lunes, diciembre 14, 2009

dense fog advisory

Waking up
entails a sense of place:
there’s only fog out there.

A list of what’s lacking:
a white bed, a goose down comforter,
a body’s warmth, and the tinkling laugh.

domingo, diciembre 06, 2009

domingo, 2:50pm

1.
Los domingos al mediodía el edificio Callaway está vacío. Van tres semanas en las que me deslizo por los pasillos y me encierro en el Lounge del quinto piso a trabajar. Salgo descalzo, de vez en cuando. Otras veces, pongo música y dejo la puerta abierta. En teoría, voy a trabajar. Termino acostado en uno de los muebles leyendo, o quedándome dormido.
2.
Hoy, salí un momento, porque escuché voces. Me tropecé con una mujer japonesa y su hijo. Estaban sentados en el lobby. La señora en el suelo, el niño en los cojines rojos. Entre ellos, había un libro. El niño comía media china mandarina, la madre tenía la otra. Ella decía algo, apuntando el papel. El niño lo repetía, en su voz chiquita. Lo hacían dos o tres veces, antes de cambiar la frase. Crucé el lobby, luego de escucharlos desde una esquina, y por el segundo que duró mi celaje, estuvieron en silencio. La madre me miró como invasor. El niño con curiosidad. Debía parecer un vagabundo, sin afeitar, el hoodie cubriéndome la cabeza, los ojos rojos. Cinco minutos después, resumieron la tarea. Su voz maternal, su voz infantil. El japones del niño temblaba. El de la madre, mucho más firme. Luego de un rato, regresé al Lounge.
3.
Bajé la música, leí, me quedé dormido veinte minutos. Volví a salir del cuarto, a buscar agua. Me detuve antes de cruzar por ese espacio que de repente tenía atmósfera de casa, de sábanas y almohadas bien usadas, de comida de mamá, de poder andar todo el día sin lavarte la boca. La mujer dijo algo más, el niño lo repitió y de repente se acabó. Pensé que me habían visto, así que crucé. Mientras llené la botella de agua, me llegó la voz del niño, esta vez comprensbile: Can we speak English now?, preguntó. Su madre respondió en japonés. Is dad going to take long?, insistió, y la madre respondió, nuevamente en japonés.
4.
Cuandro regreso, me tropiezo con una canción de Jamie Cullum: But the world don't need scholars as much as I thought/ Maybe I'll go traveling for a year/Finding myself, or start a career/I could work for the poor, though I'm hungry for fame/We all seem so different but we're just the same/ Maybe I'll go to the gym, so I don't get fat... Abro el libro, miro el documento de Word. Llevo dos páginas. Del pasillo escucho el elevador llegar, el niño decir algo, cierro la puerta, tengo que ponerme a trabajar, insisto.

sábado, diciembre 05, 2009

jacket rojo, audífonos grandes

1.
Abrigo rojo y grandes audífonos. Camisa gris, debajo. Dice Stanford. Pelo corto, algo rubio. Dirty blonde, insistiría algún amigo. No se está quieta. Tiene tres posturas: manos al teclado, a la taza de café, los brazos cruzados sobre el pecho, el cuello un poco inclinado hacia la derecha, la mirada inquisitiva.
No creo que se percate de los breves vistazos que le lanzo desde el libro que se supone que esté leyendo. Me detengo: deja de mirarla, hombre. Leo una reseña de una novela de Coetzee. Nunca he leído al sudafricano. Algo de unas entrevistas, metaficción.
Y qué si entrevistase a la hermana imaginaria de esta muchachita de los audífonos grandes y el abrigo rojo. Digamos que muere al salir de aquí, que justo cuando va a cruzar la calle sufre un infarto fulminante. Hace frío allá afuera, un cadáver joven sobre el asfalto anaranjado, ¿cuánto?, treinta y dos fahrenheit, cero grados centígrados.
2.
¿Qué dice la hermana, pues? ¿Menciona el abrigo rojo?
Qué mucho le gustaba usar ese abrigo, dice, remendado debajo de la axila derecha, lo lavaba una ves a la semana y se lo tiraba encima tan pronto lo sacaba de la secadora; le gustaba el crispy-warm feeling, dice.
¿Menciona la camisa de Stanford?
Nicole solía usar la camisa de mi universidad, añade, le gustaba que la gente le preguntase si había ido a Stanford, decía que era una forma fácil de comenzar conversaciones. Recuerdo la tarde que se la puso por primera vez, yo estaba tirada en la sala viendo la tele, y ella me dijo que si podía tomar una camisa de mi armario, le dije que cogiese cualquiera, y, sin pensarlo dos veces, tomó esa.
3.
O quizá la cosa va por otro camino, y cuando vamos a la hermana y mencionamos la muerte, esta da un paso hacia atrás, se lleva una mano temblorosa a los labios, y no responde. ¿Qué puedes decirnos de ella? Pero tenemos que darle un momento, permitirle procesar la noticia. Nos mira, se le escapa una lágrima y dice, we didn’t keep in contact much, I haven’t talked to her since last Christmas, when she suddenly turned up at my door. Nothing to wear, I had to give her one of my college sweatshirts. No puedo creerlo, concluye, y decidimos irnos, huir de ese golpe de pena.
4.
Cuando se quita los audífonos noto el tamaño de sus orejas. Recuerdo algún personaje de alguna novela de Murakami que tenía las orejas perfectas. ¿En Wild Sheep Chase, era? ¿O en Dance, dance, dance? Era modelo, creo, pero sólo de orejas. El personaje no podía dejar de mirarlas.
5.
Mi café está frío. Decido cortar esto. Dejarlo así. Dejarla viva, volver al trabajo académico: La Colmena, me insisto, la puta Colmena. La miro una ultima vez. Tiene los audífonos otra vez. Mira por el vidrio, a la calle vacía, pintada anaranjado por los postes.

jueves, diciembre 03, 2009

beautiful souvenirs, canta Hartman

Through the trees comes Autumn with her serenade.
Melodies, the sweetest music ever played.
Autumn kisses we knew are beautiful souvenirs.
As I pause to recall the leaves seem to fall like tears.
Silver stars were clinging to an autumn sky.
Love was ours until October wandered by.
Let the years come and go,
I'll still feel the glow that time can not fade
When I hear that lovely autumn serenade.
Autumn Serenade, cantada por Johny Hartman, con el sax de Coltrane.

lección uno

When they ask about my home, they mean the Island.

lunes, noviembre 30, 2009

you never know shit, uno breve

Él le dice que es de una isla, que probablemente no reconocerá el nombre, porque ella recién llegó de ese otro lado del mundo que nadie conoce desde que se desaparecieron los atlas globales de los salones de clases, y que ha cambiado de fronteras y de nombres tantas veces como él chancleteó de posturas políticas en sus años de bachiller. Pero ella le dice que sí la conoce, y bebe de su taza de café, y le cita nombres que él debería recordar de sus clases de historia nacional en la primaria o, por lo menos, porque eran nombres de plazas y calles de su barrio mientras crecía. Ella le dice algunas cosas de su país y él le sonríe y tira de sus hombros, bebe de su cerveza, y le da a entender que sabe de lo que están hablando, y cuando ella menciona epítetos que él debería reconocer sólo por cordialidad, porque ella conoce los que él no conoce, él sonríe e intenta adivinar las últimas sílabas de las palabras que ella pronuncia y así hacerle pensar que está al tanto. Evidentemente, lo logra y ella jamás cuestiona la veracidad de esa primera conversación, y piensa que él sobreentiende la gravedad de las anécdotas que cuenta de su madre o de su padre, o inclusive de su niñez, y le sorprende que él dice las cosas correctas en el momento correcto, que es lo suficientemente ligero como para actuar como si el trauma no existiese y al mismo tiempo reconocer su presencia con sutilezas cariñosas. Para ella todo le viene como sorpresa y cuando habla con su hermana, que recibió asilo político en otro país, y le cuenta de él, la hermana dice que tiene suerte, y ella le dice que lo sabe, que jamás se hubiese esperado que sucediese tan rápido.
Esta conversación sucede en su idioma, ese otro idioma que él jamás aprenderá, y mientras ella conversa en el teléfono celular, acostada en la cama con esos pantalones de lana que insiste en usar para dormir, por el frío, él la mira desde el pequeño sofá, que ella compró en un yard sale sólo porque le pareció el sofá más lindo del mundo y que finalmente sólo pudo apretar en su habitación, y se pregunta a si mismo quién es ella cuando habla esa otra lengua y por cuánto tiempo podrán ignorar la huraña vorágine que insiste en deshacer la banalidad de lo cotidiano.

lunes, noviembre 23, 2009

sabina/cohen, beyonce/shakira, dylan/calamaro, nota Faverón.

