lunes, agosto 31, 2009

metamorfosis nocturna, dice Michaels

We need not move an inch to wake up one morning and find ourselves to be migrants, or for a writer to find himself, overnight, a foreign writer.

Despite the new ease with which we cross borders and enter the experiences of others, some truths will not change: love finds us wherever we are, a child is born in only one place, the ground where we bury our dead becomes sacred to us; these places do not belong to us, we belong to them. And where does a writer metaphorically wish to be laid to rest? In a book, in a reader. Not laid to rest in terms of immortality, but in terms of common experience; laid to rest in this common ground.

A writer may be born in one place and write in another—but who claims him?

A national literature is made not only by writers, but by readers.

What makes a home for words is a reader; and what makes a home for a reader is words. When the dead cannot be laid to rest in ground that remembers them, sometimes literature is the only grave we have. And that grave is one way a migrant claims a place in his adopted country—a place, ironically, for the living.

Anne Michaels, Reading Faust in Korean

sábado, agosto 29, 2009

austeridad

1.
Mientras más leo a Auster más pienso que es de los autores más relevantes y constantes de la literatura contemporánea. Definitivamente, es uno de los más consistentes en la estadounidense. Cada pieza que produce, cada novela, true story, y poema que escribe no hacen sino fortalecer y enriquecer la obra anterior. Incluyendo sus últimas y fallidas incursiones al cine, su trabajo—hasta donde lo he leído—revisita los mismos temas: la coincidencia, el fracaso, la identidad, la subjetividad, y los límites del lenguaje. Como si al comenzar a escribir un trabajo no buscase parir una pieza nueva, sino una variación.
2.
En una barra en Japón llamada España, Samuel me explicó el asunto de las variaciones. Partía de Mozart, de Glenn Gould, de las Variaciones de Goldberg, para explicarme alguna de las muchas teorías que había formulado en su cabeza. Según entendí, una variación era, pues, eso mismo, una variación. En la música, se trataba de repetir y alterar un tema y una idea de distintas maneras, para profundizar en él, o aumentarlo. Durante nuestra conversación, los dos japoneses que estaban en la barra, saludaban a todo el mundo que entraba gritándole un ¡señorita!, sin importar el sexo. Los clientes japoneses, sin entender, sonreían y saludaban de vuelta. Los dos hombres reían de su chiste secreto. Atrás, sonaba un tango. Pedí una copa de vino, y me la tragué a raspadientes, porque la cerveza estaba fuera del alcance de mi wallet.
2.
Me tropecé en la biblioteca de Emory con las ediciones originales de los primeros poemarios de Auster, mientras buscaba aplacar el entumecimiento que me causó la emigración. Sentado en el suelo, entre anaqueles eléctricos que susurran al moverse (para poder acceder a un pasillo, presionas un botón, y los libros acatan la orden y se apartan, como una caricatura del mar rojo), ojeé las páginas, pensando que encontraría una poesía, no sé, inmadura, o quizás, distinta al material de sus novelas. Pero no fue así. Me sorprendí al percatarme que esos nueve años (’70-’79) en los que estuvo publicando poesía, un Auster de 23 años coqueteaba con los fantasmas que lo arrastrarían por los próximos treinta o cuarenta años.
3.
Como toda lectura está cargada por circunstancias y contexto, supongo que todo esto tiene que ver de alguna forma con mis actuales inquietudes. No puedo negar que esto, de alguna forma, sosegó esas molestias que sentía con lo que he escrito últimamente: la piquiña de que, por más distintas las historias que cuento, y las técnicas con las que intento contarlas, siempre, al fin y al cabo, tratan de lo mismo.
4.
En Decatur, donde ahora vivo, anochece a las 8:30 de la noche. Eso, también, tiene mucho que ver. No escucho ni el batallón de coquíes que se posaba en las ventanas miami de mi cuarto, en Caguas, y que odiaba; ni los golpes que daba mi tortuga, al intentar escapar de su pecera de quince años.
5.
¿No dijo Borges que cada persona crea, de una forma u otra, a sus precursores?
6.
Un poema, de Fragments of the Cold, escrito por Auster a los 29 años, entre el ’76 y el ’77.

Aubade

Not even the sky.
But a memory of the sky,
and the blue of the earth
in your lungs.

Earth
less earth: to watch
how the sky will enclose you, grow vast
with t he words
you leave unsaid—and nothing
will be lost.

I am your distress, the seam
in the wall
that opens to the wind
and its stammering, storm
in the plural—this other name
you give your world: exile
in t he rooms of home.

Dawn folds, fathers
witness,
the aspen and the ash
that fall. I come back to you
through this fire, a remnant
of the season to come,
and will be to you
as dust, as air
as nothing
that will not haunt you.

