jueves, octubre 24, 2013

arqueologías, una columna

Acá cuelgo mi columna de este mes, que salió el miércoles, 23 de octubre del 2013 en la sección Buscapié de El Nuevo Día.

Arqueologías

Sergio Gutiérrez Negrón
Hace años me hallé en Utuado frente a una de esas bibliotecas que se ensamblan con los años, producto del extraño balance entre el matemático ojo de un curador y el mero hecho de la persistencia. Entre los anaqueles y las cajas de la biblioteca de don Pedro Rodríguez, recuerdo ver, nervioso, viejas ediciones ya agotadas de grandes textos de los que antes sólo había escuchado. Sin embargo, lo más impresionante fue la docena de libros desconocidos de autores que tuvieron múltiples publicaciones, y que, decía don Pedro, generaron interés décadas antes.

Al leerlos, recuerdo preguntar por su suerte y, joven al fin, me imaginaba emprendiendo una tarea de rescate, una misión de difusión pirata a fuerza de fotocopias. Entonces me tropezaba con otro autor, y con otro, y con otro.

Llevo pensando en la biblioteca de don Pedro desde el sábado, cuando la escritora Marta Aponte Alsina lanzó una pregunta sobre el cómo de la construcción de cánones literarios en Puerto Rico hoy en día. De la misma, surgió una conversación interesante con respecto a la necesidad de lo que se llamó una arqueología: una tarea de articular, más que un canon, un catálogo, un corpus que intentase dar testimonio de todos esos libros olvidados.

Esta tarea, no siempre tan interesante, parecería ser un paso y una discusión anteriores a la composición de equis o ye canon. De hecho, me parece que podría ser una discusión paralela a la de la internacionalización literaria de la que se ha hablado últimamente. Creo que el diálogo acerca de la apertura es necesario, y quizás hasta saludable. Sin embargo, ese llamado a la internacionalización, más allá de “thrillers” con nazis, debe incluir esa tarea no siempre divertida del archivo, de desempolvar y releer tomos perdidos en anaqueles regionales.

La biblioteca de don Pedro es, más que nada, una experiencia desembriagante, un vistazo repentino a la materialidad de una institución literaria ensamblada sobre arena movediza. No obstante, casi por contradecir esa pulsión al olvido, me gusta imaginarme un rosario de bibliotecas como la de don Pedro, desperdigadas por municipios ya olvidados por las débiles redes de distribución de libros. Extraños yacimientos donde resisten viejos tomos empolvados en animación suspendida, esperando por nosotros.

viernes, octubre 18, 2013

El misterio es el angel, el ministro, el policía, dixit Agamben

Agamben de cabeza y con las manos alzadas para protegerse del golpe.

Through these distinctions the entire economic-providential apparatus (with its polarities ordinatio/executio, providence/fate, Kingdom/Government) is passed on as an unquestioend inheritance to modern politics. What was needed to assure the unity of being and divine action, reconciling the unity of substance with the trinity of persons and the government of particulars with the universality of providence, has here the strategic function of reconciling the sovereignty and generality of the law with the public economy and the effective government of individuals. The most nefarious consequence of this theological apparatus dressed up as political legitimation is that it has rendered the democratic tradition incapable of thinking government and its economy (today one would instead write: economy and its government, but the two terms are substantially synonymous). On the one hand, Rousseau conceives of government as the essential political problem; on the other hand, he minimizes the problem for its nature and its foundation, reducing it to the activity of the execution of sovereign authority. The ambiguity that seems to settle the problem of government by presenting it as the mere execution of a general will and law has weighed negatively not only upon the theory, but also upon the history of modern democracy. For this history is nothing but the progressive coming to light of the substantial untruth of the primacy of legislative power and the consequent irreducibility of government to mere execution. And if today we are witnessing the government and the economy's overwhelming domination of a popular sovereignty emptied of all meaning, this perhaps signifies that Occidental democracies are paying the political price of a theological inheritance that they had unwittingly assumed through Rousseau.
The ambiguity that consists in conceiving government as executive power is an error with some of the most far-reaching consequences in the history of Western political thought. It has meant that modern political thought becomes lost in abstractions and vacuous mythologems such as the Law, the general will, and popular sovereignty, and has failed to confront the decisive political problem. What our investigation has shown is that the real problem, the central mystery of politics is not sovereignty, but government; it is not God, but the angel; it is not the king, but ministry; it is not the law, but the police—that is to say, the governmental machine that they form and support. (276)

Giorgio Agamben, The Kingdom and the Glory.

jueves, octubre 17, 2013

"La necesaria severidad de la tierra: especulación y tierra", un ensayo.