(Dicho sea de paso: ¿a nadie le parece perturbador, como a mí, que más de uno de los más célebres cantantes del mundo hispano sean copycats que darían todo por parecerse completamente a ciertos músicos de la tradición anglosajona? ¿No es un fenómeno extraño que Joaquín Sabina haga todo lo posible por parecer Leonard Cohen, Andrés Calamaro por parecer Bob Dylan, o que Shakira haya optado en los últimos dos años por convertirse en Beyoncé?)

Gustavo Faverón, en su blog, Puente Aéreo

domingo, noviembre 22, 2009

inventario de otoño

Otoño lluvioso, mañana de domingo, lo amarillo de algunos árboles en el vidrio. Ese frío convencional de ventana medio abierta, esa comodidad de no tener mueble alguno con la excepción de una cama y el set de comforters reversible que se hace abrigo, o casi-piel. Las tres montañas de libros que esperan mi atención, las dos monografías finales y el historical review essay. El catálogo de la tienda de ropas que me llegó pero que resiste el deshecho: en su portada una mujer-niña aprieta sus manos, como si rezase, como si le temiese a la mitad oscura del resto de la página. Los pasos en el apartamento alfombrado de mi compañero de casa. El silencio que mantengo como conspiración. La chaqueta que compré online, pea coat, le llaman, y que cuelga del armario como un cuerpo esperando posesión. La botella de agua que nunca lleno. El recuerdo bonito, la comodidad de las carnes. La tocineta es un olor lejano, pero que hace pensar en algunos sures. La ultima entrada en este blog, hace casi mes y medio. La ultima cuestión que dejé a medio escribir, los proyectos delineados pero en mutis, las traducciones que esperan reescritura, las doscientas cuarenta y dos páginas que tienen nombres y que no logro terminar de editar.
La taquilla del concierto de Cohen: el recuerdo de la señora de sesenta años que me contó de su juventud, del novio que tuvo en los setentas que persiguió al canadiense errante por Grecia, o por algún país. Me dije que iba a escribir, que hacía buen tiempo para ello y que no iba a arreglar nada, que quizás un inventario sería suficiente para activar los líquidos, para ponerlo todo en movimiento. Un inventario de dos meses de mi primer otoño, de sonido de zapatos en hojarasca siempre que camino a mi apartamento, un inventario de esa cosa nueva que para mí es la lluvia de hoja seca, la brisa que hace que se caiga lo que fue un árbol sobre ti, rompiéndose en medio vuelo, haciéndose aves, como escribió aquel poeta desconocido, isleño, Samuel Lugo. Un inventario de hablar de la colonia sin hacerlo. Un inventario de decir sin decir, de circunlocuciones, de circunnavegaciones, de cuestiones salidas del diario de Colón. Eso, un inventario: justo al lado del Publix, donde North Decatur se encuentra con Clairmont. Un inventario, acá hay una calle Ponce de León, pero no tiene nada de lo que las Ponce de León tienen que tener, no tiene vida, no tiene esa cosita riopedrense que hacía brincar. Lo pronuncian Ponz di Li-oun. Un inventario, eso, un inventario con un final pero que me dice que puedo hacerlo, que este tipo de cosa no se desaparece aunque se encaje, que la espera lo añeja, que la lectura inaplicada le da sabor, pies de viejos italianos sobre la vid.

Un inventario, si, no más, porque de eso se trata.

viernes, octubre 30, 2009

you stayed in yourself, dixit Williams

Often before have our fingers touched in sleep or half-sleep and enlaced,
often I’ve been comforted through a dream by that gently sensitive pressure,
but this morning, when I woke your hand lay across mine in an awkward,
unfamiliar position so that it seemed strangely external to me, removed,
an object whose precise weight, volume and form I’d never remarked:
its taut, resistant skin, dense muscle-pads, the subtle, complex structure,
with delicately elegant chords of bone aligned like columns in a temple.

Your fingers begin to move then, in brief, irregular tensions and releasings;
it felt like your hand was trying to hold some feathery, fleeting creature,
then you suddenly, fiercely, jerked it away, rose to your hands and knees,
and stayed there, palms flat on the bed, hair tangled down over your face,
until with a coarse sigh almost like a snarl you abruptly let yourself fall
and lay still, your hands drawn tightly to your chest, your head turned away,
forbidden to me, I thought, by whatever had raised you to that defiant crouch.

I waited, hoping you’d wake, turn, embrace me, but you stayed in yourself,
And I felt again how separate we all are from one another, how even our passions,
Which seem to embody unities outside of time, heal only the most benign divisions,
That for our more abiding, ancient terrors we each have to find our own valor.
You breathed more softly now, though; I took heart, touched against you,
and, as though nothing had happened, you opened your eyes, smiled at me,
and murmured—how almost startling to hear you in your real voice—
“Sleep, love.”

Archetypes del libro Repair, C.K Williams.

sábado, octubre 24, 2009

dos p.m

1.
La vecina del primer piso lleva cuarenta y cinco minutos en su acto de meditación: su alarido sostenido se balancea entre rumor y canturreo. Ya me he acostumbrado. Apenas la escucho. Me tomó algún tiempo percatarme que el sonido era humano. Los primeros días, lo pensé animal. Luego, artificial: el bisbiseo de alguna tubería.
2.
A veces mantiene la nota por más de veinte minutos, antes de parar, inhalar, y continuar. A veces, cuando no hago nada más que escucharla, que intentar descifrar su sonido, siento que me relajo. Como si su meditación fuese contagiosa, zenh1n1.
3.
A lo lejos, pero demasiado cerca, una estrepitosa sirena de ambulancia, o de bomberos, o quizás de patrulla policíaca, aruña los alrededores y se fusiona con la vecina.
4.
La imagen se crea sola: un homúnculo sonoro, de tres gargantas y ojos achinados.

miércoles, octubre 21, 2009

la patria es la madre de todos los vicios, dice Goytisolo

la patria es la madre de todos los vicios : y lo más expeditivo y eficaz para curarse de ella consiste en venderla, en traicionarla : venderla? : por un plato de lentejas o por un Perú, por mucho o por nada : a quién? al mejor postor : o entregarla, regalo envenenado, a quien nada sabe ni quiere saber de ella : a un rico o a un pobre, a un indiferente, a un enamorado : por el simple, y suficiente, placer de la traición : de liberarse de aquello que nos identifica, que nos define : que nos convierte, sin quererlo, en portavoces de algo : que nos da una etiqueta y nos fabrica una máscara : qué patria? : todas : las del pasado, las del presente, las del futuro : las grandes y las chicas, las poderosas, las miserables : venta en cadena, delito continuado, traición permanente y activa :
vender Caldea a Egipto
Egipto a Persia
Persia a Esperta
Esparta a Roma
Roma a los Bárbaros
los Bárbaros a Bizancio
Bizancio al Islam
abandonarse al excitante juego de las combinaciones y extraer de cada operación un beneficio cualquiera : económico, físico o espiritual : o, en último término, por pura gratuidad, por la fulgurante satisfacción del acto en sí : traición grave, traición alegre : traición meditada, traición súbita : traición oculta, traición abierta : traición macha, traición marica : hacer almoneda de todo : historia, creencias, lenguaje : infancia, paisajes, familia : rehusar la identidad, comenzar a cero : Sísifo y, juntamente, Fénix que renace de sus propias cenizas : una dosis de hierba más fuerte que la ordinaria basta : y una calidad, densa, propicia animalidad : Tariq está junto a ti y en sus ojos parece albergar la mirada implacable de un tigre.
Reivindicación del Conde don Julián, por Juan Goytisolo

domingo, octubre 18, 2009

we're all luddites again, dice verhaeghen

Entre la plétora de comentarios en pro y en contra de los e-readers, y el artículo del otro día en el New York Times, Does the brain like e-books?, Paul Verhaeghen (Omega Minor) publicó una respuesta en su blog, Babylon Blues, desde su puesto de psicólogo cognitivo, que vale la pena poner acá:

We're all Luddites again

The New York Times has another one of their inane "articles" on e-readers. This one has a title that just oozes inanity: "Does the brain like E-Books?"

(Reading, as some of us know, involves some high-falutingly named cognitive processes, all having to do with translating high-(one may hope)contrast squiggles into what eventually should be a world. This process is abstract and independent of how the squiggles are embodied. Embodiment just jiggles the parameters; things like the speed of reading. [My advice: Better read fast if it's written on water!])

(Point two. The brain doesn't "like" anything. The brain doesn't contain a homonculus/a that injects pleasure -- or any other form of evaluate judgment -- into the brain's processing modules, any more than the gut feels disgust about all the shit it has to deal with.) (Of course, a mind can feel disgust about all the shit it has to deal with. Hence, par example, this post.)

