viernes, mayo 22, 2009

La muralla china, cuento

Después de la tormenta, del huracán, el Policía estacionó su motocicleta en la entrada de la Muralla China, pidió una combinación de papas y pollo frito, y se sentó en la misma butaca de siempre. Le dio la espalda al vidrio, a la calle, a los postes inclinados como Pisa tras las heladas ráfagas, a la capa de brea nueva que había traído el sistema atmosférico, al barrio acicalado de cerquillo perfecto y cejas bien sacadas. Le dio la espalda a todo, excepto a Maite, sin acento, la pseudochina que atendía el local veintisiete horas al día y mil horas a la semana; se quitó el sombrero de oficial, y lo colocó al otro extremo de la mesa. Se paró, emancipó su revolver y lo hospedó en el mismo corazón de madera. Pidió una Diet Coke a la empleada. Ella asintió con un orientalísimo ademán. Jamás habían intercambiado palabra alguna a pesar de que sus rondas lo habían obligado a almorzar en aquél lugar desde que ingresó a la Fuerza, seis años atrás, luego de ser despedido de su profesión de veinte años de analista de mercado. La consideraba su amiga. Maite pasó el vaso sin mirarlo y se internó en la misteriosa laringe de restaurante chino tropical que conecta la cara publica que todos conocemos con la inconcebible intimidad de su cocina. Él regresó su cuerpo al asiento. Colocó su bebida seis pulgadas a la derecha de la pistola.

Aciertas: el policía estaba sumido en los ácidos de la culpa y no podía salvarse. Surgió la pregunta: ¿cómo se retira un pensamiento del cráneo del homo sapiens sapiens? Yo, autor, no tengo ni idea. El Policía tampoco la tenía. Maite, que emergió zen de los confines del lugar cargando el plato de comida en una bandeja anaranjada y caminando hacia él, mucho menos.

La mujer colocó su carga en la mesa de al lado. Sonriendo, tomó la pistola en sus manos, como si lo hubiese hecho antes, como si no viese en ella el potencial de aparato abrasador de músculo, y la plantó sobre el sombrero.

El Policía la observaba incauto. Nervioso. Sus pulmones rechinaban como lo habían hecho desde su niñez. Padecía de asma crónica y su esposa e hija eran pías fumadoras. Sacó la pompa y se la llevó a sus labios. Uno, dos, inhala. La precisión de los lentísimos movimientos de Maite era desconcertante. Acto seguido, la mujer tomó la gorra, la acercó al vidrio, y cubrió el corazón de la mesa con la bandeja de comida humeante. El olor a fritura. La oriental sonrisa, la pantomima amigable.

¿Hablas español, Maite? Preguntó y ella asintió, y tomó asiento frente al sombrero, la pistola, el plato de comida. Levantó su mano izquierda, una mano tan foránea a las manicuras que dejaba de ser mano, una mano dura, porosa, una mano lija, y posicionó su dedo índice sobre el pulgar. Poco, pronunció.

Te voy a contar un pedazo de una historia, Maite; dijo el Policía, pero antes preguntó de qué parte de la China provenía, si es que provenía de allí. No, no China. Corea. Norte Corea. North Korea, en inglés. Hablas coreano entonces, añadió el Policía, más para recordar el dato, que para aportar a la conversación. Eso es bonito, hablar otro idioma. Bebió del refresco. Se comió una papa. Acarició las extrañísimas facciones de Maite, que ahora le parecían tan coreanamente coreanas, con sus ojos, e intentó buscarle algo lindo, pero no lo encontró, y ese vacío le produjo un sentimiento de belleza que se asimiló, al instante, con el ser coreano.

Maté un hombre anoche, Maite. Un hombre malo, pero un hombre, de todos modos. El Policía buscó algún tipo de reacción en el rostro de la extranjera, pero no podía distinguir alguna. ¿Cómo se accede a un pensamiento en el cráneo de otro homo sapiens sapiens? Los ojos triangulares no cedían pulgada. La nariz colgante, mucho menos. Los restos de la sonrisa. ¡Los restos de la sonrisa! La mujer llevó su mirada hacia el otro lado del vidrio, hacia el mundo de domingo de misa que había sido purificado por quince pulgadas de lluvia, hacia las cutículas perfectas del barrio. No había ningún otro negocio abierto. Las ventanas de las oficinas aún seguían cubiertas por tormenteras de cinc. Nadie pisaba las aceras, ni siquiera perros callejeros.

¿En medio de tormenta? Preguntó Maite, la inmigrante coreana que atendía el restaurante chino que era propiedad de un dominicano ilegal en la isla, y el Policía asintió. Una tímida nube contorsionó las sombras del coreano rostro. Meneó su delicada cabeza de lado a lado. Estiró sus dígitos hacia el revolver, se lo llevó a su nariz, trazó la silueta niquelada con su labio superior. Levantó la pistola, se la pasó a su mano izquierda. Cubrió la culata con la palma, llevó su índice al gatillo, recostó el cañón en su derecha y apuntó al Policía. Él colocó ambas manos sobre la mesa, y se apoyó contra el espaldar de su silla, extrañamente relajado. Miró por décima vez hacia fuera. La tormenta, el huracán había arrasado en la isla. Había dejado a dos mil personas refugiadas. Se registraban ciento veintiocho desaparecidos. Quince municipios estaban incomunicados. Lo único aún de pie, aún respirando, era ese barrio. Devolvió su mirar a la mujer coreana, a la amiga silente, a la mirilla fijada en su garganta. Maite cerró su ojo izquierdo, para poder apuntar mejor.

¡Bam!, dijo ella, eres muerto.

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo].