domingo, agosto 31, 2008

verano, 24: conclusiones

1.
Tambaleas por la Avenida Universidad. Tomas una derecha. Bajas las escaleras, cuidadosamente, para llegar al cul de sac de la Calle Humacao. Te recuestas (sólo por un momento, te dices) de un poste y llevas tu mano derecha hacia tu estómago. Piensas en las palabras ronroneo, en cantaleta. Dos palabras que suenan a dolor de cabeza. No debiste haber bebido tanto. Es el momento perfecto para que te asalten. No tienes ni un peso encima, pero es el momento perfecto. Tu mano izquierda está enterrada en el bolsillo del mahón. La sacas, porque jamás la ordenaste a entrar, y descubres las llaves del portón bien apretadas entre índice y pulgar. Empujas al poste. Llegas a tu portón, metes la llave y lo abres. Subes las escaleras. Lanzas tu bulto al cuarto y corres al baño. No quieres arrodillarte, no quieres ñangotarte frente al inodoro. Lo haces. Tu estómago se tuerce como contorsionista coreano. Tu garganta se trinca. Piensas que está a punto de fracturarse. Esperas bilis, esperas asco, esperas ese incesante tufo del human folly. Pero lo que surge, desafortunadamente, es un manantial de melancolía.
2.
Más temprano, mucho más temprano, casi doce horas antes, Juanluís me acompañó para el Post Office de Río Piedras. Cruzamos por el Paseo de Diego, doblamos por la calle que no era, pero terminamos encontrándolo. La novela—grabada en un disco compacto que, como no tenía cajita, enrollé en una página arrancada de un cuento que me regalaron—se fue para Francia. Dos dólares y pico. Quise salir de ella rápido. Después de releerla, no estoy satisfecho con el producto. La re-editaré en varios meses, me digo. Otros proyectos, insisto, otros proyectos por ahora, antes de entrar a la Grande. La Grande me tienta. Me pone nervioso.
3.
La soledad y la tristeza son criaturas extrañas; están más presentes cuando estás rodeado por personas, cuando hay siete voces hablándote, cuando no hay espacio para ninguna de las dos. Aún no logro deducir un patrón. Jamás llega cuando espero que llegue, cuando estoy encerrado en mi cuarto riopedrense solo y sin compañía, cuando espero la deseo.
4.
¿Y ahora qué? ¿Qué se hace cuando se acaba? ¿Cuándo lo que empezaste hace algún tiempo llega al fin que predecías, al fin que habías visto venir desde el primer día? No tengo una respuesta. Bolaño se murió escribiendo 2666; Cristina Rivera Garza está viva. Haruki Murakami también. No hablo de mi relación, claro está, hablo de la novela. Hay que masificarla, totalizarla. Hay que volverla cáncer, a la literatura, digo. Hay que permitir que se te riegue, la peor de las metástasis. Hay que dejar que nos coma. Que nos muerda. Que nos ahoguemos en ella y que todo lo que hagamos sea para ella, sólo para ella. Bolaño está muerto. Los dos Manueles, el Abreu y el Ramos, también.
5.
No hay más dinero para cervezas, concluyes. No volverás a beber cerveza. No volverás a sentirte como asco, no volverás a trincar la garganta. Por los próximos dos meses, no te beberás ni una gota de alcohol. ¿Por qué dos meses? ¿Por qué no? Tienes que pensar en la metástasis. Convencerte y asegurártelo, aún cuando el malestar comience a retroceder.
6.
Lo siento. Realmente lo siento.
Summer’s over, kids.