Sandra Aamodt points out the blindingly (half-pun intended) obvious: It's not about the squibbles themselves, but the implementation. Computer screens fatigue you with their luminance; computer screens also have pnicely inbuilt additional distractions (they tend to contain the whole of the Known Internet, for starters, as well as all of your iTunes). David Gelernter (what's in a name!) points out another blindingly obvious fact: You can search e-books. Like: OMG! OMFG!

So, yeah, I'd have just loved to have heard the town criers on that new invention, the wax tablet (it deadens your memory!); papyrus (your records will rot before your very eyes!); the book (what? no scrolling?); loose type (scribes out of work! scribes out of work!); and the illustration (kills the imagination! kills the imagination!).

Implementation, that's all it is*. As long as the squiggles are the same, the world conjured up will be the same. (The reading mind being the same. Which it never is. Hence the joy of rereading.) No need to spill that much ink (ha!) or pixels over it. Relax. It's all good. It's only about words, and nobody cares about those. (Certainly not the NYT, who now routinely has its book reviews done by novelists. Can't wait for Jay-Z's thorough review of the next Lil' Wayne! 'D love to see Aaron Spelling's take on Thirty Rock! Glenn Beck's -- and no-one else's -- insights on Jon Stewart! Wonder why you become irrelevanter by the minute?)
Still, now that Kindles turn out to be beloved by middle-aged folks rather than hipster young-uns, it's nice to be for once see the pot-bellied and bald crowd ROFLing on their hi-pile carpets.

--

*And so, indeed, if I pay about the same amount to get Dawkins's new one on Kindle as I were to pay for the hardcover, can I please get a black and white version of the color illustrations he refers to, and readable black and whites? And while we're at it, if you handicap the book by kindling it, couldn't you tell me this before I shelled out my hard-earned money, unaptly-named Free Press?

jueves, octubre 15, 2009

only upon itself

1.
Required reading for class: Maurice Halbwachs’ On Collective Memory.
Status: Read Partially.
2.
Today, I felt the helplessness of being away. For the second time.
The first was five Sundays ago: Sunny outside. Beautiful sky.
I said, día de playa.
3.
Collective Memory, again.
"One may say that the individual remembers by placing himself in the perspective of the group, but one may also affirm that the memory of the group realizes and manifests itself in individual memories.”
4.
Today, it’s certainly not the weather.
It’s 50 outside, overcast. Cold for me. Too cold.
‘Your Caribbeanness must be dying inside’, says the random girl who I always run into on rainy mornings.
I smile.
5.
A bridge in Harajuku. It was Sunday, then, too. Not too sunny. We were sitting on the floor—who's at my left, who at my right?
I’m sure the bag of seven tall beer cans was at my feet—empty.
I know Sam had his camera.
I know Juanluís said something funny.
Rubén was too happy.
We were partially drunk. At least, ¾ of us were.
The Japanese Youth smiled at the cameras, hiding behind enormous amount of make-me-up-into-someone-else. The guy from Philadelphia dressed as a weird, old lady, grinned. The beautiful girl in the pink dress being beautiful at the other end. The lady (or was it a guy?) who stopped in front of us and took a picture, thinking we were part of the performances. The breeze. The peace. The queer feeling of memory-making. Am I getting it right? What am I missing? How do they remember it?
6.
Today it was certainly not the weather.
How many people went to the streets?
How many people got hit by the Police? How many people stayed at home? How many went to the beach? How many stared into their TV Sets feeling proud? How many frowned at the silver screens? How many talkers walked? How many walkers talked? How many pronounced stupidities? How many pronounced poetry? How many logged through the net from elsewhere and felt impotent? How many logged through the net from elsewhere and smiled—out of happiness, out of sorrow, out of anger?
7.
My housemate helps me get my shopping bags inside. He saw me through the glass door on our second floor apartment. I stumbled upon a bag of Arroz Rico at Publix. The cashier lady asked me if I knew how much they were selling it for. It had just arrived, she said. It wasn’t registered. I shrugged. I went home, I sat down in front of the old laptop that lacks an F3 Key, and wrote something down. It came out in English.
8.
The dream is based only upon itself, whereas our recollections depend on those of all our fellows, and on the great frameworks of the memory of society.

miércoles, octubre 07, 2009

I'm afraid that my personality got lost in translation.

sábado, septiembre 19, 2009

fábulas viables, una columna

Esta columna, Fábulas Viables, fue publicada el pasado 14 de septiembre del 2009 en Diálogo Digital. Den la vuelta por allá y léanla, al igual que ojéen el resto de su contenido. Igualmente, se subió también al excelente blog cultural de la periodista Diana Soto, ComUnArte. Les exhorto que también se den la vuelta por allá. La reproduzco aquí por cuestiones de archivo y de mantener todas mis cosas en un lugar.
1.
Digamos que comienza como uno de esos viejos chistes. Un puertorriqueño, un colombiano, un argentino y una norteamericana conversan en una esquina de una lujosa casa de un estado sureño (ochenta años atrás, tres de estos cuatro hubiesen sido perseguidos). Digamos también que hacen inventario de las respectivas desgracias nacionales. El colombiano se acomoda el cuello de la camisa, se ajusta los espejuelos, y comenta que su país se inventó el narcoturismo. El argentino ríe y hace alguna referencia elaborada a la catástrofe económica del corralito. La norteamericana da un sorbo de su copa de plástico y tira de sus hombros, como si el gentilicio fuese suficiente. El puertorriqueño se juega con la barba y busca cómo hacer algún comentario jocoso de su situación política. Mas, cuando casi tiene algo de su gobernador republicano y su parecido a una caricatura, el colombiano lo interrumpe y dice que los puertorriqueños tienen, ahora, la Inquisición de Torquemada.
Digamos eso.
2.
Que comienzan las preguntas, por supuesto. La explicación generalizada, nacida de un breve artículo que leyó el puertorriqueño en la versión en línea de un periódico. Menciona al Secretario de Educación, dice algo borroso acerca de las palabras soeces que se encuentran en estos libros. Les da un breve resumen de algunos de ellos, les explica que son libros que han sido escritos por, o tratan de, maricones con bigotes, porquería lumpen, tecatos, y desagradables comunistas exiliados a México, entre otros males. En breve, les dice, casi las cinco últimas décadas de la relumbrante escoria de la literatura puertorriqueña.
Sonríe.
3.
Digamos que todos se quedan un poco confundidos. Digamos que alguien pregunta que qué queda al remover esos libros de los currículos escolares. Digamos que el puertorriqueño dice que quedan algunas piezas naturalistas de principio de siglo, una que otra cosa de la ruralía de la primera mitad del Veinte. Quizás algo se le escapa, aclara. El argentino, luego de añadir alguna palabra estereotípicamente argentina, dice que, por lo menos, eso les da a los jóvenes puertorriqueños la oportunidad de borrar casi un siglo, empezar desde cero. Y no suena mal, claro está.
4.
El puertorriqueño se queda con eso en la cabeza, de seguro. Piensa que, por qué no, debería alentar al Secretario de Educación a eliminar unos cuantos libros de historia, además. Quizás inclusive modificar un poco el calendario de días feriados. De este modo, saltar de finales del diecinueve al veintiuno, con un pasivo intercambio de poder colonial. No suena nada mal. Quizás, con un poco más de fondos, se podría inclusive contratar nuevos escritores que reescriban todo lo removido (obvia referencia a cierto libro que no trata de una granja de animales, cuyo nombre son unas siglas ochentosas). En vez de todas las trivialidades que parió el siglo pasado, estos obreros de las letras podrían intentar contextualizar todos los héroes que los actuales olvidaron. Muchísimas tramas posibles: famosos cirujanos de increíble habilidad en el tenis que renacen con la meta de salvar a un país; jóvenes de oscuras melenas de buen y limpio linaje (cristianos viejos, claro está) que combaten corruptos con horribles casos de calvicie y buen gusto por trajes de tres piezas; quizás, la maravillosa épica de cómo se combatió una pila de ogros que buscaron cambiar el código civil, concluyendo, claro está, con la mariconería que aquejó la sociedad puertorriqueña por el último siglo. Y, no se puede olvidar, la excelsa Batalla de la Pimienta combatida en dos frentes, contra temibles universitarios y fuertísimos chamaquitos de escuela intermedia.
5.
Digamos que la censura no es algo tan feo. Digamos que se trata de un chiste. Que es algo necesario para proteger a una sociedad. Digámoslo lo suficiente, de corrido y con altoparlantes, como hemos hecho otras veces, a ver si así, finalmente, nos tragamos el buche.

viernes, septiembre 18, 2009

por ahora, asomarme a un álbum es asomarme a la ventana, dice Rubén Ramos

1.
Siempre hay cosas que llegan. Unas más que otras. Lugares, gentes, fotografías, palabras que se leen en duras mordidas impresas, otras en la borrosidad de lo electrónico.
2.
Por ahora, de verano una última brisa es uno de esas que llegan. De esas raras que son poemas, y que, de casualidad, las escribe un amigo.
3.
Aquí va.
-para la brújula, el cartógrafo y el imán

1.
los retratos viejos son

lo mismo que al presente veo,

una serie de instancias conocidas y un mundo que se desprende.