In the place before breath
we feel our shadows cross.

viernes, agosto 28, 2009

ensamblaje

1.
El sol cae diferente. Repercute contra los edificios de ladrillos como si de un lugar a otro mudase los materiales que lo conformaban antes. La grama, igual, es de otro verde.
2.
Hay cosas que no comprendo, aún. A las que no me acostumbro: el contraste entre el excesivo calor sureño y el inevitable frío al que están sujetos los interiores. El caminar sobre alfombras todo el tiempo. El uso correcto de un lavaplatos. El baile con el que se sojuzgan las aspiradoras.
3.
La semana pasada, mi primera acá, tropecé con las mismas tres muchachas asiáticas de camino al supermercado. Les sonreí. Me tomó uno o dos días obtener una respuesta: la simpleza de un gesto recíproco. Al cuarto y quinto día arriesgué un hello. No tuve la misma suerte. Sus miradas se escabulleron por la acera.
No podría destacar su país de origen en un mapa asiático. Puedo decir, con algo de seguridad, que no provienen del Nipón. Pero no es suficiente. No hemos vuelto a coincidir.
4.
El viernes en la noche nos tomó una tormenta eléctrica. El aguacero fue intenso. Largas hilachas de lluvia arropando el estacionamiento. Por la inclinación del asfalto y el parpadear de los postes nocturnos, me pareció ver, por instantes, un pequeño río anaranjado y la promesa de un golpe de agua. A los cinco minutos, azotó un relámpago y se esfumó toda la luz del bloque.
Me sorprendió el silencio. No me había percatado que ya había dejado de escuchar el incesante zumbido del acondicionador de aire del edificio.
5.
Todas las tardes, como a esta hora, justo antes de las cinco, dos hermanas asiáticas salen a correr al parque que está detrás de mi casa. Al rato, se le unen dos niñas negras cuyo acento no puedo adivinar. A veces, un niño rubio se suma. Ponen una sábana en el suelo, al lado de la arena del parque, donde descansan y esperan su turno en los columpios.
6.
Tampoco me acostumbro a pasar días en silencio. Días en los que mi contacto humano está destilado por el insensible filtro de las redes de telefónicas.
La música ayuda. La literatura también.

miércoles, agosto 26, 2009

kirsten, un cuento

Aún en ese entonces no sabía que Kirsten no siempre había sido mujer, aún en ese entonces nuestra relación era joven, era un niño preescolar al que sus padres aún no le han hecho hincapié en que los nenes juegan con los nenes y las nenas con las nenas. Buenos Aires aún era un sueño; unas vacaciones que se habían estirado indefinidamente y que aún no se involucraban en los desaboríos de los visados y los papeles que parecían recalcarle a uno el xeno de la xenofobia, o la negritud que para mi había sido siempre la abuela que murió demasiado joven y que apenas conocí.
Un abril, creo que fue, y nos paseábamos cogidos de mano por la Recoleta, e invertíamos dinero en nimiedades que yo perdería luego, sin saber dónde—jamás imaginando que me lo habrían robado los empleados del aeropuerto que manejaron mis maletas.
¿Cómo no te diste cuenta? Me preguntaron tantas personas que recuerdo la pregunta viniendo de la boca de una amalgama homúnculo, con voz mecánica y olor a cinc. —¿De qué cosa?— le contestaba yo, ¿de lo de la maleta o lo otro? Y ellos no se atrevían mencionarlo, y me contestaban con dientes apretados—lo de Kirsten— porque no se atrevían utilizar pronombres, por no hacerme sentir peor.
Es que ese tipo de cosas, comenzaba yo, pero me cansaba; me cansaba desde el principio y terminaba repitiéndome su pregunta para adentro.
¿Cómo no me di cuenta? Pero, ¿cómo saberlo? No creo que al principio la pensara ni como hombre ni mujer. Simplemente era mi compañera de viaje, el delgado lazo que me conectaba con todos los demás. Lo que sucedió, sucedió con el tiempo—poco tiempo—y fue puramente accidental.
Solíamos decirnos cosas hasta quedarnos dormidos; jamás se trató de una conversación. Meramente nos decíamos cosas. Yo le decía cosas que jamás le había dicho a nadie, y mientras yo pronunciaba, ella callaba. Le hablaba de lo que duele, de la familia, del hermano tecato, de la hermana enajenada, de las metas disecadas; y ella también me decía de lo mismo; y, supongo que igual que yo jamás le mencioné que venía huyendo, que venía corriéndole a una relación demasiado seria, a un lugar en el que no paraba de llover, ella jamás me mencionó que venía huyéndole a todo el mundo que insistía en llamarle Miguel en vez de Kirsten, que venía huyéndole a un país de gente que le sonreían y le decían que estaba bella, que se la presentaban a todo el mundo como ella quería que la presentaran, pero cuando se viraba, pasaban el chisme y le destruían cualquier posibilidad de comenzar como ella quería.
Dormíamos separados, al principio, y no niego que cuando me levantaba de camino al baño, a veces, en el medio de la noche, la miraba; pensaba que tenía un cuerpo bello; porque lo tenía. Para el ojo, y para mi, era mujer de principio a fin y se lo llegué a comentar: eres de las personas más bellas que conozco, Kirsten, y ella se sonrojaba, pero bromeaba que se debía al frío infernal que hacía ese día, y que, por fin, le dio oportunidad de vestir un jacket de cuero que se había comprado en los primeros días que estuvimos allí.
Fui el culpable de que eso cambiara, me doy cuenta ahora, en este aguacero que parece no tener fin. Demasiado tarde. Fui yo quién hice el acercamiento, le dije que deberíamos dormir juntos. No para hacer nada, sino para dormir juntos. Al principio ella se negó, al principio me dijo que no, y pensé que se debía a que era tímida, pero algunas tardes después recibió una llamada de la isla que la quebró—sólo llegaban malas noticias desde la isla, monstruos caribeños con metas despiadadas—y cayó en mi cama hecha llanto, y la dormí en mis hombros, ¿qué más podía hacer? Así, lleno de lágrimas de lo que pensé que era la mujer perfecta, me quedé dormido, y soñé que habíamos nacido allí, juntos y siameses.
¿Cuánto duró exactamente? ¿Cuánto duró esa pequeña nota al calce? Tan pronto regresé—ya todo el mundo sabía lo que había pasado—les mentí, les dije que habían sido apenas algunos días, algunas horas, y eventualmente creo que comencé a engañarme a mi mismo, que me dije que nuestra estadía en aquél hotelucho de los banderines internacionales había sido cuestión de unas semanas, aunque hubiese sido mucho más.
El día de la huelga fue que todo comenzó a desmenuzarse. El día de la huelga hice una llamada a la casa de mis padres, y lo contestó la persona de quien huía, y tiré el teléfono y me desquité con Kirsten: le solté la mano en medio del pelotón de gente que se había reunido frente al obelisco para protestar la falta de empleos y no la volví a ver hasta esa noche. Miré para atrás sólo cuando supe que ya era demasiado tarde para que me alcanzara y la vi mirándome desde muy lejos, intentando alcanzarme, y quise regresar, y me arrepentí, pero la tormenta de gente me arrastró, y terminé caminando por la Corrientes, perdido, descalabrado y culpándome por haber llamado a la isla. Algo así era de esperarse. Nada bueno nacía en la ínsula.