Este ensayo fue originalmente publicado en la revista Cruce el mes pasado y es parte de un proyecto que vengo desarrollando en el que intento pensar la literatura, más como persna que escribe novelas que como académico, a partir de un concepto de la humildad que busca ser, de cierto modo, post-estético. Es decir, lo que quiero hacer es rebasar todos esos clichés acerca de la experiencia literaria--tanto como escritor y como lector--que tanto me aburren, especialmente cosas relacionadas a los poetas malditos, a la inspiración, etcétera. El proyecto es un tanteo, y no tanto una estética. Así que de ensayo a ensayo voy y seguiré afinando conceptos e ideas que comencé a exponer acá.

La necesaria severidad de la tierra: especulación y Literatura

Este ensayo es parte de un proyecto en ciernes titulado "Literatura y humildad"
En la adolescencia leí vorazmente. No se trató jamás de la lectura inteligente y sopesada del ratón de bibliotecas, bufa figura del accionar culto. Fue un hacer mucho más relacionado al atragantamiento burdo del tiburón tigre; un consumo indiscriminado que hizo de mi librero un órgano dedicado a digerir insalubres restos de animales, llantas, botas, y tesoros. Mi sustento principal consistió de títulos como "Al oeste de enero", "Los malditos", "La cadena dorada", "El señor de las tierras del fuego", y "Cielo de espadas". Novelitas que, a grandes rasgos, no significan nada, ni tan siquiera para aquellos que gustan denominarse lectores de ciencia ficción y fantasía. Eran, en gran parte, novelas de capa, espada y magia, muchas de ellas escritas por un tal Dave Duncan, un viejo geólogo escocés emigrado a Canadá.
Por extraños azares en mis prácticas adquisitivas, guiadas en gran parte por las ventas de liquidación, esta voracidad, como suele suceder, disminuyó eventualmente, pero antes de hacerlo me depositó a las orillas más conocidas de los grandes nombres, y la canina literatura que se atesta de seriedad y pedigree. La universidad, eventualmente, dotó mis lecturas de algo parecido a una forma, y el viejo geólogo, junto a sus colegas, quedó rezagado a lecturas navideñas, en las que ponía todo en suspensión, y me lanzaba de lleno.
He vuelto a pensar en el geólogo escoses últimamente, tras percatarme de la incomodidad que me causan ciertos discursos grandilocuentes acerca del hacer, el poder, o el lugar de la literatura en el mundo contemporáneo, con los que por alguna razón me he tropezado casi semanalmente en el pasado mes. Así, he advertido que, de cierto modo, la forma que ha tomado la literatura para mí, desde la adolescencia, tanto en el leer como en el escribir, ha sido marcada por el viejo geólogo escocés y su mirada especulativa.
Dave Duncan no fue, ni nunca quiso ser, un gran lector, ni mucho menos un gran escritor—¿seguirá vivo?. En sus entrevistas, con las cuales di ya muchos años después de mi consumo indiscriminado, renegaba de leer novelas demasiado largas, o demasiado inteligentes. Decía no tener tiempo para la literatura, atribuyendo su coartada al hecho de que fuera, como ya hemos dicho, no un tipo que comenzó en esto de las letras por las letras en sí, sino un viejo geólogo retirado con entrenamiento de historiador. Lo suyo, decía, era contar historias y crear personajes, cierto, pero más que nada, era tallar continentes y esculpir islas bajo equis condiciones, y, luego, especular con respecto al tipo de historia geopolítica que podría darse entre tales cuerpos masivos, y las consecuencias materiales en las vidas de sus habitantes.