2.
por ahora, asomarme a un álbum es asomarse a la ventana,

hacerme lo que la brisa entre la tela cuando parpadea.

tener entre las manos el paisaje, querer de la cercanía esto

que a veces de mi mismo escondo tras las cortinas.

se convirtió en leyenda, dice Chávez Castañeda

Electrochoques, murmuró el señor Hermilo con pesar, y el loco le contó con un silencio de caracola cómo duele tanta risa chamuscada.
La cabeza se le recostó en el pecho, se fue hundiendo despacio. Un día todo él se convirtió en leyenda.
La Estación de la Verguenza, Ricardo Chávez Castañeda

miércoles, septiembre 09, 2009

ninguna historia sin contar, dice Mink

There can in fact be no untold stories at all, just as there can be no unknown knowledge. There can be only past facts not yet described in a context of narrative form.
Louis O. Mink, en Narrative Form as a Cognitive Instrument

miércoles, septiembre 02, 2009

narraciones supervivientes, dice Chávez Castañeda

Foto sacada de Puente Aéreo, blog de Gustavo Faverón
Parte de la desgracia humana es el triste hecho de que la narración de los atacantes puede ser contada no únicamente por los agresores sino también por los millones de seres indiferentes que no formaban parte del bando victimario o del bando victimado de cada específica historia humana de violencia. Sucede así porque los dañadores y los testigos comparten una misma coordenada del discurso.

Jean Hatzfeld en su libro Una temporada de machetes —luego de entrevistar a los asesinos del genocidio de Rwanda y contrastarlo con los testimonios de las víctimas sobrevivientes— dice que, si bien ambos, agresores y agredidos, comparten una oración común donde piden al olvido que los proteja, en la narración de los asesinos los hablantes se llevan más o menos bien con su memoria y los recuerdos se conservan claros, fluyen sin estados de choque, asaltos de culpa, bloqueos. Que los relatos empiezan invariablemente desde la falsedad y pueden irse haciendo sinceros o no, pero los efectos de la confesión siempre son calculados, y que los relatores nunca abandonan la opción de callar; acallar a su solidaria memoria que les respalda hasta en los silencios. En definitiva, que los asesinos pocas veces enloquecen al retornar a su pasado porque propinar el sufrimiento favorece menos la demencia que el recibirla. Dice Jean Hatzfeld que, en completa oposición, la narración del superviviente, la de aquellos que no murieron cuando el mundo les pasó por encima, es un relato que nunca brota con la misma voz sino que ésta se va quebrando, adelgazándose, interrumpiéndose por silencios sin traducción y por llantos incontrolables, perdiéndose y luego enrollándose en digresiones y balbuceantes reflexiones, y por eso nunca se sabe cuánto va a durar la confesión. Los recuerdos van y vienen descontroladamente, y además se transforman, de allí que la tragedia se cuente infinidad de veces. Es constante, pues, la mutación, de modo que quien narra termina siendo lo narrado y viceversa. En definitiva, los supervivientes no vacilan en dejar que se adueñe de ellos la memoria (con la que no se llevan bien) porque acaso surja de su boca algo que nunca han contado para que les salve o los mate de una vez.

Ricardo Chávez Castañeda, "Globalización y Dolor".

martes, septiembre 01, 2009

una nota al margen de 'probabilidad de lluvia'

1.
Oldsmobile es el ultimo cuento que subiré de la colección Probabilidad de Lluvia, a la que le otorgaron una mención en el segundo certamen de colección de cuentos de la UPR. He estado poniéndolos de poco a poco hasta que por fin llegué a este ultimo. Alguien me preguntó que porqué en el Internet y no en otro sitio. La respuesta es sencilla: escribí esta colección como taller, diez ejercicios de brevedad, aunque en uno u otro fracasé. Igualmente, intentaba escribir cosas que no se parecieran a las que me suelen interesar. En este sentido, creo que acerté con lo que buscaba.
Asimismo, La Mueca Periférica es para mi un espacio de taller, un archivo de mi desarrollo en esta cuestión que es escribir, entre muchísimas otras cosas, y me pareció el lugar indicado para este tipo de escrito.
2.
Todos los relatos de Probabilidad fueron escritos entre el treinta de noviembre y el veintidós de diciembre del año pasado, 2008.
3.
Añadí a la derecha del blog un link con el título de la colección. Si lo pulsan, los llevará a todos los cuentos de ésta, de acuerdo a la fecha que los publiqué [del último, al primero]. De todos modos, pongo aquí un breve índice, con los respectivos enlaces a los cuentos en el orden que los pensé originalmente. Si no leyeron alguno, o el título les salta a la vista, no duden en dar la vuelta.
4.
1. Kirsten
2. Ráfaga niña
3. Gesto de Fallo
4. Moho
5. Mami dice que le da pena
6. La Muralla China
7. Oldsmobile
8. Norma durmiendo
10.El peor sueño del mundo

