Las nubes aparecieron y, en un santiamén, cubrieron el cielo.
Que pena, se dijo Jack Hostos, hijo, mientras secaba los platos de porcelana que acababa de fregar. Se había cocinado algo rápido, un invento para saciar el ataque de hambre que le había abrumado el estomago tan de repente como el mal tiempo. Había planificado observar el atardecer desde el balcón del apartamento de su padre difunto, en el que se encontraba. Se sentía raro pensar a su progenitor así, adjetivarlo con una palabra tan, pues, fatal. Pero tendría que acostumbrarse. El día siguiente se enfrentaría a todo un mundo en la funeraria, tendría que contestar preguntas de su vida, tendría que estar feliz de ver personas que no veía desde niño y, al mismo tiempo, en luto por su padre, quien, después de cuarenta años de mudarse a Albany, de haber construido su vida en otro idioma, de haberlo criado a él tan lejos de los cambios climáticos tan repentinos del Caribe, había decidido jubilarse y regresar a Caguas, comprar un apartamento en el centro del pueblo, casi haciéndole de faro a la Plaza, recién remodelada.
Aunque criticó la movida del fallecido, Jack tenía que aceptar que aquél apartamento era extremadamente cómodo, extremadamente bien adornado, y extremadamente rico en un extraño aroma que lo hacía sentir como, pues, en casa. A pesar del aguacero, salió hacia el balcón y se asomó hacia la carretera, donde estaba estacionado el viejo automóvil en el que su padre había invertido una fortuna y una vida. Jack aún lo recordaba estacionado frente a la casa en la que se crió, dañado, siendo carcomido por el moho; y su padre mirándolo con orgullo y diciendo que algún día lo arreglaría. Y lo hizo, lo arregló y lo zarpó en un barco hasta acá, como si siempre hubiese sido ese su plan: arreglarlo y mudarse a la isla. Como si siempre hubiese sabido que su esposa, que odiaba el calor, moriría primero que él.
No era un gran carro, tampoco era lujoso. Un viejo Oldsmobile de un color verde olivo. Nada maravilloso. En sus años de adolescencia, Jack había fantaseado con destruirlo. Con tomar un peñón y lanzárselo a uno de los vidrios. Preferiblemente al del conductor. Ya no recordaba por qué, pero recordaba la idea, los detalladísimos planes para hacerlo y no ser atrapado, para hacerlo y, al mismo tiempo, observar a su padre sufriéndolo al momento.
Regresó hacia la cocina, para guardar los platos en el gabinete. Había algunas fotografías pegadas sobre ellos, como si se tratara del apartamento de un muchachito de universidad. Era su padre con una gente que Jack no conocía. Una gente que debía ser, por lo menos, quince o veinte años menor que su padre. ¿Qué clase de vida habría llevado, por dos años, Jack Hostos senior? Ninguna de las fotografías era incriminante, nada de cuartos de hoteles, de cosas que insinuaran un reemplazo de su madre, ni nada por el estilo. Eran plazas y centros comerciales y conciertos, supuso. Sabía que se debía sentir feliz por el hombre. Había leído que muchas personas después de que mueren sus parejas caen en horrendas depresiones, o se vuelven inútiles y sus hijos tienen que hacerse cargo de ellos, y, cuando recibió las noticias del fallecimiento de su madre, temió que eso le sucediese a su padre.
Por entre la lluvia, por debajo del grueso alboroto del aguacero, escuchó un vidrio quebrarse. Dejó el plato que guardaba sobre el counter y se asomó al balcón. Vio a un muchachito, flaco, pequeño, corriendo hacia un extremo de la calle. Bajó las escaleras rápido, con las llaves del automóvil en la mano, y corrió hasta este, sin preocuparse por la lluvia. El vidrio del lado del pasajero estaba quebrado en la esquina superior, y el resto se astillaba rápidamente, como ondas en un charco.