sábado, agosto 30, 2008

verano, 23: tropezo anacrónico

1.
El tropiezo. El sonido. El un-zipping del zipper. Lea: realización. El taladreo del corazón, los puños apretados, el grito silente y la espera. El segundo eterno. Entonces el cantazo. Entonces la media vuelta de mi torso, de mi upper body, la repetición del cantazo. El mismo golpe una, dos, tres veces en split screen y yo recogiendo los pedazos de la laptop. Y yo recogiendo los pedazos de la laptop. Repito idea central: pedazos, laptop, laptop en pedazos. Fin de parrafo.
2.
La tinta se acaba. Eso es lo malo de escribir a mano. Añado además el tener que detener la velocidad del pensamiento. Irónico, ¿ah? Escribir a mano algo que terminará en la red. Anacrónico, en realidad, nada de irónico.
Preferiría escribir esto en una maquinilla. Casi lo mismo que un teclado de PC pero con un sonido más romántico.
Mierda: no tengo maquinilla.
3.
Alguien me preguntó que de que valía escribir estas entradas--brevísimas crónicas--si no tenía un público definido. Me divierten, le contesté, sólo por eso. Al fin y al cabo, todo proceso de creación es un acto egoísta, narcisista, e hipócrita. El creador crea teniéndose a si mismo en primer, segundo, y tecer lugar. Luego la audiencia. Esa fue mi respuesta default. La respuesta que da un "escritor" (¿es valido hacer hincapié en las comillas?).
Sin embargo, tengo la pequeñísima esperanza que alguein lea estas vainas de vez en cuando. No espero comentarios, aunque se piensa que la principal cualidad del blog lo es la posibilidad de poder comentar. Pero yo no estoy de acuerdo. No se equivoquen: pienso que los comentario son lo mejor, fomentan una conversación, pero dejar uno requiere tiempo y más voluntad--willpower--que la que requiere leer una entrada. Requiere pensar una respuesta coherente, redactarla con estilo o, por lo menos, de alguna forma que se refleje tu intención e identidad.
¿Qué dices, Sergio?
¿La respuesta como acto performativo?
Ulalá, que académico.
4.
La laptop cayendo cada vez que cierro los ojos. La laptop cayendo cada vez que acentúo una palabra. La laptop cayendo mientras me ligo a Norma en su traje blanco. La laptop cayendo, puñeta.
5.
El olor a brea debe ser un signo del adviento electoral. Lo mismo con la reconstrucción de las plazas municipales. Santa Rita me parece una ama de casa de Beverly Hills (¿un intento de hacer un paralelo entre el botox y el asfalto? Guao, Sergio, que talento poético).
6.
Carlos Irizarry me dijo que las patrullas de policía de Gurabo ahora dicen Gurabo City Police Department. Guaynabo City, San Juan City... ¿Será Allan Mostacho, honorable alcalde de la montaña, capaz de cityficar el cuartel de policías de Utuado? ¿Se atreverá? Por mi madre que si Willy le añade un maldito sufijo anglosajón a Caguas, decapito nuestra india transgénero.
7.
Adendum: Necesito algo para adornar las paredes de mi cuarto. Me siento como la mosca proverbial en el vaso de leche blanca Suiza Dairy.
Que jodienda, ahora quiero un vaso de leche.

[Me sincero: no sé cómo se usa ese termino de adendum, pero lo quería usar porque suena bonito. Lo googlearé.]

[Escrito 18/Ago/08, 10:37pm]

domingo, agosto 17, 2008

el escritor como tiburón, cita

Con relación al libro de cartas de Manuel Puig, Leonardo Aguirre, columnista de El Hablador, comentó algo que me pareció super acertado y afín con una idea que siempre he tenido, pero que nunca he logrado expresar tan claramente; lo reproduzco a continuación[para el resto del artículo presionen aquí]:
Eso me dio pie para sugerir que el talento literario no siempre se acompaña de la erudición (entendida en su sentido más superficial) y que un escritor, antes que un ratón de biblioteca, es poco menos que un tiburón: simplemente abre la boca y engulle cualquier cosa, digerible o no, que se cuele por sus fauces. Por eso es el primero en acudir a los naufragios. Y, de hecho, en el estómago de algunos ejemplares han aparecido los objetos más insospechados: una cámara fotográfica, llantas, sombrillas, una placa de carro y casi toda una ferretería.