oldsmobile, un cuento

Las nubes aparecieron y, en un santiamén, cubrieron el cielo.
Que pena, se dijo Jack Hostos, hijo, mientras secaba los platos de porcelana que acababa de fregar. Se había cocinado algo rápido, un invento para saciar el ataque de hambre que le había abrumado el estomago tan de repente como el mal tiempo. Había planificado observar el atardecer desde el balcón del apartamento de su padre difunto, en el que se encontraba. Se sentía raro pensar a su progenitor así, adjetivarlo con una palabra tan, pues, fatal. Pero tendría que acostumbrarse. El día siguiente se enfrentaría a todo un mundo en la funeraria, tendría que contestar preguntas de su vida, tendría que estar feliz de ver personas que no veía desde niño y, al mismo tiempo, en luto por su padre, quien, después de cuarenta años de mudarse a Albany, de haber construido su vida en otro idioma, de haberlo criado a él tan lejos de los cambios climáticos tan repentinos del Caribe, había decidido jubilarse y regresar a Caguas, comprar un apartamento en el centro del pueblo, casi haciéndole de faro a la Plaza, recién remodelada.
Aunque criticó la movida del fallecido, Jack tenía que aceptar que aquél apartamento era extremadamente cómodo, extremadamente bien adornado, y extremadamente rico en un extraño aroma que lo hacía sentir como, pues, en casa. A pesar del aguacero, salió hacia el balcón y se asomó hacia la carretera, donde estaba estacionado el viejo automóvil en el que su padre había invertido una fortuna y una vida. Jack aún lo recordaba estacionado frente a la casa en la que se crió, dañado, siendo carcomido por el moho; y su padre mirándolo con orgullo y diciendo que algún día lo arreglaría. Y lo hizo, lo arregló y lo zarpó en un barco hasta acá, como si siempre hubiese sido ese su plan: arreglarlo y mudarse a la isla. Como si siempre hubiese sabido que su esposa, que odiaba el calor, moriría primero que él.
No era un gran carro, tampoco era lujoso. Un viejo Oldsmobile de un color verde olivo. Nada maravilloso. En sus años de adolescencia, Jack había fantaseado con destruirlo. Con tomar un peñón y lanzárselo a uno de los vidrios. Preferiblemente al del conductor. Ya no recordaba por qué, pero recordaba la idea, los detalladísimos planes para hacerlo y no ser atrapado, para hacerlo y, al mismo tiempo, observar a su padre sufriéndolo al momento.
Regresó hacia la cocina, para guardar los platos en el gabinete. Había algunas fotografías pegadas sobre ellos, como si se tratara del apartamento de un muchachito de universidad. Era su padre con una gente que Jack no conocía. Una gente que debía ser, por lo menos, quince o veinte años menor que su padre. ¿Qué clase de vida habría llevado, por dos años, Jack Hostos senior? Ninguna de las fotografías era incriminante, nada de cuartos de hoteles, de cosas que insinuaran un reemplazo de su madre, ni nada por el estilo. Eran plazas y centros comerciales y conciertos, supuso. Sabía que se debía sentir feliz por el hombre. Había leído que muchas personas después de que mueren sus parejas caen en horrendas depresiones, o se vuelven inútiles y sus hijos tienen que hacerse cargo de ellos, y, cuando recibió las noticias del fallecimiento de su madre, temió que eso le sucediese a su padre.
Por entre la lluvia, por debajo del grueso alboroto del aguacero, escuchó un vidrio quebrarse. Dejó el plato que guardaba sobre el counter y se asomó al balcón. Vio a un muchachito, flaco, pequeño, corriendo hacia un extremo de la calle. Bajó las escaleras rápido, con las llaves del automóvil en la mano, y corrió hasta este, sin preocuparse por la lluvia. El vidrio del lado del pasajero estaba quebrado en la esquina superior, y el resto se astillaba rápidamente, como ondas en un charco.
Caminó en la dirección que vio al niño correr, dobló hacia la izquierda, en una tienda de reparación de armas de fuego que hacía esquina con una escuela de karate, ambas cerradas. Podía ver al chamaquito corriendo al final de la calle. Lo persiguió. Tomó una derecha, más adelante. Todos los locales que se alineaban a ambos lados de las estrechas y antiguas calles, beauty parlors, tiendas de víveres, de efectos escolares, farmacias, todos, estaban cerrados, sus cristales oscuros. Igualmente los apartamentos encima de estos, las casas que aún no habían sido transformadas en negocios, todo estaba lóbrego. Como si en un toque de queda. El niño se detuvo, cansado, y Jack logró encoger el espacio entre ellos. Se sentía extraño siguiéndolo, pero, ¿qué podía hacer? Últimamente todo se sentía extraño.
El joven no se había percatado de que lo perseguía, concluyó Jack, porque cuando miró hacia atrás y lo vio, soltó un grito y emprendió la carrera hacia la izquierda, hacia donde quedaba el Terminal de autos públicos. Jack pensó que hacia allá se dirigía, pero justo antes de llegar, el chamaco tomó unas escaleras apretadas entre dos edificios y subió a lo que Jack pensó que era su casa. Lo siguió, sin mucha prisa. Todo aquello parecía como cosa de sueños. No sentía ni frío, ni cansancio. El hecho de que le hubiesen quebrado el vidrio al auto de su padre le daba igual en realidad. ¿Por qué lo perseguía? Por instinto, supuso. Porque hacía un momento se había recordado queriendo hacer eso mismo, porque quería averiguar si aquél niño era una versión enjuvenecida y caribeña del niño que fue. Se detuvo al pie de las escaleras. ¿Debía subir?
Remontó las escaleras, peldaño por peldaño, contándolos. Paró ante dos puertas. Una tenía un viejo adorno de navidad, decolorado, que probablemente no había sido removido desde hacía algunos años. La otra estaba desnuda, sin pintar. Como si recientemente hubiese sido reemplazada. La madera parecía aún latir. Tocó esta. Sin pensar en qué le esperaba. Sin considerar el hecho de que la criminalidad había incrementado en toda la isla, sin pensar en que, dos semanas atrás, fulminaron a un joven guardia de seguridad en aquella misma calle, por sólo gritarle a unos ladrones que acababan de robar una joyería. Sin considerar nada de ello, como si imitara a su padre, porque su padre no pensaba como el resto de los humanos, su padre actuaba, solía decir su madre. Tocó una segunda vez, antes de que le contestaran.
Una mujer trigueña, con el pelo amarrado alrededor de su cabeza cual un turbante, en un ‘duby’. Con ojos grandes, claros. La puerta a medio abrir. Desconfianza: —¿quién es usted? ¿qué quiere?
Le tomó un segundo procesar lo que dijo la mujer, como si le hablasen en un idioma que desconocía. Procesó el español en su cabeza, hacía años que no lo hablaba. Inclusive, al taxista que lo trajo del aeropuerto a Caguas, y que le cobró en exceso, le habló en inglés.
—Un niño, un muchacho, joven, flaco, creo que subió acá. Me quebró un vidrio del auto de mi padre.
La mujer cedió algunas pulgadas más de la puerta, como si la explicación las hubiese ganado. Jack pudo ver que vestía una vieja camisa gastada con la marca de un supermercado, y unos mahones cortos. Asintió con su cabeza y sonrió.
—¿Es su hijo? ¿Su hermano?—preguntó Jack, ante la ausencia de una respuesta. —Casi, casi—dijo ella y, luego de un momento, añadió—pase, caballero, pase. ¿No eres de aquí, verdad? —indagó.
—Sí, digo no, digo sí… Perdón, quiero decir, no, no, estoy aquí por mi padre.
—Veo. ¿Me dices que José te rompió el cristal de tu carro?
—¿José? No sé. Un muchacho joven. ¿Vive aquí?
—Pues no—respondió ella y se disculpó por como estaba y se metió en un baño y cerró la puerta. Jack estudió el apartamento. No era muy amplio. Una sala con muebles de madera prensada, cojines color verde turquesa. Una pequeña mesa con dos asientos, un florero en su centro. Una pequeña estufa blanca, de gas, en la que se cocinaba algo. Olía bien. Le recordó a la de su abuela, a quien vio por última vez cuando niño, en un verano del ‘82. Vivía en una pequeña casa en el área rural del pueblo, en Pradera, se llamaba el sector. Cómoda, aquella casa siempre olía bien.
Cuando salió la mujer, parecía otra persona, totalmente distinta. Tenía el pelo largo, negro. Demasiado negro, notó Jack, al mismo tiempo que reparó por primera vez las arrugas en la que desbocaban los dos ojos grandes, la piel maltratada de su cuello. Era mayor de lo que él había pensado originalmente.
—Como te decía, José vive al frente. Se pasa aquí, sin embargo. Lo llamaría, pero pa’ lo que lo buscas, tendré que responder yo de todos modos. Así que me disculpo por él—dijo y le indicó a Jack que la siguiera hasta la cocina—Si quieres, haz un estimado del daño y yo te lo pago, por lo menos una parte.
—Pero, ¿por qué te cobraría a ti?—preguntó él, y tomó asiento en una de las dos sillas de la mesa. Se sentía un tanto incómodo ahí, como si no perteneciese en su camisa de mangas largas y botones, en su pantalón de salir, en sus zapatos de cuero, como si hubiese llegado sin saberlo a una fiesta de disfraces.
—¿Tienes hambre?—preguntó ella, pero sin esperar su respuesta sirvió dos platos de comida. No era nada gourmet. Un puñado de arroz blanco, y una carne a la plancha, con algunas especias que él no conocía. Los colocó en la mesa y volvió al tema anterior: —Porque su madre es una tecata, y ese nene se la pasa aquí metido todo el día. No te preocupes, no me molesta pagarlo. A alguien tengo que cuidar.
—¿No tienes hijos?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
—¿Estás casado?
—Sí—contestó él, y llevó su mano hasta el aro en su mano. Le dio vueltas. Se sentía más pesado de lo usual. Se llevó un bocado de arroz a la boca. No tenía hambre. —¿Y tú?—continuó, porque pensó que no devolver la pregunta sería de mal gusto.
Ella lo miró y le sonrió, miró a su alrededor, y continuó comiendo, como queriendo decir, mira a tu alrededor, ¿parece que otra persona vive aquí?
No, no lo está, se respondió Jack, porque por alguna razón, ella había acertado: aunque estaba bien adornado, aunque era un apartamento cómodo y familiar, emanaba algo que le hacía pensar a él en la palabra ‘personal’. Aquél apartamento se sentía demasiado ella para ser compartido. Aunque, por otro lado, él se podría imaginar viviendo allí. Levantándose en las mañanas, encendiendo la estufa de gas, quejándose porque no podía regular el fuego de las hornillas, poniendo a hacer café y sentándose en aquellos muebles baratos a esperar porque estuviera listo, o porque ella se levantara, cualquiera de las dos, antes de ir al trabajo.
La idea le hizo sonreír y ayudó a disipar un poco la incomodidad.
—¿En realidad estás casado?—preguntó ella, sin mirarlo. La pregunta le hincó. Jack le dio vueltas al aro en su dedo. Qué lo había delatado, quiso preguntarle, pero ella añadió—digo, no que me incumba.
—Sí, estoy casado.
Ella rió: —disculpa, disculpa—dijo—no tengo visita a estas horas normalmente. Mi vida es bastante rutinaria. Voy al trabajo, hago compras, vuelvo a casa, me cocino, me acuesto a dormir. Así, todos los días. Digo, con algunas excepciones. A veces voy y visito a mi mamá, que está en un home, o acompaño a José a algún sitio.
Jack terminó de comer y esperó porque ella lo hiciera también. Tomó ambos platos y los llevó al fregadero, para limpiarlos. No supo si utilizar la esponja amarilla o el trapo que había allí para fregar. Usó el primero. Los secó con papel toalla. Le preguntó dónde los acomodaba. Los colocó en un gabinete a su derecha. Ella estaba sentada en la mesa, bebiéndose una cerveza que había pescado de la nevera. Él no quería, le pidió otro vaso de agua. Se asomó a la ventana. Seguía lloviendo. Una brisa fría se filtró por las persianas y le hizo percatarse, por primera vez, de lo mucho que se había mojado en su breve caminata. El tendido público pintaba la noche de un marcado color naranja. Un gato corrió por la acera. Una escena parecida debía de ser la que su padre vio por su ventana, todas las noches de los pasados dos años.
—¿Llueve mucho?—le preguntó a ella.
La respuesta le vino de mucho más cerca de lo que se la esperaba. Estaba parada a su lado, mirando a través de la ventana por sobre su hombro: —Últimamente sí. El clima está como loco. Hay días calurosísimos, y, de repente, aguaceros como este.
Jack no se movió, ella tampoco.
—¿Qué es lo que haces aquí? —preguntó ella, pero aclaró rápidamente—En Puerto Rico, digo. Dijiste que José rompió el cristal del carro de tu padre, ¿cierto?
Jack se volteó. Quedó frente a ella. Apenas medio pie entre ellos. Si fuese otra persona, si fuese la persona que vivía aquí, que se levantaba a encender la estufa de gas, que esperaba por el café o porque ella se levantase, la hubiese besado. La hubiese tomado por la cintura, la hubiese halado hacia él, y la hubiese besado, con los ojos cerrados, como hacía desde niño.
—Mi padre murió. Se mudó acá hace algunos años, después de jubilarse. Estoy arreglando todo, y volveré a Albany.
—¿Albany?
—En Nueva York.
—Ah, oquey, oquey. Nunca he ido pa’ allá—dijo ella y se bebió el último sorbo de la cerveza. Permaneció allí por un breve instante, como si de repente hubiese vislumbrado a través de un pequeño agujero la realidad paralela que Jack había imaginado para relajarse, como si lo hubiese visto esperando por ella, justo después de lavarse la boca en la madrugada, como si esperara que sucediese algo por lo que llevaba esperando mucho tiempo, algo que fuese bueno de verdad, que le pasase en la vida real. Algo que ninguno de los dos haría, y regresó a la cocina, para botar la botella.
Al rato, ambos estaban sentados en el mueble, uno al lado del otro. Hablaban de pequeñeces. Jack le había preguntado acerca de la crisis económica del país, ella le había respondido lo poco que sabía. Ella le había preguntado a él acerca del frío que pasaba en las navidades, que si nevaba mucho por allá. Él le había dicho que sí, ella le dijo que nunca había visto la nieve. Él le dijo que la odiaba, y ella le dijo que siempre había querido jugar con ella, pero que dudaba que algún día pudiese.
—Así son las cosas—dijo ella y, acto seguido, sin intermitencias, comenzó a hablar, o explotó a hablar, como si no lo hubiese hecho en años. Le contó que a su madre le dio alzheimer’s cuando ella tenía dieciocho años, que la cuidó por un año, pero que después tuvo que comenzar a trabajar. No fue a la universidad. Cogió un curso de secretaría, y trabajó casi diez años corrido como secretaria de un viejo fisiatra que había en esta misma calle donde vivía ahora. Durante ese mismo tiempo se mudó aquí, llevaba más de quince años en este apartamento. Lo había remodelado varias veces. Por remodelar se refería a mover los muebles de aquí a allá, dijo. Eventualmente el doctor, que era muy viejo, se retiró y ella comenzó a trabajar para el hijo del fisiatra, que era pediatra, y que había abierto una oficina en el barrio de Santa Elvira. Allí estaba todavía. Mientras trabajaba allí, para el pediatra, conoció a un hombre, que tenía un hijo, y estaba divorciado y salió con él por dos años. Se quedaba los días de semana en la casa de él, en Bairoa, y los sábados él la visitaba acá. Nunca ninguno de los dos tomó la decisión de mudarse juntos. Se dejaron. El hombre volvió con su esposa. Ella siguió de secretaria. Lo vio allí varias veces, cada vez que se le enfermaba el hijo. Poco a poco, el hijo creció, y dejó de ir. Ese es el único hombre con el que había estado en su vida. ¿Puedes creerlo? Preguntó, pero no le importaba mucho. Desde niña sabía que nunca estaría con muchas personas. No soy una mujer linda, dijo, lo sé desde chiquita, y nunca me preocupé por cambiar eso. Así funciona el mundo, no voy a sufrir mucho por ello. Mientras salía con el hombre, se mudó José con su madre al apartamento del lado. José era un niño, y cuando se rompió su relación, comenzó a cuidarlo por las tardes. No le gustaba ver telenovelas, no le gustaba leer libros, fuesen de lo que fuesen. No leía las noticias, compraba el periódico para hacer los crucigramas. Barría el apartamento todos los días. Los días que estaba libre, iba para la plaza, visitaba a su madre, caminaba por ahí. Siempre había querido ir a Disney World, pero nunca fue.
Y tan rápido como comenzó, enmudeció.
—Mi esposa me dejó hace tres meses—dijo él, sin querer hacerlo, sin darse cuenta que lo pronunciaba por primera vez. Que siempre había pensado que Ana se había ido, que había desaparecido, pero nunca que lo había dejado. —Y me siento solo.
—Yo también—dijo ella.
Hubo un silencio, largo. Ambos permanecieron sentados. Sus manos casi casi juntas, pero sin tocarse. El aguacero tronó por media hora más, y entonces, de repente, se detuvo. Escucharon a la madre de José entrar al apartamento de al lado. Gritó algo, y volvió a desvanecerse en el silencio. El apartamento era realmente cómodo, se dijo Jack y se imaginó llegando en las tardes, cansado, del trabajo. Se imaginó quitándose los zapatos, allí mismo, en la sala, y acomodándolos al lado del mueble, uno al lado del otro. Se imaginó preguntándole a ella qué cocinaba y tomándola por la espalda y besándole la nuca delgada. Se imaginó diciéndole estás bella, al oído, mintiéndole, pero diciéndoselo de todos modos, para llevarle la contraria a la niña que tenía dentro de si. Se imaginó metiéndose a bañar, saliendo, cenando, y acostándose a dormir junto a ella. A dormir, porque no tendrían mucho sexo. No serían una pareja caracterizada por su libido, sino por su destreza de mantenerse acompañados, por su habilidad de alivianar la soledad en equipo.
—Ya paró la lluvia—dijo él—Me debería ir, es tarde.
Se repitió el silencio.
—Sí, es tarde—dijo ella.