Caminó en la dirección que vio al niño correr, dobló hacia la izquierda, en una tienda de reparación de armas de fuego que hacía esquina con una escuela de karate, ambas cerradas. Podía ver al chamaquito corriendo al final de la calle. Lo persiguió. Tomó una derecha, más adelante. Todos los locales que se alineaban a ambos lados de las estrechas y antiguas calles, beauty parlors, tiendas de víveres, de efectos escolares, farmacias, todos, estaban cerrados, sus cristales oscuros. Igualmente los apartamentos encima de estos, las casas que aún no habían sido transformadas en negocios, todo estaba lóbrego. Como si en un toque de queda. El niño se detuvo, cansado, y Jack logró encoger el espacio entre ellos. Se sentía extraño siguiéndolo, pero, ¿qué podía hacer? Últimamente todo se sentía extraño.
El joven no se había percatado de que lo perseguía, concluyó Jack, porque cuando miró hacia atrás y lo vio, soltó un grito y emprendió la carrera hacia la izquierda, hacia donde quedaba el Terminal de autos públicos. Jack pensó que hacia allá se dirigía, pero justo antes de llegar, el chamaco tomó unas escaleras apretadas entre dos edificios y subió a lo que Jack pensó que era su casa. Lo siguió, sin mucha prisa. Todo aquello parecía como cosa de sueños. No sentía ni frío, ni cansancio. El hecho de que le hubiesen quebrado el vidrio al auto de su padre le daba igual en realidad. ¿Por qué lo perseguía? Por instinto, supuso. Porque hacía un momento se había recordado queriendo hacer eso mismo, porque quería averiguar si aquél niño era una versión enjuvenecida y caribeña del niño que fue. Se detuvo al pie de las escaleras. ¿Debía subir?
Remontó las escaleras, peldaño por peldaño, contándolos. Paró ante dos puertas. Una tenía un viejo adorno de navidad, decolorado, que probablemente no había sido removido desde hacía algunos años. La otra estaba desnuda, sin pintar. Como si recientemente hubiese sido reemplazada. La madera parecía aún latir. Tocó esta. Sin pensar en qué le esperaba. Sin considerar el hecho de que la criminalidad había incrementado en toda la isla, sin pensar en que, dos semanas atrás, fulminaron a un joven guardia de seguridad en aquella misma calle, por sólo gritarle a unos ladrones que acababan de robar una joyería. Sin considerar nada de ello, como si imitara a su padre, porque su padre no pensaba como el resto de los humanos, su padre actuaba, solía decir su madre. Tocó una segunda vez, antes de que le contestaran.
Una mujer trigueña, con el pelo amarrado alrededor de su cabeza cual un turbante, en un ‘duby’. Con ojos grandes, claros. La puerta a medio abrir. Desconfianza: —¿quién es usted? ¿qué quiere?
Le tomó un segundo procesar lo que dijo la mujer, como si le hablasen en un idioma que desconocía. Procesó el español en su cabeza, hacía años que no lo hablaba. Inclusive, al taxista que lo trajo del aeropuerto a Caguas, y que le cobró en exceso, le habló en inglés.
—Un niño, un muchacho, joven, flaco, creo que subió acá. Me quebró un vidrio del auto de mi padre.
La mujer cedió algunas pulgadas más de la puerta, como si la explicación las hubiese ganado. Jack pudo ver que vestía una vieja camisa gastada con la marca de un supermercado, y unos mahones cortos. Asintió con su cabeza y sonrió.
—¿Es su hijo? ¿Su hermano?—preguntó Jack, ante la ausencia de una respuesta.
—Casi, casi—dijo ella y, luego de un momento, añadió—pase, caballero, pase. ¿No eres de aquí, verdad? —indagó.
—Sí, digo no, digo sí… Perdón, quiero decir, no, no, estoy aquí por mi padre.
—Veo. ¿Me dices que José te rompió el cristal de tu carro?
—¿José? No sé. Un muchacho joven. ¿Vive aquí?