...

El golpe estuvo demás, lo sé, el golpe es lo que me jode la cabeza, lo que me come el sueño. El golpe, y la mirada subsiguiente. ¿Cómo puede uno borrar esas cosas? ¿Cómo mentirse y decirse que estuvo justificado? Desde el piso me miró; confundida, y me pidió perdón y la insulté, le dije hasta mierda. No podía mirarla. No podía pensarla. Seguía insultándola. Seguía tirándole lo que le quedaba por el piso y ella allí, quieta. Sentía su mirada ardiéndome la espalda, lapidándome, y al mismo tiempo pidiéndome perdón. Diciendo que no me quería hacer eso; echándose toda la culpa a los hombros; y ahora me revuelco pensándolo.

...

Lo que sucedió sucedió dos días después de la huelga. La llamó su hermana mayor para decirle que su padre había muerto, de un infarto. Yo llegaba de una obra de teatro a la cual no me había acompañado y la descubrí pegada al teléfono, a pesar de que la línea estaba muerta, con su mirada en blanco, como zombi, perdida en los patrones de la colcha que cubría la cama. La llamé, le pregunté si estaba bien, pero sólo me respondió alcanzándome con esos dos ojos de ultratumba. Le toqué el hombro y la encontré fría. Arranqué el teléfono de sus dedos y lo enganché, la abracé. Le dije que todo estaría bien, porque por un momento pensé que lo estaría.
Nos quedamos dormidos, acostados en la cama. En el medio de la noche, me levanté porque ella hablaba. Debía de llevar haciéndolo un rato, porque cuando sintonicé su voz tan melódica pensé que su historia se acababa. Me contaba de su padre, de los altos y bajos de la relación, de ‘cuándo se enteró’, de cosas que yo no comprendía, y cuando terminó se volteó, casi pegó sus labios a los míos, y yo le dije nada de esto es tu culpa, porque presentí que es lo que ella quería escuchar. Me acarició la mejilla, yo la besé. Intentó alejarse, pero la volví a besar. No te preocupes, le dije, y le besé el cuello, le besé la espalda, le quité la camisa y le lamí los senos, tan redondos y tan perfectos—y tan artificiales, añado ahora.
Así me enteré. Kirsten me detuvo. Me detuvo la mano que insistía en descender por su vientre. Me explicó. Me habló de Miguel, de la operación, de su escape. Pero aún así, no entendí. Me puse de pie, caminé de un lado a otro. Se me acercó, me aguantó por ambos hombros, y me dijo que lo sentía, que intentó decírmelo. Que… mas, ya nada importaba, perdí el control, perdí el sentido, la empujé, levanté la mano izquierda…

...

Lo he logrado—me dijo en nuestros primeros días en Buenos Aires, mientras teníamos una cena argentina en horas que, de vuelta en la isla, yo hubiese estado durmiendo.
¿Qué cosa?—le pregunté.
He logrado huir. Estoy libre.

...

¿Cómo fue posible que yo le arrebatara esa libertad? ¿Cómo era posible que después de haberla ayudado, de haberla asistido a batallar sus demonios, hubiese sido el responsable de propinarle el golpe más pesado? ¿Que yo, su “mejor amigo y ángel guardián” le hubiese devuelto todo el peso del yugo conservador del que ella había estado corriendo?

...

