Últimamente
no puedo evitar la terrible sensación, después de varias horas de estar
rajándome frente a un libro, de que hoy en día la más particular de las
particularidades de la literatura no se encuentra sólo en el contenido del texto
leído, en su forma de afectarnos, sino en el acto mismo de la lectura profunda. Que su singularidad yace
en ese posicionamiento incómodo frente a un pedazo de papel, o frente a una pantalla,
en el que te abres en dos; en el que suspendes todos tus alrededores (cuando ya
estás hondo, hondo) y te vuelves la más vulnerable de las criaturas, te
transformas en el lector de Cortazar, aquél de La continuidad de los parques. Por un momento se suspenden ciertos
presupuestos, y entras en una extrañísima relación en común con otro, quien-sea.
Si no es eso, o si no es eso ahora mismo, estoy tan lejos como siempre lo he estado. En momentos así, ese intento de alcanzar lo literario desde el estar-juntos, ese comunismo literario del que escriben demasiado pocos, me parece tan cerca de acertar.
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