cita

Desde hace tiempo leo el blog de Paul Verhaeghen, autor belga que reside en Atlanta, Georgia y trabaja como psicólogo cognitivo, o profesor de psicología cognitiva--y que además, tradujo su propia novela, Omega Minor, al inglés. Si quieren saber más, vayan a Wikipedia, o a Google, o pulsen en su nombre para ver su blog, porque iré para el grano. Cito aquí un comentario suyo que encontré interesante:
Young writers are often told to write about what they know. That advice is solid. Except that it is often read as: write about what you already know. Nine out of ten times, that leads to something utterly dead. I say: If you want to write, go out in the world and GET to know something. Then write, with wonder, about your fresh discovery.

viernes, agosto 15, 2008

verano, 22: listado número dos

1.
Dos frases en inglés que me encantan y que, por más que busque su equivalente lingüístico, literal, y poético en español, no puedo reemplazar: eyes wide open, long and narrow corridor.
2.
Una frase y una palabra en español que no puedo reemplazar, por más que quiera: persiana americana, atisbos. La primera, lo sé, es el título de una canción de Cerati. Pero mi abuela le llama a todas las ventanas persianas. Y siempre me ha encantado la frase. Cerati sólo me añadió lo de americanas. Suena tan musical: persiana americana. Tan ilógico, además. ¿Quién hubiese pensado que dos gerundios apachurrados podrían ser tan bucólicos?
3.
Cita de un cuento de Thomas Disch llamado Descending, supongo que es viejo, entiendo que es un escritor de ciencia ficción clásico. Lo conseguí del blog de Neil Gaiman, en alguna ocasión. Supongo que hace algunos meses. El cuento, sin embargo, para mí, no tiene nada de sci-fi. Es pura ficción existencialista. Pero, ¿qué se puede esperar del sistema de categorizar la literatura de los gringos e ingleses? La cita: “Sleeping, he dreamed he was falling down a bottomless pit. Waking, he discovered nothing had changed, except the dull ache in his legs, which had become a sharp pain.”
4.
Me duelen los muslos. Con cada minuto que pasa, lo que luego de correr fue un silencioso zumbido de dolor se ha intensificado a un estrépito digno de Septiembre Once (el 9/11 américano que es el que existe, no el latinoamericano; ese nadie lo sabe).
5.
Fíjate como son las cosas, escogí la cita y pensé que la incluiría en este escrito, pero antes había tenido planificado mencionar que me dolían las piernas. Ahora me doy cuenta que hay una intertextualidad banal. Me hace sentir todo un escritor del Boom, con la totalidad y esa mierda.
6.
Ahora cada vez que pienso en lo mucho que planifico las cosas, pienso en una parte de la maldita novela, a la que le faltan dos páginas por editar, en la que el narrador excusa a su hermana diciendo que Débora no se asustaba, Débora hacía planes.
7.
Otra cita del cuento: “But his hope was as mechanical as the escalators he rode—and tended, in much the same way, to sink.”
8.
Tengo sólo dos metas a largo plazo para con la literatura: primero, escribir un fracatán de buenas novelas; segundo, escribir una de esas novelas de fantasía épica que leía cuando chamaquito, esas trilogías con novecientas páginas por libro, en inglés, con personajes-estereotipos, y todos los leit motifs y las convenciones del género.
9.
Añado y concluyo: padezco de sueño.