Jack Hostos, hijo, bajó las escaleras y le dijo adiós, con la mano, a la mujer, que se asomaba por la ventana. Recorrió sus pasos y llegó al Oldsmobile de color verde oliva. El agua se había filtrado por el pedazo de vidrio roto. Subió al apartamento de su padre, en búsqueda de una bolsa y un rollo de cinta adhesiva. Con mucho cuidado, cubrió la ventana de la puerta del pasajero, y cerró el auto con seguro. Miró al cielo, que se había despejado por completo. Estaba forrado de estrellas. Volvió a subir. Se sentó sobre el counter de la cocina. Arrancó las fotografías de la puerta de los gabinetes. Las miró una y otra vez. No reconocía a nadie más, sólo a su padre, mas que a su homónimo canoso, saludable, fuerte. No sabía qué buscaba en ellas, pero las miró un rato. En algún momento pensó en la mujer. A la medianoche, entró a la habitación de su padre, cosa que no había hecho desde que llegó en la mañana. En un pequeño marco, en la mesa de noche, había otra fotografía de Jack Hostos, padre. En ésta cenaba con una mujer rubia, más o menos de su edad, en un restaurante que parecía caro. Sonreían. Jack Hostos, hijo, la puso bocabajo. Apagó la luz y se acostó en la cama de dos plazas. Entró una brisa fría por la ventana. Se arropó con las colchas. En menos de una semana regresaría a Albany, a su casa, a su empleo, a su vida. Sintió algo revolverse en su pecho. Casi dos horas después, se quedó dormido.

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo.] La fotografía del auto la saqué de aquí

lunes, agosto 31, 2009

metamorfosis nocturna, dice Michaels

We need not move an inch to wake up one morning and find ourselves to be migrants, or for a writer to find himself, overnight, a foreign writer.

Despite the new ease with which we cross borders and enter the experiences of others, some truths will not change: love finds us wherever we are, a child is born in only one place, the ground where we bury our dead becomes sacred to us; these places do not belong to us, we belong to them. And where does a writer metaphorically wish to be laid to rest? In a book, in a reader. Not laid to rest in terms of immortality, but in terms of common experience; laid to rest in this common ground.

A writer may be born in one place and write in another—but who claims him?

A national literature is made not only by writers, but by readers.

What makes a home for words is a reader; and what makes a home for a reader is words. When the dead cannot be laid to rest in ground that remembers them, sometimes literature is the only grave we have. And that grave is one way a migrant claims a place in his adopted country—a place, ironically, for the living.