Al leerlas, sus expresiones no me causaron nada—más allá de cierto repelillo. Pero, hubo algo de su proceso, de su partir desde la tierra que me llamó la atención, y que me pareció necesario en tanto ese anclaje en la dura firmeza de la tierra. De modo que con un breve empuje recurrí a extrapolar, expropiar las ideas del geólogo escocés, extirpar al Dave Duncan autor—que cómo todos los autores, yace como un peligro cancerígeno, capaz de, en cualquier momento, hacer metástasis y joder ese corpus literario que nos marca— de la figura del geólogo escocés que produjo las especulaciones que me abacoraron en la adolescencia. Así, tras la intervención quirúrgica, quedé con el Duncan que quise, una figura lectoril, un significante evacuado desde el cual pensar un proceder literario. Culminado este divorcio del chusco amasijo de tejidos y órganos, proceder como el geólogo escocés terminó siendo otra cosa, una forma literaria que llevo pensando por meses y sólo ahora comienzo articular, a partir de una serie de obras literarias que no son sino la sombra, el negativo que asedia este ensayo, aunque no aparezcan en él.[1]
Proceder como el geólogo escocés implica, conjugado en presente, una aproximación especulativa  que no puede partir de otro lugar que no sea la tierra—es decir, cercenar el geos griego, que nombra el suelo, de la logia, para destronar a esta última de su puesto de ciencia y devolverla a su raíz, legein, mero hablar. De modo que la tierra queda como el mínimo denominador común desde el que se comienzan a entablar relaciones, a construir espacios, ideas, e historias que por más voladas, por más elevadas, no descuidan, como por instinto aviar, la dura roca que calibra la distribución de los cuerpos.
La tierra, de este modo, como punto de partida de la especulación tanto lectora, como creadora. La tierra como único espacio en el que la literatura puede moverse. De hecho, la tierra como la sustancia constituyente del arte literario y de la que jamás podrá separarse, en tanto institución sucia, embarrada; en tanto creación que no podrá jamás salir del lodazal. 
Proceder como el geólogo escocés, entonces, implica dar constancia de la tierra y, de este modo, dar constancia de que la tierra no puede sino ser inmunda—sucia, sin mundo.[2] La tierra entendida como el espacio en el que toman lugar nuestras constantes mundializaciones. De modo que una especulación literaria que parte de una tierra inmunda, sucia, quiéralo o no, está sentenciada, como Sísifo, a una constante y condenada efectuación de mundos—¿es la roca de Sísifo el cuerpo de Sísifo?
 Es decir, se trata de un proceder humilde, y que desde el humus—tierra, sucio—de esta humildad, efectúa una especulación mundana e inevitablemente aterrada. Haciendo esto a través de un arte—la literatura—con más de medio siglo de haber sido humillado, echado a un lado como uno entre muchos, cómplice de una institución que por mucho se pensó aérea, y que desde sus alturas lanzó afrentas y sentencias.
Partir desde la tierra y, por ende, desde la humildad en tanto condición terrenal, implica, hasta cierto punto, la claudicación de una serie de constelaciones celestes, compuestas por lugares comunes de la tradición estética y política, y atesoradas por muchos interesados en ser escritores, en el prócerato, en el reconocimiento, la visibilidad chata, o el trono letrado del rey filósofo. El proceder humilde, entonces, tiraría más hacia el archipiélago de obras pequeñas que hacia la jupiterina gran novela (¿puertorriqueña? ¿latinoamericana?) de estirpe romántica; tiraría más hacia la lectura que hacia la producción indiscriminada, hacia “la persona que escribe” que a la emulación anacrónica del Personaje Poeta.
 La obra que especula a partir de la humildad no ya entendida como falsa modestia, ni como honestidad (no hay más lugar para la honestidad) sino como la necesaria severidad de la tierra, procede como le da la gana, pero siempre construye sus mundos críticamente, especulativamente. La obra que especula a partir de la humildad inevitablemente termina siendo un ensayo sobre un pensamiento, una experiencia, una pregunta o una preocupación. Una literatura humilde no premia a los herederos o calcadores del noveau roman francés porque sí, ni tampoco condena al que procede en modo realista, siempre y cuando la especulación y la extrapolación (¿expropiación?) crítica intenten dotar de sentido—pensar—a la inmundicia de la que parten.