—Pues no—respondió ella y se disculpó por como estaba y se metió en un baño y cerró la puerta. Jack estudió el apartamento. No era muy amplio. Una sala con muebles de madera prensada, cojines color verde turquesa. Una pequeña mesa con dos asientos, un florero en su centro. Una pequeña estufa blanca, de gas, en la que se cocinaba algo. Olía bien. Le recordó a la de su abuela, a quien vio por última vez cuando niño, en un verano del ‘82. Vivía en una pequeña casa en el área rural del pueblo, en Pradera, se llamaba el sector. Cómoda, aquella casa siempre olía bien.
Cuando salió la mujer, parecía otra persona, totalmente distinta. Tenía el pelo largo, negro. Demasiado negro, notó Jack, al mismo tiempo que reparó por primera vez las arrugas en la que desbocaban los dos ojos grandes, la piel maltratada de su cuello. Era mayor de lo que él había pensado originalmente.
—Como te decía, José vive al frente. Se pasa aquí, sin embargo. Lo llamaría, pero pa’ lo que lo buscas, tendré que responder yo de todos modos. Así que me disculpo por él—dijo y le indicó a Jack que la siguiera hasta la cocina—Si quieres, haz un estimado del daño y yo te lo pago, por lo menos una parte.
—Pero, ¿por qué te cobraría a ti?—preguntó él, y tomó asiento en una de las dos sillas de la mesa. Se sentía un tanto incómodo ahí, como si no perteneciese en su camisa de mangas largas y botones, en su pantalón de salir, en sus zapatos de cuero, como si hubiese llegado sin saberlo a una fiesta de disfraces.
—¿Tienes hambre?—preguntó ella, pero sin esperar su respuesta sirvió dos platos de comida. No era nada gourmet. Un puñado de arroz blanco, y una carne a la plancha, con algunas especias que él no conocía. Los colocó en la mesa y volvió al tema anterior: —Porque su madre es una tecata, y ese nene se la pasa aquí metido todo el día. No te preocupes, no me molesta pagarlo. A alguien tengo que cuidar.
—¿No tienes hijos?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
—¿Estás casado?
—Sí—contestó él, y llevó su mano hasta el aro en su mano. Le dio vueltas. Se sentía más pesado de lo usual. Se llevó un bocado de arroz a la boca. No tenía hambre. —¿Y tú?—continuó, porque pensó que no devolver la pregunta sería de mal gusto.
Ella lo miró y le sonrió, miró a su alrededor, y continuó comiendo, como queriendo decir, mira a tu alrededor, ¿parece que otra persona vive aquí?
No, no lo está, se respondió Jack, porque por alguna razón, ella había acertado: aunque estaba bien adornado, aunque era un apartamento cómodo y familiar, emanaba algo que le hacía pensar a él en la palabra ‘personal’. Aquél apartamento se sentía demasiado ella para ser compartido. Aunque, por otro lado, él se podría imaginar viviendo allí. Levantándose en las mañanas, encendiendo la estufa de gas, quejándose porque no podía regular el fuego de las hornillas, poniendo a hacer café y sentándose en aquellos muebles baratos a esperar porque estuviera listo, o porque ella se levantara, cualquiera de las dos, antes de ir al trabajo.
La idea le hizo sonreír y ayudó a disipar un poco la incomodidad.
—¿En realidad estás casado?—preguntó ella, sin mirarlo. La pregunta le hincó. Jack le dio vueltas al aro en su dedo. Qué lo había delatado, quiso preguntarle, pero ella añadió—digo, no que me incumba.
—Sí, estoy casado.
Ella rió: —disculpa, disculpa—dijo—no tengo visita a estas horas normalmente. Mi vida es bastante rutinaria. Voy al trabajo, hago compras, vuelvo a casa, me cocino, me acuesto a dormir. Así, todos los días. Digo, con algunas excepciones. A veces voy y visito a mi mamá, que está en un home, o acompaño a José a algún sitio.