Agosto 13, 10:12pm

verano, 21: la indiferencia como navaja

La indiferencia como navaja.
No logro sacármela de la cabeza. La imagen, digo. La navaja, la indiferencia, la navaja. Tal vez es que la situación partera sigue presente. Estoy muy seguro de que es eso. Que cada vez que veo esa cara ahogada en esa mueca pienso lo mismo. Tan indiferente que se pone, me digo, tan fuckin’ indiferente.
La inmadurez como navaja. Esa es la segunda opción. Se me ocurrió al mismo tiempo. En verdad la primera vino acompañada con quince diferentes secuelas, toda una serie de navajas brillosas e igualmente cortantes. Pero esa indiferencia, la navaja primera, nace de la navaja segunda, aunque eso sería decir algo como que la gallina vino primero que el huevo (¿hace eso sentido?).
La indiferencia-navaja como producto de la inmadurez-navaja. La inmadurez-navaja como producto ¿de qué? A eso es lo que quiero llegar. A veces me digo que debo añadir represión-navaja, o complejo-navaja. O tal vez, deseo-navaja. No sé, no sé. Pienso que llego a mi límite ahí. ¿Qué es lo que la afila? ¿Será la indecisión, la insatisfacción, la mera indisposición?
Puñeta no sé, no sé. No puedo añadir idiotez-navaja, aunque comienza con i. Me niego ante un posible instinto-navaja. ¿Ven? ¿Ya hice público lo inútil de este acto? ¿Qué es lo que la afila? ¿Pueden ver lo fuera de mis manos que está la situación? ¿No ven las palmas todas tajadas, todas hechas un guayo de tanto intentar apretarla? Veo un posible me rindo en el horizonte.
Dime tú, ¿qué diablos es lo que te afila?

[escrito agosto 12, 10:17pm]

jueves, agosto 14, 2008

verano, 20: dólores de mudanza

Puse las cosas en una caja y me mudé nuevamente.
Se puede soportar lo insoportable sólo por unos cuantos minutos si se es fuerte. Digamos que es como los muslos de un buen corredor de maratones, sabes, que pueden soportar las veintiséis millas en un buen tiempo, pero que, al terminar, cómo quiera, chillan de dolor. O por lo menos eso dice Murakami en sus memorias, que en realidad son pensamientos acerca del deporte de long distance running. Yo no sé nada de ello. De correr, digo. De Murakami sé bastante. Pero ese no es el punto. El asentamiento de este párrafo es sólo uno: lo insoportable colma.
No soy el mejor amigo de los animales, eso lo saben todos. Puedo soportar un fin de semana rodeado de un perro o dos, de un gato, pero a largo plazo, se me meten entre las uñas como chicas agujas afiladas. El olor, creo, es lo que me vuela la cabeza. El olor a perro. El olor a gato. El olor a caballo, pájaro, ratón, hamster, rata, conejo, etcétera, etcétera, etcétera. Supongo que tiene que ver con algo instintivo, algo que arrastro desde mi época homínido, allá para los primeros días de la raza sapiens (la original, digo). No sé, así me excuso. Sólo puedo vivir rodeado del olor de mi propia especie. Esa sustancia invisible, pegajosa y un tanto gruesa que traza las siluetas de las personas en el aire a pesar de que ya éstas se han movido. Podríamos explicarlo como la insistencia de un cuerpo físico y temporero por no sucumbir. Un tipo de non omnis moriar escatológico. Entonces, sucede que la primera vez que entré a dónde residí por apenas dos/tres semanas vi un gato. Un pequeño gatito blanco, nomás. Inocente, maúllante. Pero luego descubrí que este animalito era una simple metonimia de un maldito reino de gatos. Una veintena de gatos. Un clan de gatos. Una sociedad, una escuela, una represa, una jauría, un fuckin’ .zip de gatos. Y, todos ellos, cómo ha de esperarse, comían, bebías, y debajo de la hojarasca que me pareció tan picaresca en un principio, enterraban sus heces fecales. Las cuales solían dorarse, asarse, freírse bajo el sol tropical de nuestra isla. Las cuales, en la noche, se apoderaban del lugar como la radiación en Hiroshima. Volviéndose horrible, volviéndose atmósfera… y, luego, comenzaban sus gemidos nocturnos (los gatos, digo, no las heces) los cuales confundía con llantos infantiles, o mujeres heridas, los cuales me recordaban a esas noches en las que apenas tenía siete años y mis vecinos insistían en hablar de La Llorona, o de la Mujer del Puente, o del fantasma vestido de novia que te pedía pon y luego no-sé-qué-rayos te hacía. Bueno, podría seguir este párrafo, pero les vuelvo resumo la idea central: el olor a mierda de gato me asfixiaba, el constante grito de los gatos me robaba el sueño.
Pero decidí soportarlo. Me dije a mi mismo: Sergio, tu puedes hacerlo. Sergio, tu soportas lo que sea. Excepto a ciertas personas. Así que mudé mis cosas, y decidí tomarlo como vino. Y no me refiero a beberlo como vino. Sino tomarlo como llegase. Me doy cuenta, mientras escribo, que podría ser malinterpretado, pero siempre corremos ese riesgo. No escribo para ser malinterpretado. O tal vez sí, tal vez todo acto de escritura es… La segunda noche, teniendo en mente que los gatos son ministros de Satán me acosté a dormir y en el medio de la noche me levanté pensando que roncaba. Volví a dormirme, y mi ronquido volvió a despertarme. Fue ahí, a improviso, que me percaté de algo quintesencial para mi abandono de aquella residencia: a través de mis paredes de madera, se filtraba el ronquido de mi vecina. Un ronquido fuerte, gutural, igual de insistente que el olor a gato, o a sus procesos escatológicos. Y, luego, algunas horas más tarde, aún en mi vigilia nocturna, escuché el cielo tronar. Juré que se me iba a caer el techo encima. Pero los proceso atmosféricos no tenían nada que ver. Podía escuchar los pasos del vecino de arriba. Los escuchaba como martillazos, la percusión perfecta para la pieza que ya componía el soprano gatuno, la trompeta francesa vecina.
Fuck me, recuerdo que pensé. Eso exactamente. Así, literal, porque lo apunté en mi libreta. Un fuck me, completamente estadolibrista.
Me sentía como si estuviera en el Chelsea Hotel, en los setenta, con sus paredes de papel, con sus poetas moribundos, sus recatos facilotes, las putas de bajo sueldo (nunca lo visité, pero he leído lo suficiente para tener una mala interpretación, probablemente mitificada, del lugar. No sólo Leonard Cohen canta de él, uno que otro poema, una que otra película…).
Una cosa llevó a otra, y ahora estoy aquí, en un segundo piso de la calle Humacao, a las 7 de la mañana un martes doce de agosto, segundo día de clases, mirando por la ventana a mi precioso paisaje libre de gatos, vecinas roncantes y techos tronantes. Lanzo una exhalación un tanto teatral, que suena más como un gas, y aprecio lo bello del panorama citadino: el bello edificio que se levanta a no más de veinte pies de mi ventana, pintado de una mezcla de rosita y anaranjado—anoche miré bien, a través de la ventana de ese edificio y vi unos cinco minutos de la novela de las ocho.

