Previsiblemente, cuando Ana, una mexicana a quien conocí allá, anunció que desde algún punto del recinto de la Universidad de El Paso se podía ver la frontera, le dije que necesitaba ir. Ver la frontera y quizás concretizar la sensación que Camila predijo. Un rato después: Ana y yo parados en una montaña árida desde donde se veía todo. Frente a nosotros, desparramándose, las calles y estacionamientos y automóviles, la tierra y montañas y personas. Con su dedo índice, me dijo “detrás de ese autopista, comienza México”. Y Juárez era todo lo que veíamos cubierto de casas apiñadas. “Desde aquí no podremos ver el río”, advirtió. De hecho, desde allí no podíamos ver la frontera per se. Estaba escondida, desaparecida detrás de la autopista. Lo que veíamos era una superficie continua, un mismo espacio.
Tomé una foto con mi teléfono y decidimos regresarnos. Por eso de flanquear el incómodo silencio de recién-conocidos, le dije que yo no concebía la idea de fronteras, o algo así medio cursi. Para nosotros está el mar y ya, añadí. Y ella respondió, aunque quizás lo imaginé, que fronteras hay en todos lados, entre barrios, entre calles, entre sectores. Pero entonces se detuvo y recapituló con lo que creo fue una pregunta, como queriendo dejar la posibilidad abierta de que podemos cruzarlas, de que no estamos tan aislados: ¿no es Puerto Rico parte de un archipiélago, por definición una cadena de islas conectadas submarinamente, todas juntas e inseparables? ¿Parte de algo mucho más grande?
Nos despedimos con un ‘mucho gusto’ frente a la sala de conferencias y caminamos en direcciones contrarias. Estaba animado por su idea. Las fronteras, después de todo, no son sólo separación, sino que también son conjunto, coyunturas en un mismo cuerpo, comunión.
1 comentario:
muy buena, segrio. la columna salvó al resto de páginas del periódico de ese día.
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