Jack terminó de comer y esperó porque ella lo hiciera también. Tomó ambos platos y los llevó al fregadero, para limpiarlos. No supo si utilizar la esponja amarilla o el trapo que había allí para fregar. Usó el primero. Los secó con papel toalla. Le preguntó dónde los acomodaba. Los colocó en un gabinete a su derecha. Ella estaba sentada en la mesa, bebiéndose una cerveza que había pescado de la nevera. Él no quería, le pidió otro vaso de agua. Se asomó a la ventana. Seguía lloviendo. Una brisa fría se filtró por las persianas y le hizo percatarse, por primera vez, de lo mucho que se había mojado en su breve caminata. El tendido público pintaba la noche de un marcado color naranja. Un gato corrió por la acera. Una escena parecida debía de ser la que su padre vio por su ventana, todas las noches de los pasados dos años.
—¿Llueve mucho?—le preguntó a ella.
La respuesta le vino de mucho más cerca de lo que se la esperaba. Estaba parada a su lado, mirando a través de la ventana por sobre su hombro: —Últimamente sí. El clima está como loco. Hay días calurosísimos, y, de repente, aguaceros como este.
Jack no se movió, ella tampoco.
—¿Qué es lo que haces aquí? —preguntó ella, pero aclaró rápidamente—En Puerto Rico, digo. Dijiste que José rompió el cristal del carro de tu padre, ¿cierto?
Jack se volteó. Quedó frente a ella. Apenas medio pie entre ellos. Si fuese otra persona, si fuese la persona que vivía aquí, que se levantaba a encender la estufa de gas, que esperaba por el café o porque ella se levantase, la hubiese besado. La hubiese tomado por la cintura, la hubiese halado hacia él, y la hubiese besado, con los ojos cerrados, como hacía desde niño.
—Mi padre murió. Se mudó acá hace algunos años, después de jubilarse. Estoy arreglando todo, y volveré a Albany.
—¿Albany?
—En Nueva York.
—Ah, oquey, oquey. Nunca he ido pa’ allá—dijo ella y se bebió el último sorbo de la cerveza. Permaneció allí por un breve instante, como si de repente hubiese vislumbrado a través de un pequeño agujero la realidad paralela que Jack había imaginado para relajarse, como si lo hubiese visto esperando por ella, justo después de lavarse la boca en la madrugada, como si esperara que sucediese algo por lo que llevaba esperando mucho tiempo, algo que fuese bueno de verdad, que le pasase en la vida real. Algo que ninguno de los dos haría, y regresó a la cocina, para botar la botella.
Al rato, ambos estaban sentados en el mueble, uno al lado del otro. Hablaban de pequeñeces. Jack le había preguntado acerca de la crisis económica del país, ella le había respondido lo poco que sabía. Ella le había preguntado a él acerca del frío que pasaba en las navidades, que si nevaba mucho por allá. Él le había dicho que sí, ella le dijo que nunca había visto la nieve. Él le dijo que la odiaba, y ella le dijo que siempre había querido jugar con ella, pero que dudaba que algún día pudiese.
—Así son las cosas—dijo ella y, acto seguido, sin intermitencias, comenzó a hablar, o explotó a hablar, como si no lo hubiese hecho en años. Le contó que a su madre le dio alzheimer’s cuando ella tenía dieciocho años, que la cuidó por un año, pero que después tuvo que comenzar a trabajar. No fue a la universidad. Cogió un curso de secretaría, y trabajó casi diez años corrido como secretaria de un viejo fisiatra que había en esta misma calle donde vivía ahora. Durante ese mismo tiempo se mudó aquí, llevaba más de quince años en este apartamento. Lo había remodelado varias veces. Por remodelar se refería a mover los muebles de aquí a allá, dijo. Eventualmente el doctor, que era muy viejo, se retiró y ella comenzó a trabajar para el hijo del fisiatra, que era pediatra, y que había abierto una oficina en el barrio de Santa Elvira. Allí estaba todavía. Mientras trabajaba allí, para el pediatra, conoció a un hombre, que tenía un hijo, y estaba divorciado y salió con él por dos años. Se quedaba los días de semana en la casa de él, en Bairoa, y los sábados él la visitaba acá. Nunca ninguno de los dos tomó la decisión de mudarse juntos. Se dejaron. El hombre volvió con su esposa. Ella siguió de secretaria. Lo vio allí varias veces, cada vez que se le enfermaba el hijo. Poco a poco, el hijo creció, y dejó de ir. Ese es el único hombre con el que había estado en su vida. ¿Puedes creerlo? Preguntó, pero no le importaba mucho. Desde niña sabía que nunca estaría con muchas personas. No soy una mujer linda, dijo, lo sé desde chiquita, y nunca me preocupé por cambiar eso. Así funciona el mundo, no voy a sufrir mucho por ello. Mientras salía con el hombre, se mudó José con su madre al apartamento del lado. José era un niño, y cuando se rompió su relación, comenzó a cuidarlo por las tardes. No le gustaba ver telenovelas, no le gustaba leer libros, fuesen de lo que fuesen. No leía las noticias, compraba el periódico para hacer los crucigramas. Barría el apartamento todos los días. Los días que estaba libre, iba para la plaza, visitaba a su madre, caminaba por ahí. Siempre había querido ir a Disney World, pero nunca fue.