[escrito agosto 11, 11:45pm]

lunes, agosto 04, 2008

verano, 19: ferry

Hace algunas semanas tomé un autobús de Río Piedras a Hatillo. Esperé un rato en lo que partiera, pagué mucho más de lo que me hubiese gustado pagar, y abordé casi veinte minutos después. Por suerte, el conductor encendió el acondicionador de aire, y me quedé dormido al instante. Desperté un rato después. Llevaba algunos minutos escuchando a gente hablar de un ferry, de un tal viaje en ferry, de que el otro día cuando vino del ferry, etcétera. Le pregunté a un abogado que tenía a mi derecha, un abogado joven, algo gordo, pelo largo, barba. No tenía ni idea. La guagua se detuvo un momento a recoger a alguien y él, el abogado, claro, bajó de la guagua, encendió un cigarrillo, y se quitó la camisa, que la tenía bañada en sudor. Los vecinos frente a los cuales nos estacionamos, lo miraban desde el portón de la casa. Para ese momento no sabía que era abogado—eso me lo contó luego, casi cuando llegábamos a mi destino final—y al ver toda su gordura recorrida por tatuajes que—obviamente—usaban la iconografía del buen metal de los ochentas, pensé que se trataba de un guitarrista de alguna banda de patio, de esas que recorren el país. Reconocí algunos símbolos que me recordaron a The Grateful Dead, a pesar de que, si mal no recuerdo, ellos originaron a finales de los sesenta. En su hombro derecho tenía el esqueleto de Iron Maiden, algunas palabras indescifrables escritas en ese font gótico que tan kitsch se ve, y en su espalda, estoy casi seguro que la silla eléctrica púrpura que se estiraba de hombro izquierdo a media-columna era una referencia clarísima a Ride the Lightning, de Metálica, pero bueno, uno nunca sabe. Sonreí al reconocer esta última, me sentí un tanto culto—si se le puede llamar cultismo al conocimiento del Heavy Metal—y pensé decirle algo. Pero recapacité. Todo buen metalero de los ochentas—los que lo vivieron en vivo, y no tarde, como yo—sabe que Metálica se vendió y se volvió una banda MTV. Digo, eso a mi no me importa, me encanta el Black Album, pero leyéndole la cara al individuo, me imaginé que él era uno de esos—me lo confirmaría luego, cuando ya adentrados en una conversación, puse el tema, y me dijo tan bien que iba Metálica, broder, tan bien que iba.