Anne Michaels, Reading Faust in Korean

sábado, agosto 29, 2009

austeridad

1.
Mientras más leo a Auster más pienso que es de los autores más relevantes y constantes de la literatura contemporánea. Definitivamente, es uno de los más consistentes en la estadounidense. Cada pieza que produce, cada novela, true story, y poema que escribe no hacen sino fortalecer y enriquecer la obra anterior. Incluyendo sus últimas y fallidas incursiones al cine, su trabajo—hasta donde lo he leído—revisita los mismos temas: la coincidencia, el fracaso, la identidad, la subjetividad, y los límites del lenguaje. Como si al comenzar a escribir un trabajo no buscase parir una pieza nueva, sino una variación.
2.
En una barra en Japón llamada España, Samuel me explicó el asunto de las variaciones. Partía de Mozart, de Glenn Gould, de las Variaciones de Goldberg, para explicarme alguna de las muchas teorías que había formulado en su cabeza. Según entendí, una variación era, pues, eso mismo, una variación. En la música, se trataba de repetir y alterar un tema y una idea de distintas maneras, para profundizar en él, o aumentarlo. Durante nuestra conversación, los dos japoneses que estaban en la barra, saludaban a todo el mundo que entraba gritándole un ¡señorita!, sin importar el sexo. Los clientes japoneses, sin entender, sonreían y saludaban de vuelta. Los dos hombres reían de su chiste secreto. Atrás, sonaba un tango. Pedí una copa de vino, y me la tragué a raspadientes, porque la cerveza estaba fuera del alcance de mi wallet.
2.
Me tropecé en la biblioteca de Emory con las ediciones originales de los primeros poemarios de Auster, mientras buscaba aplacar el entumecimiento que me causó la emigración. Sentado en el suelo, entre anaqueles eléctricos que susurran al moverse (para poder acceder a un pasillo, presionas un botón, y los libros acatan la orden y se apartan, como una caricatura del mar rojo), ojeé las páginas, pensando que encontraría una poesía, no sé, inmadura, o quizás, distinta al material de sus novelas. Pero no fue así. Me sorprendí al percatarme que esos nueve años (’70-’79) en los que estuvo publicando poesía, un Auster de 23 años coqueteaba con los fantasmas que lo arrastrarían por los próximos treinta o cuarenta años.
3.
Como toda lectura está cargada por circunstancias y contexto, supongo que todo esto tiene que ver de alguna forma con mis actuales inquietudes. No puedo negar que esto, de alguna forma, sosegó esas molestias que sentía con lo que he escrito últimamente: la piquiña de que, por más distintas las historias que cuento, y las técnicas con las que intento contarlas, siempre, al fin y al cabo, tratan de lo mismo.
4.
En Decatur, donde ahora vivo, anochece a las 8:30 de la noche. Eso, también, tiene mucho que ver. No escucho ni el batallón de coquíes que se posaba en las ventanas miami de mi cuarto, en Caguas, y que odiaba; ni los golpes que daba mi tortuga, al intentar escapar de su pecera de quince años.
5.
¿No dijo Borges que cada persona crea, de una forma u otra, a sus precursores?
6.
Un poema, de Fragments of the Cold, escrito por Auster a los 29 años, entre el ’76 y el ’77.

Aubade

Not even the sky.
But a memory of the sky,
and the blue of the earth
in your lungs.

Earth
less earth: to watch
how the sky will enclose you, grow vast
with t he words
you leave unsaid—and nothing
will be lost.

I am your distress, the seam
in the wall
that opens to the wind
and its stammering, storm
in the plural—this other name
you give your world: exile
in t he rooms of home.

Dawn folds, fathers
witness,
the aspen and the ash
that fall. I come back to you
through this fire, a remnant
of the season to come,
and will be to you
as dust, as air
as nothing
that will not haunt you.

In the place before breath
we feel our shadows cross.

viernes, agosto 28, 2009

ensamblaje

1.
El sol cae diferente. Repercute contra los edificios de ladrillos como si de un lugar a otro mudase los materiales que lo conformaban antes. La grama, igual, es de otro verde.
2.
Hay cosas que no comprendo, aún. A las que no me acostumbro: el contraste entre el excesivo calor sureño y el inevitable frío al que están sujetos los interiores. El caminar sobre alfombras todo el tiempo. El uso correcto de un lavaplatos. El baile con el que se sojuzgan las aspiradoras.
3.
La semana pasada, mi primera acá, tropecé con las mismas tres muchachas asiáticas de camino al supermercado. Les sonreí. Me tomó uno o dos días obtener una respuesta: la simpleza de un gesto recíproco. Al cuarto y quinto día arriesgué un hello. No tuve la misma suerte. Sus miradas se escabulleron por la acera.
No podría destacar su país de origen en un mapa asiático. Puedo decir, con algo de seguridad, que no provienen del Nipón. Pero no es suficiente. No hemos vuelto a coincidir.
4.
El viernes en la noche nos tomó una tormenta eléctrica. El aguacero fue intenso. Largas hilachas de lluvia arropando el estacionamiento. Por la inclinación del asfalto y el parpadear de los postes nocturnos, me pareció ver, por instantes, un pequeño río anaranjado y la promesa de un golpe de agua. A los cinco minutos, azotó un relámpago y se esfumó toda la luz del bloque.
Me sorprendió el silencio. No me había percatado que ya había dejado de escuchar el incesante zumbido del acondicionador de aire del edificio.
5.
Todas las tardes, como a esta hora, justo antes de las cinco, dos hermanas asiáticas salen a correr al parque que está detrás de mi casa. Al rato, se le unen dos niñas negras cuyo acento no puedo adivinar. A veces, un niño rubio se suma. Ponen una sábana en el suelo, al lado de la arena del parque, donde descansan y esperan su turno en los columpios.
6.
Tampoco me acostumbro a pasar días en silencio. Días en los que mi contacto humano está destilado por el insensible filtro de las redes de telefónicas.
La música ayuda. La literatura también.

miércoles, agosto 26, 2009

kirsten, un cuento

Aún en ese entonces no sabía que Kirsten no siempre había sido mujer, aún en ese entonces nuestra relación era joven, era un niño preescolar al que sus padres aún no le han hecho hincapié en que los nenes juegan con los nenes y las nenas con las nenas. Buenos Aires aún era un sueño; unas vacaciones que se habían estirado indefinidamente y que aún no se involucraban en los desaboríos de los visados y los papeles que parecían recalcarle a uno el xeno de la xenofobia, o la negritud que para mi había sido siempre la abuela que murió demasiado joven y que apenas conocí.
Un abril, creo que fue, y nos paseábamos cogidos de mano por la Recoleta, e invertíamos dinero en nimiedades que yo perdería luego, sin saber dónde—jamás imaginando que me lo habrían robado los empleados del aeropuerto que manejaron mis maletas.
¿Cómo no te diste cuenta? Me preguntaron tantas personas que recuerdo la pregunta viniendo de la boca de una amalgama homúnculo, con voz mecánica y olor a cinc. —¿De qué cosa?— le contestaba yo, ¿de lo de la maleta o lo otro? Y ellos no se atrevían mencionarlo, y me contestaban con dientes apretados—lo de Kirsten— porque no se atrevían utilizar pronombres, por no hacerme sentir peor.
Es que ese tipo de cosas, comenzaba yo, pero me cansaba; me cansaba desde el principio y terminaba repitiéndome su pregunta para adentro.
¿Cómo no me di cuenta? Pero, ¿cómo saberlo? No creo que al principio la pensara ni como hombre ni mujer. Simplemente era mi compañera de viaje, el delgado lazo que me conectaba con todos los demás. Lo que sucedió, sucedió con el tiempo—poco tiempo—y fue puramente accidental.
Solíamos decirnos cosas hasta quedarnos dormidos; jamás se trató de una conversación. Meramente nos decíamos cosas. Yo le decía cosas que jamás le había dicho a nadie, y mientras yo pronunciaba, ella callaba. Le hablaba de lo que duele, de la familia, del hermano tecato, de la hermana enajenada, de las metas disecadas; y ella también me decía de lo mismo; y, supongo que igual que yo jamás le mencioné que venía huyendo, que venía corriéndole a una relación demasiado seria, a un lugar en el que no paraba de llover, ella jamás me mencionó que venía huyéndole a todo el mundo que insistía en llamarle Miguel en vez de Kirsten, que venía huyéndole a un país de gente que le sonreían y le decían que estaba bella, que se la presentaban a todo el mundo como ella quería que la presentaran, pero cuando se viraba, pasaban el chisme y le destruían cualquier posibilidad de comenzar como ella quería.
Dormíamos separados, al principio, y no niego que cuando me levantaba de camino al baño, a veces, en el medio de la noche, la miraba; pensaba que tenía un cuerpo bello; porque lo tenía. Para el ojo, y para mi, era mujer de principio a fin y se lo llegué a comentar: eres de las personas más bellas que conozco, Kirsten, y ella se sonrojaba, pero bromeaba que se debía al frío infernal que hacía ese día, y que, por fin, le dio oportunidad de vestir un jacket de cuero que se había comprado en los primeros días que estuvimos allí.
Fui el culpable de que eso cambiara, me doy cuenta ahora, en este aguacero que parece no tener fin. Demasiado tarde. Fui yo quién hice el acercamiento, le dije que deberíamos dormir juntos. No para hacer nada, sino para dormir juntos. Al principio ella se negó, al principio me dijo que no, y pensé que se debía a que era tímida, pero algunas tardes después recibió una llamada de la isla que la quebró—sólo llegaban malas noticias desde la isla, monstruos caribeños con metas despiadadas—y cayó en mi cama hecha llanto, y la dormí en mis hombros, ¿qué más podía hacer? Así, lleno de lágrimas de lo que pensé que era la mujer perfecta, me quedé dormido, y soñé que habíamos nacido allí, juntos y siameses.
¿Cuánto duró exactamente? ¿Cuánto duró esa pequeña nota al calce? Tan pronto regresé—ya todo el mundo sabía lo que había pasado—les mentí, les dije que habían sido apenas algunos días, algunas horas, y eventualmente creo que comencé a engañarme a mi mismo, que me dije que nuestra estadía en aquél hotelucho de los banderines internacionales había sido cuestión de unas semanas, aunque hubiese sido mucho más.
El día de la huelga fue que todo comenzó a desmenuzarse. El día de la huelga hice una llamada a la casa de mis padres, y lo contestó la persona de quien huía, y tiré el teléfono y me desquité con Kirsten: le solté la mano en medio del pelotón de gente que se había reunido frente al obelisco para protestar la falta de empleos y no la volví a ver hasta esa noche. Miré para atrás sólo cuando supe que ya era demasiado tarde para que me alcanzara y la vi mirándome desde muy lejos, intentando alcanzarme, y quise regresar, y me arrepentí, pero la tormenta de gente me arrastró, y terminé caminando por la Corrientes, perdido, descalabrado y culpándome por haber llamado a la isla. Algo así era de esperarse. Nada bueno nacía en la ínsula.