No me fui la noche del golpe. Resolvimos en hacer el check out tres días y dos noches después, en los que cada uno buscaría qué hacer. Me dijo que “me dejaría el camino libre”, y así lo hizo. Durante las horas de la mañana y la tarde, se desaparecía por las avenidas argentinas; y, por las noches, yo me iba a alguna barra, para regresar al cuarto hecho un desastre. Dos noches vagabundeé, y justo antes de irme, justo antes de salir para el aeropuerto—a las cuatro de la mañana, dejé un sobre con el dinero en la cama y empaqué mis cosas—la observé por algunos minutos, mientras dormía. Me recuerdo escudriñando su forma por rasgos masculinos de los que antes no estuve consciente, algo que me dijera que era obvio, que todos lo sabían menos yo; pero ahora, creo que, muy adentro de mí, pienso que la admiraba, como mujer, una última vez. Trazaba su recuerdo en mi conciencia. Para no olvidarla, supongo. Porque, a pesar de que en el momento la odié como jamás había odiado a alguien, sabía que no había sido su intención.
Abordé el avión en ese estado sonámbulo; y, tan pronto me senté, me desmayé. Caí en un sopor del que sólo me escapé al llegar a Miami, siete horas después, para hacer escala con el otro avión que me regresaría a San Juan. Mis padres no me preguntaron nada, mi exnovia no me preguntó nada, y, poco a poco, el rompecabezas se acomodó a solas y todo cayó en su lugar. Me casé con quien se suponía que me casara, ella, conseguí el trabajo que se suponía que consiguiera, el de mi padre, y después de un tiempo, nadie me preguntó nada más. Argentina se nubló, se volvió lo suficientemente leve para desaparecer por completo de mi realidad.
No sé cómo reaccionó Kirsten al levantarse; me lo he preguntado miles de veces. ¿Habrá llorado? O, ¿era de esperarse que me fuera cuando ella no estaba? ¿Se quedó en Argentina o regresó a la isla? Las preguntas, aunque al principio eran muchas y constantes, eventualmente le dieron paso al olvido, o tal vez a la madurez; esa madurez que se había mantenido tan alejada de nuestra relación, esa madurez que se había quedado al margen, al otro lado, en una costa caribeña, y tan pronto vio la oportunidad, saltó hasta alcanzarnos.
No me quedó otra que dejarme llevar, y esperar—desear—que algún día, en algún lugar, me tropezase con ella de nuevo, tal vez para disculparme, no por haberme ido, sino por haberla dejado atrás aquél día de la huelga, sin haberle explicado que no era culpa de ella.

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo.]

norma durmiendo, un cuento

Norma durmiendo.
Durmiendo a pesar de que la palma que se hinca frente a la casa de urbanización de acceso controlado esté retorciéndose ante las inclemencias del clima; a pesar de que sus pencas sean atrapadas en esa máquina de tortura china que son los soplos ciclónicos; a pesar de que a la residente número ciento quince se le haya olvidado subir a su cachorro, a su pequeñísimo chihuahua, que mira al mundo desde su escondite, desde esa esquina de techo que sobresale hacia un lado, como un niño que descubre que está solo en el mundo. Norma durmiendo.
Norma durmiendo y una sigilosa estría nace en el tronco de la palma, nace silenciosa con la promesa de hacerse fractura, con la certeza de hacerse tránsito; y el cachorro decide aventurarse, arriesgarse fuera del perímetro de la casa, y una cansada penca resuelve soltarse, resuelve abandonar la lucha y estira sus brazos y es cercenada de su cuerpo y lanzada quebrantemente contra una ventana de vidrio. Y Norma durmiendo. La palma no sangra, pero el cachorro sí. Sangra en el momento que el cadáver de penca vuela proyectil en su dirección y le azota las patas traseras, y es su pequeño tobillo, si es que los perros tienen tobillo, el que se fractura y no la palma, que ya es elástica, que ya está plagada de sinuosas fisuras. Mil trescientas ráfagas envuelven la urbanización. Mil trescientas ráfagas la levantan sobre sus múltiples lomos y la aíslan y ocurre un silencio. Los párpados de Norma tiemblan. Un movimiento apenas visible. Las pestañas vibran, pantomima de un acto que no rebasa. La mano derecha se mueve un centímetro hacia su derecha, debajo de la almohada. ¿Se despertará? Flexiona su rodilla izquierda, tenue. Su piel se encrespa. El acondicionador de aire susurra. El párpado, las pestañas. Blancas.
Durmiendo aún. Norma durmiendo inmutable frente a la palma que se niega, a la palma que no sufre por sus pencas, que desnuda y lacerada está aún de pie, contemplando la lluvia echa bolines, contemplando el cielo hecho ónice, contemplando la locomoción de nubarrones desertores que se saben culpables. Impávida ante el sonido invisible de la lengua del perro lamiéndose las patitas, ante el ardor que siente, ante el frío que le pica al lado de la herida, encima de la herida, debajo de la herida. Cruel, cruel, y el cachorrito lamiéndose con empeño, empujándose con empeño, exigiéndose llegar hasta el pequeño parque pasivo al que su propietaria prófuga lo llevó una vez, para poder refugiarse debajo del castillo de madera verde, para poder refugiarse sobre la arena tan calientita en su recuerdo.
El movimiento es ahora más fuerte. Pero ocurre alrededor de la cintura. Se separan los muslos y cambian de posición. Las pestañas no se mueven, pero se ejerce una fuerza sobre los párpados. La mano derecha, nada. La rodilla izquierda, elipsis. El acondicionador de aire agoniza. El alumbrado público, afuera, también. Otro movimiento. Más insistente esta vez. ¿Está intentando despertarse? ¿Por qué no lo logra? Su hombro, el área en la que el cuello se hace pecho. Un hilo de aire se rueda entre los labios. Blanco.
Las raíces de la palma muerden la tierra liquidada. Las mil trescientas ráfagas columpian la urbanización desde los cordones de sus zapatos, la lanzan al aire y estiran sus brazos, como para atraparla nuevamente. Pero la dejan caer. Y la urbanización se comienza a deshacer ante la presión del viento, ante la posesiva gravedad, y le da paso a la profecía de la primera estría, que se cumple, y la palma hecha estocada azota contra la pared de la habitación, fuertemente fuerte, y la quiebra. La impávida peña lluviosa penetra por la nueva hendidura. El cachorro aúlla, con su pierna trasera estirada, y tiembla, tiembla hondo. Las ráfagas lo azotan a él también, pero su refugio no permite que lo muevan. Se ha escondido debajo de la casa de juegos de madera que está en el parque. Está solo, totalmente solo, y por el momento no quiere que esto cambie. Siente una intensa necesidad para con su propia sombra, que yace debajo de las pulgadas de agua. Aúlla una vez más, le permite a sus dos oscuridades trazar el rumbo de todas las palmas de la urbanización, escindidas, que se elevan sobre el parque en huraños espirales ascendientes y que comienzan a trazar la lóbrega silueta de un ojo fosco.
Y Norma sigue durmiendo.
Durmiendo sin darse cuenta que su cuarto se inunda, que la urbanización ya no existe, que la palma ya no está, que el cachorro espera la postrera visita del propietario forastero; y su muslo desnudo, sus párpados, su rodilla inmóvil, su hombro, el área en el que el cuello se hace pecho, sus pulmones. Todo estático y todo detenido. Y tan blancamente blancos.
Norma durmiendo.
Norma dormida.
Norma demasiado quieta y el agua, y la palma, y las mil trescientas ráfagas…

