesados adornos, y narrada en una primera persona que intenta darle voz a un personaje coloquial y distinto. ¿Distinto? ¿Distinto cómo? Pues, resulta que lo que hace a Matías Rodríguez ser Matías es, nada más y nada menos que, su enfermiza afición por el sexo. Y no me refiero de una forma poética, admiradora de cuerpos, no. Matías es un enfermo sexual, o mejor dicho, un vicioso sexual, que trabaja en una oficina gubernamental de permisos y cuyos únicos logros son sus conquistas nocturnas, su habilidad para polvos pasajeros.
Y creo que el autor, Jorge Ariel Valentine, logra su acometido hasta cierto punto. La voz de Matías no es una voz de un aficionado de la cultura, o de un lector de novelas, ni siquiera la de un observador mordaz de la naturaleza humana. Es una voz regida por sus huevos, por la bellaquera. Lo que quiero decir es que es una voz que resulta verosímil, excepto en algunas ocasiones, pocas, en las que el autor quiebra la voz de su personaje, que arremete contra él como para subrayar la voz del mismo. No sé si me explico. Desde un principio sabemos que Matías es el tipo de hombre que va a una librería para ver la sección de erótica, para ver revistas, para intentar librar una canita, y, sin embargo, el autor—por que no es Matías en estos diminutos lapsos—insiste en humillarlo, para marcarlo. En una ocasión que le mencionan El Código Da Vinci, Matías comenta: Hice el intento, pero lo encontré tan difícil que no pude pasar de la segunda página (p. 40), en otra, durante una conversación entre dos estudiantes, “…conversaban sobre un tal Kubrick. Cibel dijo que prefería A Clockwork Orange mientras Estela acusó al Kubrick de prepotente y abusivo con la cámara… La verdad es que a mí, ni una cosa ni la otra me importaba sobre el tal Cubris (p.90)”, en este fragmento es la mal pronunciación del apellido en la última ocasión, después de mencionarlo dos veces en su relato de la experiencia, lo que me resulta inconsistente de parte del autor, que me destruye totalmente el suspensión of disbeliefque había logrado anteriormente. Por otro lado, en otro fragmento, al referirse a una aficionada escritora de talleres literarios, el personaje—que nos ha hecho claro suficientes veces que no ha leído un libro que no fuese un compendio en su vida—dice perspicazmente: supuse que se había encontrado a otro Luis Rafael Sánchez de la vida y lo hizo su esclavo sexual (p. 69).
No quiero que se entienda que estos pequeños fallos, que aunque distraen al lector en una que otra ocasión, dañan la experiencia, pues son minimalizados por los aciertos en las observaciones del personaje, observaciones que nos devuelven la verosimilitud, su dimensión. Por ejemplo, al inmiscuirse con una serie de muchachitas universitarias, al estar en el medio de tantas conversaciones cuyos temas le eludían, se pregunta: ¿Cómo era posible que dos niñas supiesen tanto sobre cosas que yo jamás había visto? Incluso, llegué a pensar que había perdido mucho tiempo en otros asuntos que a ninguna importaban (p. 90).
2.
Náyade se empieza a leer como se leen muchas otras novelas en las que el personaje está maldito por el recuerdo de una mujer dañina, y, si falta la paciencia, se podría pensar que es sólo eso. Pero luego de algunas páginas, que pueden parecer cacofónicas, en las que Matías relata lo que parece ser un inventario de sus conquistas, por fin llegamos a su relación con Cibel, que es la carne del libro, lo que nos enamora, no por que ella sea un personaje nunca antes visto, me recuerda a La Maga de Cortazar, o a Sabina de Kundera, sino por cómo reacciona Matías ante su juventud, ante sus revueltas. Poco a poco, el viejo-verde-adicto-sexual Matías comienza a transformarse, comienza a cambiar, a mutarse. Y este cambio no lo toma desprevenido, él lo ve venir, intenta evitarlo pero no con el suficiente ahínco para hacerlo, hay demasiado sobre sus hombros, demasiados fantasmas (la presencia opresiva de su madre, la agresividad de su hermano ausente) que lo urgen a dejarse llevar. En sus subsiguientes intentos de estar con otras mujeres, Matías se encuentra incapaz, casi como si la Cibel lo hubiese embrujado, como si él fuera el semi-dios Atys, que se castra a si mismo tras ser llevado a la locura por su madre y amante Cibeles. Matías, comenzamos a ver, parece haber llegado a su limite, donde Cibel juega el siniestro papel de guardarraya.
3.
En ocasiones, mientras leía la novela, no podía evitar pensar en El Libro de la Rabia de Juan Antonio Ramos (2006). Las dos obras tienen muchos elementos en común: las exploraciones de las masculinidades normativas, el recorrido del área metropolitana, el protagonista cincuentón preocupado por su virilidad. Sin embargo, pienso la obra de Jorge Ariel Valentine superior a la de Ramos, en la que el personaje es chato y unidimensional, y en la cual las instancias sexuales parecen obligadas, cansadas. Todo lo contrario en Náyade.
4.
Siento la necesidad de mencionar la habilidad de Valentine con la palabra, de aplaudir sus saltos a flashbacks a través de transiciones casi cinematográficas:
Y entre el humo, las mujeres: y era Sandra riendo mientras me señalaba, y era la chica del tiempo y sus tetas flotando frente al mapa de cuerpos sobre la alfombra, y era la Vanesa abrazada a la cubana, fuerte, como las raíces de un árbol que crece y crece en una tierra negra, honda, húmeda. El mundo comenzó a girar, vi las lenguas nuevamente mojándose, recorriendo lo que era mío. La ceniza del cigarrillo en el brazo me trajo de vuelta a la sala del apartamento que me jugó otra mala broma(p. 76).
Su retrato del área metropolitana también me parece bien logrado, puesto que es un retrato sutil. Es una ciudad que se abre ante los ojos del lector mientras el personaje la camina, o la recorre en tren. Es una ciudad que se lee en relación con lo contado, y no en la otra dirección, cómo sucede a veces.
5.
Náyade se empieza a leer como se leen muchas otras novelas en las que el personaje está maldito por el recuerdo de una mujer dañina, y, no tengo que mentir, eso justamente es la novela. No nos cuenta una historia realmente nueva, pero lo que importa no es la idea de la trama, no es la originalidad, sino lo que se hace con ella. Y Jorge Ariel Valentine reescribe esa idea básica y nos presenta un personaje que logra, no sé en qué momento, deslizarse por debajo de nuestro desinterés y apatía.
Náyade, por Jorge Ariel Valentine, no es una gran novela. Quizás puede que no sea ni una buena novela. Pero es una novela interesante y entretenida—lo suficiente para leerse en una sola tarde—con un personaje que eventualmente te atrapa y te hace preocuparte.

[Náyade fue publicada por Terranova Editores a principios de este año, 2009]

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