Casi veinte minutos después, terminaron de subir las maletas de una señora prieta y su nieto a la guagua, y esta ocupó el asiento a mi derecha, ya que el abogado estaba terminando su cigarrillo. Me sonrió. Le devolví el gesto y me fijé en su bigote. Era un buen bigote, digno de Octavio. Una vez todos abordamos, volvimos a montarnos en el expreso. Sucede que, ni lo sabía, me monté en una de las pocas guaguas que usa el autopista para cruzar los pueblos. Por lo cual, llegaría más rápido de lo pensado. Me decepcioné un tanto, me hubiese gustado sufrir la ruta vieja, el viaje largo, experimentar esa cultura de guagua pública que tan peculiar es. La señora, que era dominicana, comenzó a hablarnos—al abogado y a mí. Ahí fue que descubrí que él había sido abogado en Ponce o en Mayagüez, no recuerdo, y que estaba regresaba para allá, para visitar a unos familiares. Desde hacía un mes se había relocalizado al área metro. Y por qué un abogado coge guagua, pregunta la doña; y el abogado metalero se ríe y le contesta, así en tercera persona, porque hay abogados que de abogados solo tienen el título, y son macetas, y vagos, y odian guiar. Me reí, y como todo el mundo que se monta en guagua pública sabe, una risa es suficiente para ingresar en una conversación ajena. Me preguntaron que de dónde yo era. Le dije que de Caguas, que vivía en Río Piedras, trabajaba en la biblioteca de música de la UPR, y que iba a Hatillo, para que mi novia me recogiera, para subir a Utuado.

Utuado, repite la señora, como masticando el nombre, y me dice que una vez fue a Utuado. La última vez que vino en el ferry, pero que esta vez no viajó por Puerto Rico, sino que se quedó en casa de una hermana, allí en San Juan. Comenzó a hablarme de pueblos de la isla, de lugares bonitos, ríos, campos, casas… parecía conocer a la isla mejor que yo, que dique soy natural de aquí. Le dije que no sabía, que desafortunadamente, conocía poco de aquí, y tomé la oportunidad para preguntarle del ferry.

Información Nueva para Mí: hay un ferry que viaja de Mayagüez a Santo Domingo capital, por doscientos dólares, más o menos, y que va y viene todos los días. Puedes beber, me explica la señora, en la barra que tienen allí, para hacerte el viajecito más corto. Su nieto cumplió los dieciséis años acá, y va a aprovechar para darle su primera juma en el ferry, para que no pueda irse a ningún lado y meter la pata, y luego lo llevará por la pequeña discoteca que me dice que también hay. Ojala, sonríe la doña, mi nene conozca una jevita que tu sabes, le enseñe y lo vuelva hombrecito, porque todavía es muy nene. Me asomo hacia el nieto, que está sentado detrás de mí. Tiene un bigote como el de su abuela, es gordito, y escucha la conversación de nosotros mirando el suelo, sin comentar nada.