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del II Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo.]

martes, agosto 25, 2009

taxicab 03092, una columna

Esta columa/crónica/pedazo de autoficción fue publicada hoy de forma ligeramente distinta en Diálogo Digital. Den la vuelta por allá y, de una vez, ojeen su cobertura del encontronazo del pasado jueves, 21 de agosto, en la Avenida Universidad.
“Not too long ago—an instant ago, in terms of evolutionary history—we knew one thing with a fair amount of certainty: the place where we were born would likely be the place where we would die. The simple fact that for billions of people this is not so is one of the most significant changes of our age.” Anne Michaels, Reading Faust in Korean
1.
Él me dice que no podía despegar sus ojos de la mirada exenta de cejas que lo observaba desde el retrovisor. De los ojos grandes color avellana cercados por la oscuridad de una piel africana. Me dice que mientras el taxista le hablaba de las bondades de haber llegado a América, él no podía dejar de preguntarse en qué lugar se originaba el acento espeso que lo alcanzaba (Aj-meri-caj, Aj-meri-caj). Me dice que la primera vez que habló, desde haber aterrizado en Atlanta, lo hizo mucho más cortante de lo que deseaba, interrumpiendo al hombre con un: United States, you mean?
El taxista—sobre su hombro hay una placa que lo identifica, se llama Engidaye, número de licencia 03092—le pregunta que a qué se refiere. Mi amigo, arrepentido de su desliz, le dice que no se preocupe, que lo disculpe. El taxista le sonríe y él le devuelve la sonrisa y le pregunta que de dónde proviene, preparándose para una conversación ya ensayada en su cabeza.
2.
Me cuenta que durante el vuelo estaba sentado contra la pared de plástico del avión, en una de esas filas que quedan entre ventanas. Por lo cual, su acceso a estas dependía de los caprichos de la persona que estaba sentada frente a él, o la que estaba detrás.
Cuando el avión sobrevolaba la isla, quiso asomarse una última vez. No como algo automático o instintivo, me aclara. Todo lo contrario. Quería obligarse a sentir algo, ver si lo golpeaba alguna emoción lo suficientemente literaria como para nombrarla añoranza. Sin embargo, cuando se inclinó hacia el vidrio, el estadounidense que se sentaba frente a él cerró la ventana de un golpe, tras una queja de su esposa. Me dice que el sonido que nació del acto fue seco, como el de la guillotina que descabeza a Mel Gibson en Braveheart.
Asimismo, cuando se acercaban para aterrizar en el Hartsfield International Airport en Atlanta, empujó su asiento hacia atrás, en contra de las órdenes de las azafatas. Para remendar el daño anterior, quería ver, a través del vidrio del chamaquito puertorriqueño que se sentaba detrás, su llegada a los Estados Unidos de América. Pero le prohibieron la vista con el mismo sonido de descabezamiento. No escondió su disgusto y le disparó una mirada hostil a su vecino, que la sostuvo por medio segundo, antes de regresar su mirada a su Nintendo DS.
¿Entiendes?, él me pregunta. Le digo que no. Menea su cabeza de lado a lado y dice: me hice inmigrante a ciegas, sin tan siquiera poder mirar de dónde partía, ni hacia dónde llegaba.
3.
Antes de retornar a la historia del taxi, mi amigo mira por la ventana del apartamento, observando a uno de sus muchos vecinos asiáticos bajándose de su auto. Sólo entonces continúa: Engidaye es de Etiopía. Tiene tres hijos y una esposa. Llegó hace seis años. Su hijo mayor fue contratado recientemente, tras graduarse de Georgia Tech, por una gran compañía y tiene un sueldo inicial de casi cincuenta mil dólares. Su hija es estudiante de medicina. Engidaye suministró estos dos datos con una gran sonrisa, dice.
Hablan de otras cosas, me asegura, y me las promete para una futura columna. Le parece más importante decirme que perdieron de camino al apartamento donde viviría. Que durante todo el camino se seguía asomando a la mirada en el retrovisor. Le pregunto que por qué, que qué tenía la mirada, y él tira de sus hombros, sin saber cómo explicarlo exactamente.
Antes de dar con su destino final, Engidaye detuvo el taxi al lado de un banco en construcción. Dos hombres con caras cubiertas—para evitar una insolación—pulían la brea del estacionamiento con unos grandes rollos. El taxista lanzó un vistazo expedito por su vidrio y le dijo a mi amigo que le inquiriese a ellos por direcciones. Él salió del auto, preguntándose por qué tenía que bajarse él, si en una ocasión anterior fue Engidaye que lo hizo. No te confundas, me dice, no me molestó tanto. Para ese momento llevaban hablando treinta minutos y habían tejido un leve lazo de aprecio.
Se bajó del auto y en su inglés de inmigrante le preguntó a los hombres si lo que quedaba detrás del banco era el ‘leasing office’. Uno de los hombres se quitó los paños de su rostro y le respondió en español, “Es un poco más abajo, manito, a la izquierda”.
Una vez en el auto, sonrió, sintiendo algo en el pecho. Una chispa de comprensión, quizás. Miró por el vidrio al obrero mejicano—que levantaba una mano en despedida—y notó un parecido entre su mirada sudada y la mirada calva de taxista. No le pareció fuera de personaje que, aún con la mayor parte de su rostro cubierto, Engidaye supiese con anterioridad que el hombre era, también, un inmigrante.

