Greene, o, ¿Por
qué una literatura en vez de muchas?
Este ensayo es parte de un
proyecto en ciernes titulado "Literatura y humildad"
1. ¿Por qué una literatura en vez de muchas? La pregunta de por sí es una trampa. En primer lugar, porque cierta multiplicidad
de la literatura se da por sentada. En segundo lugar, porque calco la pregunta
de aquel filósofo francés, Jean-Luc Nancy, que se preguntaba por qué había
muchos artes en vez de uno. Es algo capciosa, además, porque cuando me la
estuve formulando en estos días, aislaba al elemento literario de las
institucionalidades que lo enmarcan y lo constituyen, y fuera de las cuales no
existe.
Antes de continuar a especular una respuesta, mejor ciñámonos a lo específico:
¿por qué una Estética Literaria, con mayúsculas, en vez de muchas? ¿Por qué a
pesar de la multiplicidad de estilísticas, teorías, aproximaciones, y Duchamp,
los escritores, al hablar de la literatura en general o de su propia obra, se
hallan inevitablemente devueltos a esa unicidad estética, a ese canon cifrado
de unidades históricas tales como creación, autenticidad, originalidad,
inspiración, expresión, etcétera? Es decir, aun más privativamente, mi pregunta
está anclada en el discurso literario enunciado por novelistas, poetas,
cuentistas y lectores. Y, más que eso, parte del prejuicio (como todos,
moralista) de que todos y cada uno de estos personajes deben, en algún momento
u otro, cuestionarse el porqué de las herramientas que utiliza (¿por qué los
destornilladores vienen mayormente en estría y paleta?, por ejemplo).
2. Si emprendiésemos una tarea borgiana,
como esa de escribir una historia universal de la literatura en la que las
opiniones de los escritores importase, el escritor británico Graham Greene
sobresaldría como un dedo malherido. Escribo ‘un dedo malherido’, no sólo
debido a mi afán por los anglicismos, sino porque el de Greene es uno de esos
extraños casos en los que un solo autor intentó ser productor de dos
literaturas distintas, y terminó pillándose el dedo entre la puerta y el marco.
Greene intentó pilotear la pregunta que abre este ensayo apropiándose de los
prejuicios implícitos en la Estética Literaria. Al sentarse a escribir, Greene
decidía, antes que nada, si trabajaría un novel
o un entertainment. De entrada es
posible ver lo que conllevan tal dispersión. Para Greene, la primera de estas
apuntaba hacia una literatura que él consideraba seria, lo cual no excluía la
comedia, y tiraba hacia el escudriñamiento profundo, hacia la exploración
honda. La segunda miraba hacia una literatura que para él era precisamente lo
que nombra, un entretenimiento: algo que lo tenía mientras se daba el momento
de la cáustica expresión de sus novelas serias, breves divertimientos y
entremeses llenos de espías y suspense.
Ejemplos de la primera lo serían The Power and the Glory, End of the Affair, y The Heart of the Matter. De la segunda, The Third Man, Our Man in Havana y The Quiet
American.
A la larga, sin embargo, a pesar de la seguridad de expresión que
caracterizó al señor Greene en entrevistas, las dos literaturas comenzaron a confundirse.
Temas que tocó en sus entretenimientos,
tales como The Ministry of Fear, se
filtraron a The Heart of the Matter,
y, de ahí en adelante, la división fue, poco a poco, perdiendo importancia para
todo el mundo. Excepto para Greene mismo. Extrapolémoslo y digamos que, para
él, no era meramente cuestión de temas y estilo. No era que las novelas valiesen más que los entretenimientos, sino que sólo las
primeras importaban. Sólo las primeras eran arte. La diferenciación se trató
siempre de una distinción en el accionar, de una discrepancia en el proceder. Sus novelas serias exploraban
y hurgaban en todas las inseguridades de su mundo, en su catolicismo, y, desde
ahí, develaban y expresaban el secreto: eran novelas estéticas, las segundas eran otra
cosa.
Eventualmente, Greene se rindió, y accedió a que en la re-edición de
los veintidós volúmenes de sus obras, entre 1970 y 1982, se eliminase la
diferenciación. La crítica había comenzado a utilizar las dos categorías contra
las obras mismas. Equis obra, identificada
como novela, decían, parecía más a uno de los entretenimientos, puesto que era
cómica, o era liviana. Ye obra, por
el otro lado, era demasiado seria, demasiado filosófica para ser considerada
como entretenimiento, y así por el estilo. La crítica pudo haber tenido razón:
tal vez el contenido de las obras dejó de diferenciarse lo suficientemente como
para ser consideradas objetos distintos. Tal vez las categorías eran superfluas.
El público leía las obras de Greene como
literatura, ¿no significaba eso que lo
eran? Greene, podríamos entender, terminó dándoles las razón.
Aquí es donde meto la cuchara, ¿Y qué si no? ¿Y qué si el contenido
no tiene tanto que ver? ¿Y qué si las novelas se diferenciaran de los entretenimientos profundamente? ¿Y qué
si la diferencia de forma, de proceder, los presentasen como objetos totalmente
distintos? Esto no lo digo a modo de hipótesis que pasará luego a ser
confirmada por un estudio empírico de las obras de Greene. Eso no me interesa.
Me hago la pregunta más a un nivel especulativo, ¿será que podemos abrir la
literatura? ¿Podríamos hacer un espacio para muchas literaturas? ¿Para
comprensiones múltiples de lo literario, más allá de la estética, o eso
implicaría incendiar totalmente la cabaña de madera que la contiene?
Cabe entender que no estoy hablando de abrir la literatura para
incluir géneros populares, u obras experimentales ni nada por el estilo. Eso ya
es parte. Lo que me pregunto es si la literatura, hoy, puede abrirse a contener
una serie de aproximaciones, de comprensiones más allá del idealismo y el
romanticismo implícito en la estética, que la hace reveladora de secretos,
portavoz de un zeitgeist, expresión
de un pueblo, etcétera. Jacques Ranciére
los llamaría regímenes, pero igual le podríamos llamar más fácil formas-de-literatura.
¿Puede haber nuevas formas-de-literatura? En fin, ¿por qué una literatura en
vez de muchas?
3. La pregunta original es distinta no sólo en
objeto, sino que en orden. ¿Por qué hay
varios artes y no sólo uno?, interroga Jean Luc Nancy en su libro Las musas, con esa simplicidad y genio
que siempre me han llevado a leerlo más como poeta que como filósofo. En su respuesta,
lo que buscará el francés es no tanto negar o cuestionar la multiplicidad del
arte, sino más bien explorar las razones por las cuales se ha evitado hacer
esta pregunta en el pasado, y, desde ahí, ensayar la cosa estética desde la
cuestión del ser plural-singular que ha explorado en sus trabajos anteriores—ya
sean sobre comunidad, ontología, cuerpo, y hasta trasplantes médicos.
Para Jean-Luc Nancy, la pregunta de la multiplicidad de las artes ha
sido aproximada de dos modos. El primer acercamiento se enuncia
taxonómicamente: una categorización que no puede sino estar históricamente
determinada por las opciones disponibles en el momento—Hegel le asignaría a
cada sentido un arte. El segundo, por el otro lado, está marcado por un modo
esencialista que arguye que existe una
esencia del arte, y que las múltiples artes son meras manifestaciones. Es
este el modo del arte que impera, a mi parecer, en el discurso hegemónico de la
literatura, en su vertiente romántica. Nancy descarta esta posible unicidad
artística por completo, prefiriendo repensar el concepto de "arte"
mismo desde su fenomenología existencialista, como unas cosas cuyos orígenes son lo plural (que no es lo mismo que
decir una cosa de origen plural).
En fin y para dejarnos ya del suspense
del género expositivo, para el francés, el arte es una cosa más que nada
técnica. El "más que nada" no implica que se compone de un proceso
mecánico inicial, luego aderezado por un polvito mágico-artístico, sino que es
técnico en tanto a que implica siempre un modo de proceder, un saber cómo hacer
para producir aquello que no se produce por sí mismo. La obra de arte, que no
tiene nada en común con cualquier otra obra de arte con excepción de su
tecnicidad, es obra de arte en tanto a que siempre figura como una exposición
de/al sentido, como la presentación de algo que excede toda posibilidad de
presentación; un exceso irreducible a la resolución dialéctica, irreducible al
trabajo de la razón o del conocimiento absoluto. De modo que cada obra de arte
obliga al sentido a tocarse a sí mismo, pero no por esto a volverse un sentido
en sí—lo que es decir, el jazz no crea una nueva extremidad o un sentido
jazzístico, un sentido musical, sino que obliga al sentido auditivo a
percatarse de sí, a tocarse a sí mismo puesto que al abandonar la instancia e
integración de lo vivido, se
transforma en otra cosa: el sonido escuchado se expone musical, la imagen vista
se devela pictórica, la palabra leída se revela ¿literaria?
