Conduces
quinientas millas desde el midwest
norteamericano hacia el sureste,
cruzando largas planicies vacías, de montañas tan lejanas que son
inexistentes, salpicadas por pequeñas islas de nieve y hielo que forman a lo largo del
paisaje un archipiélago titubeante. Aunque sabes lo suficiente como para
deshacerte de la idea, se hace extremadamente difícil elidir el pensamiento que
te dice toda esta tierra está vacía, toda esta tierra se puede poblar, y,
tomado por ese mismo aire que suaviza el cerebro, comienzas a formular las posibilidades
comunales que históricamente han vertido hacia el fracaso. Comienzas a
imaginarte a un grupo de personas que, aprovechándose del aislamiento, del
silencio de las geografías ajena a los mares y a las urbes, ignorando
totalmente que también la tierra es historia (la historia de otros, pero también
la de los nuestros, Walcott), deciden comenzar desde cero, dejar la mugre de
los días atrás, construir una gran casona que funja de origen, y un concepto,
muy semejante al ascetismo, a la austeridad de las ermitas. Desde cero: o
partiendo del cero. Son unos solos pocos. Quizás sean los únicos, y se piensen a sí mismos no como los integrantes de la comunidad, sino como sus productores, como mero eslabón en ese producto que harán entre todos, consumado por sus hijos, y los hijos de sus hijos...
Ves un
automóvil despejar el paisaje, en dirección contraria. Es el primero que ves en
más de media hora. Una camioneta roja, cristales oscuros. Al borde del camino,
hay una bolsa ensangrentada. No sabes si fue un perro, o un venado.
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