lunes, agosto 24, 2009

mami dice que le da pena, un cuento

Mami decía que los vagabundos le daban pena porque eran personas que se habían dejado llevar y terminaban hechos mierda; y cuando se enteró de que su primogénito, mi hermano mayor, había terminado bum en North Carolina, lo mandó a buscar, lo encerró en su casa y empezó a mantenerle el vicio con dinero que le daba dizque para que fuera a comer. Entonces mami sufrió un cambio drástico, ahora veía a los vagabundos en la calle y no sentía lástima, sino que rompía a llorar porque se identificaba con las madres de esas pobres almas que se habían dejado llevar. Ay, esos nenes, no es culpa de ellos, decía ella y yo le decía que era culpa de ellos sí, que si quieren drogas, y quieren mantener el vicio lo menos que pueden hacer es solicitar cupones y el welfare y metérselo y así no tienen que estar ensuciando las calles. Así no tienen que estar jodiéndonos las vidas a los demás que no nos metemos na’, o si nos metemos algo nos lo metemos bien, sin que nadie se entere, sin motivo de estar andando las calles con un maldito vasito de Burger King; como si el fast-food los apoyara, porque todos, hasta mi hermano mayor cuando me lo encuentro en la Milla de Oro tiene el maldito vasito de Burger King.
Que se jodan todos, que se jodan todos hasta él, que se creía mejor que yo, y que todo el mundo creía mejor que yo, porque dibujaba mejor, porque bailaba una salsa endemoniada, porque era más bonito, y más suavecito que tu, Pedro; y yo tenía que sonreír y decirles que yo era más inteligente, que yo era más recogido, que yo era más aplicado y ellos sonreían y me decían que sí, que por lo menos yo tenía algo, si no hubiese sido así, las cosas no serían justas, ¿verdad? Claro, yo les contestaba y me iba encojonau, porque ellos no eran nadie para estar diciéndome que mi hermano era mejor que yo.
Mejor que yo tres carajos. Mejor que yo no hay nadie en este mundo. Más dedicado que yo, que he transformado la literatura en el oficio más lucrativo del mundo, más interesante que yo, que me rodeo con artistas y estrellas de la televisión, y a veces me ves con actrices de telenovelas mejicanas, y hasta con gente de la Fania cuando me da con viajar a Miami.
Pero, ¿no te da lastima tu hermano? No hables así, que es tu hermano. Ay, escuché lo que le pasó a tu hermano, bendito. Siento lo de tu hermano, Pedro. Ay Pedro, ese José tenía tanto talento, vamos a rezar por él.
El bicho mío reza por él. Yo no rezo por nadie, ni por mi mismo. Son una plaga esos malditos vagabundos, hasta mi mismísimo hermano. Todos, muertos deberían estar. Uno no se puede parar en ningún lau sin que le pidan a uno, sin que intenten parasitarle a uno por lo que uno se mata, se jode. Si supieran que por cada día que paso de mi vida, por cada peso, he vendido una palabra… ¡por no terminar como ellos! Me mantengo mi vicio y nadie se mete con eso. Me mantengo yo, mantengo a mi madre, y ahora ella mantiene a mi hermano, pero se acabó. Se lo dije: si sigues dándole mi dinero a José Alberto, te dejo de ayudar. Pero, m’ijo, cómo tu vas a decir eso. Pues así, como te lo digo, mami. No trabajo para mantenerle el vicio a nadie. Si el quiere meterse perico o el culo que sea que se mete, que se lo compre él. Pero, pobrecito… ¿Pobrecito? ¡Pobrecito yo que tuve que joderme toda la vida escuchando mierda y escuchando la gente teniéndome…! mira mami, ya, ya está bueno. No puedo más con los ese es el hermano de José Alberto, ay, pero si no se parece, ¿verdad que no? Tu hermano es tan guapo, Pedro. Oye, Pedro, escuché que tu hermano se fue para North Carolina a tocar por allá. Te estás quedando atrás, Pedro. Siempre supe que ese José Alberto tenía futuro, ¿verdad Pedro?
Yo también supe que siempre tuvo futuro. Futuro de ser mierda, como lo es. Lo supe desde chiquito. Desde que empezaron los comentarios porque él se puso lindo de repente y yo no. Desde ese momento me dije, Pedro, cálmate, sólo sonríe, porque las cosas se viran en si mismas. Simplemente escribe, Pedro. Alimenta tu prosa con el odio, con esos comentarios, porque algún día lo verán a él y le dirán: Ay José Alberto, ese hermano tuyo tiene tanto talento. Es una gran estrella.
Y me encojona que no lo digan; y me encojona que se pongan a preguntarme por él en las entrevistas, ¿y cómo te sientes de tener un hermano en la calle? ¿un drogadicto en tu familia? ¿Apoyarás el Hogar Crea? ¿Apoyarás la causa de sacar la gente de la calle? ¿Qué le puedo decir yo a eso? Tengo que sonreír, decir que si, mandar miles de pesos para esa escoria, eso, que es lo más bajo de lo bajo, y dejar que nombren un centro de rehabilitación con mi nombre, y que me llamen para todas sus actividades, y me vuelvan un maldito escritor dedicado a la causa, un prócer puertorriqueño cuando no quiero ser prócer de nada. En todo caso, sería prócer de Pedro y Pedro de prócer. No hago esto para nadie. ¿Y qué crees del estatus? ¿Crees que el estado actual, la situación social, es