En resumidas cuentas, lo que Jean-Luc Nancy arguye es que, si algo y
en algún lugar, el arte se halla en esa exposición siempre plural. Arte sería
el nombre de la exposición que ocurre cada vez, exposición técnica al sentido, que
es lo mismo que decir una exposición al mundo, a la inevitable severidad de la
tierra. Es necesario, después de Duchamp y de décadas de readymades, de modernism,
performance, vanguardias, etcétera, recalcar en la cuestión
técnica, en esa última secularización que hace de todo el pensamiento de Nancy
una eco-técnica, eso que a mí se me
hace más fácil llamar, en el caso de la literatura, un proceder.
4. Al llegar a este punto, me
percato que me he puesto entre la espada y la pared. Parecería que empujar las
fugas y tropiezos de este ensayo a sus últimas consecuencias me obligaría a
tomar partida. Una de las opciones sería,
por un lado, resguardar el lado de Greene, y la primacía del autor: la
defensa intransigente de aquella diferenciación que hizo entre objetos
estéticos y objetos entretenientes, a
pesar del público, y a pesar de las negras décadas en luto por la
malinterpretada muerte del autor. La segunda opción, por el otro lado, sería arrinconarse
en la esquina de los lectores, confeccionar una nueva estética de la recepción,
años después de Jauss, que escude y dé batalla a favor de la unicidad que
parecieron entrever en la obra del británico. Pero esto es sólo en apariencia.
La toma de partida es sólo tal si entendiésemos que la labor de Greene y las
labores de los públicos hubiesen de tomar lugar sobre el mismo légamo. Es decir, habría que escoger un lado
sólo si entendiésemos que los dos—Greene y sus públicos— trabajan sobre un
mismo objeto, sobre una misma obra. Dicho en un modo ordenado, la obra
literaria, para quien la escribe, es un animal totalmente distinto de la obra
literaria para quien la lee. De hecho, si recurrimos nuevamente a la idea del proceder podríamos decir que el proceder
de quien escribe, la disposición técnica de la maquinaria de una obra, montada
de cierto modo con cierto fin, y ensamblada a partir de una serie de tropos,
ideas, piezas, retóricas e imágenes partícipes de cierta institucionalidad
literaria se distingue del proceder
del lector. Este accionar del lector tendría que ser entendido también como
otra disposición construida a partir de otra serie de experiencias y prácticas
lectoriles no menos técnicas, no menos empalmadas a otras series de tropos,
ideas, piezas, retóricas e imágenes heredadas o construidas de otras series de
interfaces institucionales.
Si la relación es
entendida de este modo, que no es otro que uno que insiste, primeramente, en la
naturaleza humilde, el humus, de
ambas prácticas, de su inevitable enraizamiento en la corteza terrestre, es
posible dar un paso más allá de los tropos y callejones sin salida heredados de
la Estética, mayúscula, y acercarnos más a una apertura real que haga de la
literatura una cuestión plural más allá del contenido. Entender a la literatura
como cosas cuyos orígenes son plurales
querría decir, para el escritor, entender cada una de sus obras como cuestión técnica
y singular, que parte de una serie de procederes que bien pueden ser los
mismos, bien pueden ser distintos y que producen siempre objetos disímiles,
aproximaciones a la tierra que intentan construir mundos de sentidos—Greene con
sus objetos-novelas y sus objetos-entretenimientos. Cada obra, de este modo,
podría ser entendida como piezas ontológicamente distintas. De otra forma, para
el lector, un proceder que surja de los orígenes plurales de la literatura querría
decir, nada más ni nada menos, que entender a la obra casi como una serie de objetos encontrados, o readymades, que interpelan a los
sentidos y los llevan a tocarse a sí mismos, como diría Nancy, y así a devenir
exposición y mundos. La literatura, irremediablemente expuesta a ser
malinterpretada, a ser extrapolada, se abriría aun más a una multiplicidad que
trascienda los límites de los discursos estéticos. En un contexto como el que
aquí desplego, en el que ignoro totalmente el árido determinismo de las
instituciones reales, estas literaturas, finalmente, quedarían liberadas de la
necesidad de los discursos que enarbolan la expresión, la imaginación, la
autenticidad, y la plétora de brumosas y anacrónicas imágenes románticas detrás
de las cuales se esconde la tecnicidad y materialidad de la práctica
escrituraria y lectoril. Tal vez entonces, la literatura pueda asumir su
bienvenida humillación histórica. Tal vez Greene pueda entonces tener sus dos
especies de obrar—sus novelas, sus entretenimientos—, tal vez el público pueda
quedarse con su Literatura, y, para culminar, tal vez entonces, todos, los tús
y los yos, podamos ir vislumbrando, y quizás hasta aceptando, la singular idiotez del palabrar literario