Le digo que tengo un amigo que va para allá pronto, y que Juanluís y yo queremos tirarnos y visitar la mediaisla. Digo mediaisla porque lo he escuchado y leído en algunos cuentos, y quiero sonar como si supiera. La señora me corrige y me regaña: ningún media isla, es una isla completita. Haití está allá, casi pegados al mar. Ellos son el cuarto de isla. Me disculpo, para no entrar en una diatriba política con la dama, y le permito al abogado que le haga algunas preguntas. La señora le dice que va a hacer una fiesta en navidad y que le puede ofrecer un cuarto, y a ti también mijo, para que veas mi isla completa. Me río. Les puedo buscar unas novias por allá, nos dice riéndose, y después mira al abogado y le dice, a menos que te gusten maduritas, porque yo todavía puedo. Nos reímos. Ya para este momento hemos entrado a Hatillo, no falta mucho para llegar a El Buen Café, dice el chofer, un restaurante/hotel donde la guagua hace parada. La señora dominicana nos apunta su número en unos papelitos, y nos dice que la llamemos si llegamos a la Capital, del país vecino. El abogado nos da su tarjeta y nos dice que ignoremos la dirección, que aún tiene las de sus oficinas de antes. Yo no les doy nada, pues no tengo nada que ofrecer. Tal vez una sonrisa. Sí, ahora recuerdo, les sonrío.

Justo antes de bajarme, ya nos hemos detenido, la señora nos dice que deberíamos tirarnos allá antes de que se acabe el año. Le pregunto por qué y me dice que si no lo hacemos ahora, no lo haremos nunca. A ustedes los puertorriqueños se le olvida que las islas están demasiado pegadas, que a veces es más rápido llegar de Santo Domingo a Puerto Rico que de San Juan a Cabo Rojo. Se les olvida que entre las islas hay algo, que no somos diferentes, que todos bailamos bachata. Le doy la razón. Pero no me des la razón nada más. Visita. Para que lo notes. Le vuelvo a dar la razón, le prometo que lo haré. Me bajo de la guagua, la ayudo a bajarse. Entramos al local, nos bebemos un café en silencio. El abogado me da la mano, la señora dominicana me besa una mejilla. Ambos retornan al autobús y los veo desaparecerse, por la ventana. Me quedo pensando en Santo Domingo, en Puerto Rico, añado a Cuba de una vez. Le envío un mensaje de texto a Juanluís, diciéndole los precios de ese misterioso ferry. Llamo a Norma, para decirle que ya estoy en Hatillo y me compro un honey bun y otro café.

Mientras espero, escucho a dos señores hablando de política, y me imagino la señora dominicana en la discoteca del ferry, bebiéndose una cerveza, mientras obliga a su nieto a acercársele a una muchacha que le sacará el cuerpo y lo mirará extrañado, y al nieto—sabiendo que lo rechazarán—intentando de todos modos, para hacerle a su abuela bigotuda pensar que él ya es todo un hombrecito.

domingo, agosto 03, 2008

verano, 18: cueva

1.
Diez minutos cuesta arriba, la cueva. Sabíamos que no podríamos cruzarla. No nos preparamos para ello. Nos faltaba un flash-light. Además: a pesar de que aún algo del sol alumbraba el día, si entrábamos, saldríamos de noche. Y una nube—de la familia de monstruosidades oscuras, cargadas de relámpagos—se dirigía hacia nosotros. Antes de llegar a este camino de tierra, habíamos subido con la guagua por otro. Nos internamos en un mundo demasiado adentrado, poblado por gente, con demasiado verde. Tomamos la entrada que no era. Pero ahora estábamos habíamos acertado. Nos tropezamos con una pequeña entrada, una boca redonda, pintada en penumbras, que bostezaba desde debajo de un gigantesco árbol. Jamás había visto una cueva—de esas silvestres—y mi experiencia se limitaba a los paseos guiados de las de Camuy, que ya están domesticadas y no le ladran a la visita, ni los muerden—como dicen que hace Fender.
Esa primera no era la que buscábamos, para aquella aún faltaba bastante, pero decidimos que volveríamos en otra ocasión, que esa era suficiente, por lo menos. Orlando se asomó. Yo miré desde un poco lejos. Había algo ominoso de la cueva—tal vez hay algo ominoso en todas las cuevas. Algo que me hacía sentir que si me asomaba estaría invadiendo su privacidad. Mirándole las pantaletas al planeta Tierra. ¿Tengo el derecho de adentrarme en fauces ajenas? ¿Puedo entrar y observar sus más privadas vísceras?
Sonaba a murciélagos. Cinco minutos después, nos fuimos.
Next time, llevaría un sombrero, pantalones cortos, claro, y la linterna.