culpa de que somos una colonia? Tres carajos me importa la colonia. ¿Cómo te inspiras de tu situación familiar? ¿El vagabundo de tu última novela, Faro, está inspirado en tu hermano? ¿Cómo te afecta? ¡Me encojono! No me afecta en nada. No me afecta en nada, nada, nada. Les quiero decir la verdad. Les quiero decir que cuando los veo en la calle subo el cristal de mi BMW, me aseguro que los seguros estén puestos, cambio la cara y las pocas veces que no me da tiempo de hacerlo, y termino hablando con ellos le tengo que decir mala mía, es que hoy no tengo nada, y ellos me miran el carro, me miran bien vestido y me vuelven a pedir, porque saben que les estoy mintiendo, y me molesto más aún porque me saben mentiroso, porque me saben débil, y saco la mano y le echo dos dólares en el maldito vaso de burger king, y siguen cojeando hacia el próximo carro. Malditos sean todos. Deberíamos encerrarlos en una cámara de gas y matarlos.
Vi a tu hermano el otro día, Pedro; me dice una muchacha, Lourdes, con la que salí en la universidad, con la que me quise casar, con la única que me atreví a cerrar los ojos cuando dormíamos juntos, y empieza a llorar, y me recuerdo que también lloró cuando me dejó porque le gustaba mi hermano, me acuerdo que me dejó y se desapareció porque mi hermano en ese momento tenía una novia, y se recuesta de mi hombro, y quiere que la abrace, y me veo obligado a abrazarla, y lo que quiero es susurrarle que a ella también le deseo la muerte, que a ella también la odio, que desde que ella se fue yo no he podido estar con nadie, porque todo el mundo me sabe a fracaso, todo el mundo me sabe a vacío y no puedo cerrar los ojos, y me quedo mirando el techo que jamás a gotereado, el techo blanco, el techo perfecto de mi nueva casa que sólo quiere albergar a una familia que por más que intento no puedo crear. Ayúdale, por favor, me pide y me mira a los ojos, y me siento deshaciéndome en líquidos, y me aprieta la mano, y me vuelve a abrazar, y le prometo que haré todo lo que puedo hacer por ayudarlo, y la próxima vez que lo veo en la calle, vistiendo unos zapatos nuevos, y unos pantalones rotos, y una camisa mía que había dejado en casa de mami y estoy seguro que ella le dio, me enojo y me recuerdo de Lourdes, de ella, y me detengo a su lado, para ofrecerle un poco de almuerzo, pero él me mira y tiene los ojos viraus, rojos y viraus y ni me reconoce, y me habla con voz de zombi, y me mira con ojos de zombi, y me dice pay, dame unos chavitos, oíte, papito, dame algo pa’ comprarme un almuercito. Siento que se me estremece algo adentro, pero a la misma vez se me hierve el cerebro y le saco el dedo y le digo: Ojala de mueras, pedazo de mierda y acelero, y acelero y me pierdo por el enredo de edificios y de bancos, y de cementos y de trajes de tres piezas y de luces, cámara, ¡acción!
Pedro, tenemos que ayudar a tu hermano, me dice mami cuando llego esa tarde. Ya no pudo más. Ya no puedo con los dolores de cabeza, me dice y yo sonrío y le digo que la entiendo. Ahora te necesito a ti, Pedro (y es el ahora lo que me duele). Ahora necesito que tú lo ayudes, Pedro. Encontré este lugar (y saca un panfletito), lo recomendó Domingo Quiñones en la televisión, diciendo que ahí lo curaron del vicio para siempre, y lo metieron al señor, y yo llamé, llamé y me dijeron que curan a quien sea, que curan hasta al mismísimo diablo del mal y lo vuelven un niño de catequismo y le dije que está bien, que quería ingresar a José Alberto, y me preguntaron quién pagaría por los servicios (me sigue doliendo y cojo el panfleto). ¿Ves? ¿Ves lo que dice ahí? Lo pueden curar, Pedro, pero está caro. Por favor, hazlo por tu hermano, tu tienes mucho, tienes demás, y uno tiene que ayudar a la familia cuando lo necesitan (cierro los ojos, miro para otro lado, quiero llorar), porque es lo único que uno tiene. Además, tanto dinero que tú tienes, y no tienes en quien gastarlo, no tienes ni una noviecita ni nada, Pedro, tienes que arreglar eso también, así que pensé que tú puedes mandar a José Alberto para allá, tu puedes mandarlo para allá, para que me lo devuelvan arregladito y todo sea como antes.
Así que saco el bolígrafo Pilot, de tinta negra, y firmo aquí y allí, y me comprometo a pagarle todo, aunque no quiero que todo sea como antes. Ese antes con el que mami sueña era una pesadilla para mí. En ese antes yo no existía, en ese antes todo lo hacía José Alberto, todo era José Alberto, todos querían a José Alberto. Y me quedo esperando a José Alberto esa noche, en la sala de mami, y ella se va a dormir. Le digo que voy a hablar con él. Él entra como a las dos de la mañana, tambaleando, con la mirada igual de virá. Le toma un rato reconocerme, allí sentado en la oscuridad, en el sillón que papi solía ocupar, y cuando descubre que soy yo sonríe e intenta pronunciar un Pedrito que se le tropieza con la lengua y se le cae por sobre el labio inferior. Se me acerca, como para que yo me levante y lo abrace, y me levanto, pero lo veo tan loco, tan rampante y feliz en su nota que lo único que puedo hacer es desembuchar un puño que le rompe la nariz y cuando está en el piso, no sé lo que hago, así que lo pateo una, dos, tres, cuatro veces, hasta que él está tosiendo y le escupo. Escucho a mami levantándose en el cuarto de al lado y la llamo, y le digo que mire, que mire como llegó José Alberto, que alguien le había dado una paliza y ella empieza a llorar encima de él, y lo mece entre sus brazos como nunca me meció a mi, y llora, y reza, y dice que dios mío por favor, cúrame al nene.