El proceder del geólogo escocés es, de cierto modo, un proceder comprometido. Mas, es un compromiso sin canon específico, es cualquier compromiso, siempre y cuando no olvide las circunstancias materiales de la existencia. No se trata, de hecho, de un llamado al realismo soviético, ni a ningún tipo, género, o estilo específico, sino un compromiso, ya redundo, a la especulación, y a la comprensión de las circunstancias sociopolíticas que han hecho de esta isla lo que es, que han hecho de la literatura lo que es.
Proceder desde la humildad es entender que la literatura crea mundos, lo quiera o no, que han de enfrentar la necesaria severidad de la tierra. Por eso me parece que la “honestidad”, que ha proliferado a partir de finales de los ochentas como el modus operandi de cierta literatura latinoamericana y estadounidense (¿neoliberal?), nunca ha de ser suficiente, precisamente porque la honestidad siempre parte de la unicidad del mundo. La honestidad parte del honor, de la posición elegante, casta, y virginal de la verdad monárquica. Es decir, parte de las presuposiciones de mundos anquilosados, de imágenes fosilizadas que a fuerza de repetición han querido dar la sensación de verdades, de superficies constitutivas e impensadas.
Quizás para ir cerrando esta especulación podríamos intentar pensar el proceder como el geólogo escocés como una postura de retaguardia. Al respecto de tal posicionamiento, podemos extrapolar las palabras de Juan Duchesne Winter, cuando dice que la retaguardia ha sido a menudo subestimada—ante la visibilidad vanguardista—, puesto que ha proliferado una suposición de que le resta de heroísmo, de drama—quizás para bien, en mi opinión—. Sin embargo, dice Duchesne Winter, se puede argumentar que la retaguardia es el corazón de la resistencia. Que es un espacio de autonomía relativa desde donde un nuevo sentido de comunidad puede surgir. La retaguardia es capaz de ofrecer refugio de la exposición a la violencia traumática, de ofrecer un lugar para la convalecencia y la creatividad.
En términos literarios, sigue el crítico, la retaguardia presta atención a los rumores de la resistencia, los interpreta, los traduce, entretiene diálogos, cuida, y construye un legado. Quizás sea cierto que la retaguardia no conduce la lucha, no señala el camino, pero me parece que ya es hora de que la literatura acepte que ese ya no es ese su lugar, que su accionar pertenece a otro registro, a otro dominio, y a otro tiempo, no menos activo, no menos militante que antes, pero sí distinto. A la literatura le queda sólo extrapolar, sólo asirse al hecho de que ya no sea lo que pensó ser alguna vez—importante—, y precisamente desde la constancia de su poca importancia, desde la humildad de su fuera-de-lugar, lanzarse a la más libre y la más crítica de las especulaciones.





[1] Tal vez valga la pena enumerar algunas de las obras sobre las cuales indirectamente cursa este ensayo: La mujer en las dunas, The Remains of the Day, Exquisito cadáver, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Respiración artificial, Otra vez me alejo, Decirla en pedacitos, The Life of Michael K., Audioeuforias, Heart of a Dog, Una soledad demasiado ruidosa, Sobre mi cadáver, Winter Journal, Train Dreams, y la trilogía haitiana de Amour, Colère y Folie.
[2] La idea de la inmundicia supongo que es de Derrida o alguien por el estilo, pero la malinterpreté por primera vez en la conferencia magistral que dio Mara Negrón el 5 de noviembre del 2011 en la conferencia “Comparative Caribbeans” que tomó lugar en Atlanta, Georgia. Su trabajo se tituló “Why Do Some Love Islands? Why Don’t Others?”