Y tan rápido como comenzó, enmudeció.
—Mi esposa me dejó hace tres meses—dijo él, sin querer hacerlo, sin darse cuenta que lo pronunciaba por primera vez. Que siempre había pensado que Ana se había ido, que había desaparecido, pero nunca que lo había dejado. —Y me siento solo.
—Yo también—dijo ella.
Hubo un silencio, largo. Ambos permanecieron sentados. Sus manos casi casi juntas, pero sin tocarse. El aguacero tronó por media hora más, y entonces, de repente, se detuvo. Escucharon a la madre de José entrar al apartamento de al lado. Gritó algo, y volvió a desvanecerse en el silencio. El apartamento era realmente cómodo, se dijo Jack y se imaginó llegando en las tardes, cansado, del trabajo. Se imaginó quitándose los zapatos, allí mismo, en la sala, y acomodándolos al lado del mueble, uno al lado del otro. Se imaginó preguntándole a ella qué cocinaba y tomándola por la espalda y besándole la nuca delgada. Se imaginó diciéndole estás bella, al oído, mintiéndole, pero diciéndoselo de todos modos, para llevarle la contraria a la niña que tenía dentro de si. Se imaginó metiéndose a bañar, saliendo, cenando, y acostándose a dormir junto a ella. A dormir, porque no tendrían mucho sexo. No serían una pareja caracterizada por su libido, sino por su destreza de mantenerse acompañados, por su habilidad de alivianar la soledad en equipo.
—Ya paró la lluvia—dijo él—Me debería ir, es tarde.
Se repitió el silencio.
—Sí, es tarde—dijo ella.
Jack Hostos, hijo, bajó las escaleras y le dijo adiós, con la mano, a la mujer, que se asomaba por la ventana. Recorrió sus pasos y llegó al Oldsmobile de color verde oliva. El agua se había filtrado por el pedazo de vidrio roto. Subió al apartamento de su padre, en búsqueda de una bolsa y un rollo de cinta adhesiva. Con mucho cuidado, cubrió la ventana de la puerta del pasajero, y cerró el auto con seguro. Miró al cielo, que se había despejado por completo. Estaba forrado de estrellas. Volvió a subir. Se sentó sobre el counter de la cocina. Arrancó las fotografías de la puerta de los gabinetes. Las miró una y otra vez. No reconocía a nadie más, sólo a su padre, mas que a su homónimo canoso, saludable, fuerte. No sabía qué buscaba en ellas, pero las miró un rato. En algún momento pensó en la mujer. A la medianoche, entró a la habitación de su padre, cosa que no había hecho desde que llegó en la mañana. En un pequeño marco, en la mesa de noche, había otra fotografía de Jack Hostos, padre. En ésta cenaba con una mujer rubia, más o menos de su edad, en un restaurante que parecía caro. Sonreían. Jack Hostos, hijo, la puso bocabajo. Apagó la luz y se acostó en la cama de dos plazas. Entró una brisa fría por la ventana. Se arropó con las colchas. En menos de una semana regresaría a Albany, a su casa, a su empleo, a su vida. Sintió algo revolverse en su pecho. Casi dos horas después, se quedó dormido.