Al otro día, se llevan a José Alberto en la van roja. Dicen que toma diez meses el proceso, estará diez meses internado allí, y luego lo sueltan en casa, y lo velan por diez meses más. Garantizan que lo curarán y esa mañana veo que mami está sonriente, y me prepara un bowl de avena, y me sirve café, y me hace tostadas y cuando regreso esa tarde, ha comprado un calendario y ha marcado cuando es que se cumplirán los diez meses y cuando es que volverá José Alberto. Hay algo en su acto que me sigue lastimando adentro, así que me voy y compro un pasaje y me voy para Santiago de Chile, a casa de un amigo, dónde no puedo recordar ni a mami, ni a José Alberto, ni a mi mismo, porque sólo veo un negro mensual, porque allá todo es tan blanco y tan diferente a acá, y la gente está en las calles por otras razones completamente. Pasan los meses y mami nunca me llama. Mami no me escribe, mami no me procura. A los diez meses de haberme ido, recibo una llamada: José Alberto regresó, Pedro, está tan cambiado que hasta está tocando la guitarra otra vez. Yo le digo que eso es lo que esperábamos, que que bueno, que cuando pueda visito, pero lo que hago es que me consigo un trabajito por acá, empiezo a dar clases en una universidad y me olvido por completo de mi familia, excepto cuando recibo un e-mail de Lourdes, diciéndome que se encontró con José Alberto y él le explica que yo le pagué el centro de rehabilitación y ella me da las gracias y me dice que soy la mejor persona que ella conoce. Le doy delete al correo, jamás le respondo y me meto tanto y tanto en mi escritura que pasan años antes de que regrese o que le conteste una llamada a mami o a José Alberto, que cuando vuelvo a la isla tengo canas enredadas en mis rizos, y soy tío, y mami está muriéndose en un hospital y cada segundo que paso sentado al lado de ella, me está contado de José Alberto, de cómo éste está contento, cómo la ha hecho feliz dándole los nietos que siempre quiso, y que aún no conozco. Me quedo esperando y llega Lourdes con los nenes, y se ve igual de bella que cuando dormía a mi lado, le sonrió, y me presento ante los nenes. Son dos, se llevan dos años. El mayor es alto, blanquito, bonito, tiene el pelo suave y es decente. Hola tío, me dice, me llamo José Alberto. El otro, se esconde detrás de la pierna de su madre, es más trigueñito, un poquito gordito, más feito y desde lejos, desde detrás de Lourdes me presento, y le digo que soy Tío Pedro y él mira a su mamá confundida, cómo diciéndole: Se llama como yo.
Lourdes me sonríe y miro a mami que se está riendo y dice: me da tanta lastima ver a esos dos nenes así, tan como ustedes a esa edad, y pensar que ustedes ya son dos hombres que no necesitan que los cuiden. Y le sonrío antes de irme. Me voy, pensando que yo aún necesito que me cuiden. Me monto en el carro y veo que José Alberto se estaciona al lado mío y se baja, como para saludarme, pero hago como si no lo hubiese visto y me desaparezco en la carretera, me desaparezco y pienso que jamás debí haber vuelto a esta maldita isla en la que todo apesta a desespero.
[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo.]

jueves, agosto 20, 2009

no paroles or pardons, dice Okada

On that morning, when he woke up and saw the bars, it had not mattered at all that the bars were there. This morning, for the first time in two years, there were no bars, but the fact left him equally unimpressed. The prison which he had carved out of his stupidity granted no paroles or pardons. It was a prison of forever.
de No-No Boy, novela única de John Okada.

lunes, agosto 17, 2009

julio 23

The fireworks did deliver, miss.
And they were bright.

Perhaps too bright: a blinding light with the intensity required to light up an entire universe. Now, here we are, peripatetic in the whiteness, blank sockets for eyes, looking for each other’s hand.

There are things one should never experience: the naked-eye glare deep in the belly of a solar eclipse.

domingo, agosto 16, 2009

muertos ajenos, dice Michaels

“Not too long ago—an instant ago, in terms of evolutionary history—we knew one thing with a fair amount of certainty: the place where we were born would likely be the place where we would die. The simple fact that for billions of people this is not so is one of the most significant changes of our age.”
Anne Michaels, Reading Faust in Korean, en The Atlantic, Fiction Issue 2009.