Esta columna apareció el miércoles 26 de noviembre del 2014 en El Nuevo Día.
Ante las preocupaciones bursátiles, también se reestructuraría el financiamiento electoral, ateniéndose a un modelo de alianza pública-privada. Según éste, bancos tanto nacionales como internacionales dotarán a ambas opciones meramente con una cuenta vacía que devengue intereses respectivos. El resto del monto mínimo necesario, que obligatoriamente sería de diez millones, tendrá que venir de bolsillos ciudadanos.
Se estipulará que estos bolsillos podrán pertenecer tanto a personas humanas como corporativas. Mas, por eso de control de calidad y de cuidado “sartorial”, los bolsillos ciudadanos no podrán pertenecer a pantalones de telas sintéticas o de mezclilla. Se exigirá un mínimo común denominador de lino irlandés o lana peinada italiana.
Los intereses producidos por el humilde monto millonario durante el periodo serán absorbidos por los bancos, como incentivo de su buena voluntad. La parte pública del modelo habrá de ser ignorada. Atendiendo la lejana posibilidad de que hubiese pequeños partidos de oposición interesados en presentarse a las elecciones, artificiales o no, la reforma electoral también garantizará que un funcionario de la maquinaria bipartidista le entregue una cintilla azul cielo al candidato a la gobernación de estos bienintencionados partiditos.
Dicha entrega se llevará a cabo en la residencia del dadivoso ciudadano, humano o corporativo, que done un monto mayor a tres millones de dólares (o su equivalente en euros) a una de las campañas oficiales. Ambas alternancias confiarán que los partidos interesados comprendan la crisis politico-económica en la que nos hallamos y que, ejerciendo el proverbial entreguismo de la otra mejilla, se atengan a una reforma electoral que, a pesar del poco interés que tendrá para la mayor parte de la población votante del país, no será sino un paso más hacia nuestra casi consumada y total rendición democrática.