2.
La euforia al terminar Los Detectives Salvajes es prima del silencio. Si algo describe el, pienso yo, el estilo de Bolaño en esta novela—la única que he leído de él—es anticlimático. La acción es removida, y lo que te queda es el resto. O tal vez me equivoco, y la acción no es removida, sino que no es el protagonista. Me gusta. Me gusta mucho. Ha sido una de las mejores experiencias literarias que he tenido. Esa sensación de conocer todo, de sumergirse en un mundo literario como si se tratase de una cueva es algo casi sexual. Erótico.
¿Es los Detectives Salvajes la mejor obra que se ha escrito de finales del siglo XX, principios del XXI? No sabría decirte. Pero sí estoy seguro que lo que fue Rayuela y Paradiso para los escritores jóvenes de los 60s, 70s, ¿tal vez ochentas?, es los Detectives Salvajes para todos aquellos que nos pensamos escritores jóvenes, o que conocemos a escritores jóvenes. Porque de eso se trata, de la juventud, de la juventud literaria. En realidad, no tengo la más mínima idea de que puñeta se trata la novela. Pero es preciosa.

3.
Sé que jodo mucho con ello, con mencionar a Abreu Adorno, pero si pensaba que el Difunto tiene mucho en común con el McOndo chileno—de lo poco que he leído de esa antología—tiene mucho más en común con Bolaño. No sólo en sus personajes, que parecerían amigos, sino que en la forma de redacción, en la necesidad de mostrarnos una multiplicidad de voces y de perderse en ellas por las vertientes que tienen que puede que tengan que ver.
Tal vez ando perdido en Abreu adorno, sordo por los chillidos de las criaturas que viven en su sombra, buscando una luz para utilizar de norte, un mapa para entender lo que veo.

4.
Casi a las doce de la noche, ponemos Satantango, la película de Bela Tarr. Dura casi seis horas. Lleva lloviendo todo el fin de semana, y la hemos pasado viendo películas. Cría Cuervos, Alí: Fear Eats the Soul (Orlando fue el único que se quedó despierto), Hable con Ella, y otra más que aún no recuerdo, de una mujer loca, que tocaba piano (¿The pianist?). Obviamente no terminamos la película de Tarr. Sólo logramos ver una hora y pico. Es oscura. Irimías da curiosidad, demasiada curiosidad. Los tiros largos. Son eternos. La carretera y las hojas. La espera en el pasillo del cuartel de la policía. Supongo que la exageración de una película que dura un cuarto de día comienza a hacerme sentido. La atmósfera de silencio, de miedo, de la posibilidad que there will be blood, termina invadiéndote.
La apagamos. Me quedo dormido.
Satantango es la cuarta cueva de este escrito.

verano, 17: apuesta

A veces pienso que me escondes algo, que quieres correr, huir, detrás de algo que no sabes qué es, pero que lo quieres hacer. Por miedo, tal vez. Porque piensas que eres algo que en realidad no eres. Porque caes en jueguitos ajenos y tu ingenuidad no te ayuda. O, tal vez, porque estás confundida, implicada en este calor tan tropical, tan de película de Spike Lee, que te comienza a freír las neuronas, que te afecta, que hace querer saltar a ese lago frío que es lo nuevo, lo ajeno.

De eso se trata la apuesta, ¿no?