...

El golpe estuvo demás, lo sé, el golpe es lo que me jode la cabeza, lo que me come el sueño. El golpe, y la mirada subsiguiente. ¿Cómo puede uno borrar esas cosas? ¿Cómo mentirse y decirse que estuvo justificado? Desde el piso me miró; confundida, y me pidió perdón y la insulté, le dije hasta mierda. No podía mirarla. No podía pensarla. Seguía insultándola. Seguía tirándole lo que le quedaba por el piso y ella allí, quieta. Sentía su mirada ardiéndome la espalda, lapidándome, y al mismo tiempo pidiéndome perdón. Diciendo que no me quería hacer eso; echándose toda la culpa a los hombros; y ahora me revuelco pensándolo.

...

Lo que sucedió sucedió dos días después de la huelga. La llamó su hermana mayor para decirle que su padre había muerto, de un infarto. Yo llegaba de una obra de teatro a la cual no me había acompañado y la descubrí pegada al teléfono, a pesar de que la línea estaba muerta, con su mirada en blanco, como zombi, perdida en los patrones de la colcha que cubría la cama. La llamé, le pregunté si estaba bien, pero sólo me respondió alcanzándome con esos dos ojos de ultratumba. Le toqué el hombro y la encontré fría. Arranqué el teléfono de sus dedos y lo enganché, la abracé. Le dije que todo estaría bien, porque por un momento pensé que lo estaría.
Nos quedamos dormidos, acostados en la cama. En el medio de la noche, me levanté porque ella hablaba. Debía de llevar haciéndolo un rato, porque cuando sintonicé su voz tan melódica pensé que su historia se acababa. Me contaba de su padre, de los altos y bajos de la relación, de ‘cuándo se enteró’, de cosas que yo no comprendía, y cuando terminó se volteó, casi pegó sus labios a los míos, y yo le dije nada de esto es tu culpa, porque presentí que es lo que ella quería escuchar. Me acarició la mejilla, yo la besé. Intentó alejarse, pero la volví a besar. No te preocupes, le dije, y le besé el cuello, le besé la espalda, le quité la camisa y le lamí los senos, tan redondos y tan perfectos—y tan artificiales, añado ahora.
Así me enteré. Kirsten me detuvo. Me detuvo la mano que insistía en descender por su vientre. Me explicó. Me habló de Miguel, de la operación, de su escape. Pero aún así, no entendí. Me puse de pie, caminé de un lado a otro. Se me acercó, me aguantó por ambos hombros, y me dijo que lo sentía, que intentó decírmelo. Que… mas, ya nada importaba, perdí el control, perdí el sentido, la empujé, levanté la mano izquierda…

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Lo he logrado—me dijo en nuestros primeros días en Buenos Aires, mientras teníamos una cena argentina en horas que, de vuelta en la isla, yo hubiese estado durmiendo.
¿Qué cosa?—le pregunté.
He logrado huir. Estoy libre.

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¿Cómo fue posible que yo le arrebatara esa libertad? ¿Cómo era posible que después de haberla ayudado, de haberla asistido a batallar sus demonios, hubiese sido el responsable de propinarle el golpe más pesado? ¿Que yo, su “mejor amigo y ángel guardián” le hubiese devuelto todo el peso del yugo conservador del que ella había estado corriendo?

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No me fui la noche del golpe. Resolvimos en hacer el check out tres días y dos noches después, en los que cada uno buscaría qué hacer. Me dijo que “me dejaría el camino libre”, y así lo hizo. Durante las horas de la mañana y la tarde, se desaparecía por las avenidas argentinas; y, por las noches, yo me iba a alguna barra, para regresar al cuarto hecho un desastre. Dos noches vagabundeé, y justo antes de irme, justo antes de salir para el aeropuerto—a las cuatro de la mañana, dejé un sobre con el dinero en la cama y empaqué mis cosas—la observé por algunos minutos, mientras dormía. Me recuerdo escudriñando su forma por rasgos masculinos de los que antes no estuve consciente, algo que me dijera que era obvio, que todos lo sabían menos yo; pero ahora, creo que, muy adentro de mí, pienso que la admiraba, como mujer, una última vez. Trazaba su recuerdo en mi conciencia. Para no olvidarla, supongo. Porque, a pesar de que en el momento la odié como jamás había odiado a alguien, sabía que no había sido su intención.
Abordé el avión en ese estado sonámbulo; y, tan pronto me senté, me desmayé. Caí en un sopor del que sólo me escapé al llegar a Miami, siete horas después, para hacer escala con el otro avión que me regresaría a San Juan. Mis padres no me preguntaron nada, mi exnovia no me preguntó nada, y, poco a poco, el rompecabezas se acomodó a solas y todo cayó en su lugar. Me casé con quien se suponía que me casara, ella, conseguí el trabajo que se suponía que consiguiera, el de mi padre, y después de un tiempo, nadie me preguntó nada más. Argentina se nubló, se volvió lo suficientemente leve para desaparecer por completo de mi realidad.
No sé cómo reaccionó Kirsten al levantarse; me lo he preguntado miles de veces. ¿Habrá llorado? O, ¿era de esperarse que me fuera cuando ella no estaba? ¿Se quedó en Argentina o regresó a la isla? Las preguntas, aunque al principio eran muchas y constantes, eventualmente le dieron paso al olvido, o tal vez a la madurez; esa madurez que se había mantenido tan alejada de nuestra relación, esa madurez que se había quedado al margen, al otro lado, en una costa caribeña, y tan pronto vio la oportunidad, saltó hasta alcanzarnos.
No me quedó otra que dejarme llevar, y esperar—desear—que algún día, en algún lugar, me tropezase con ella de nuevo, tal vez para disculparme, no por haberme ido, sino por haberla dejado atrás aquél día de la huelga, sin haberle explicado que no era culpa de ella.

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo.]

norma durmiendo, un cuento

Norma durmiendo.
Durmiendo a pesar de que la palma que se hinca frente a la casa de urbanización de acceso controlado esté retorciéndose ante las inclemencias del clima; a pesar de que sus pencas sean atrapadas en esa máquina de tortura china que son los soplos ciclónicos; a pesar de que a la residente número ciento quince se le haya olvidado subir a su cachorro, a su pequeñísimo chihuahua, que mira al mundo desde su escondite, desde esa esquina de techo que sobresale hacia un lado, como un niño que descubre que está solo en el mundo. Norma durmiendo.
Norma durmiendo y una sigilosa estría nace en el tronco de la palma, nace silenciosa con la promesa de hacerse fractura, con la certeza de hacerse tránsito; y el cachorro decide aventurarse, arriesgarse fuera del perímetro de la casa, y una cansada penca resuelve soltarse, resuelve abandonar la lucha y estira sus brazos y es cercenada de su cuerpo y lanzada quebrantemente contra una ventana de vidrio. Y Norma durmiendo. La palma no sangra, pero el cachorro sí. Sangra en el momento que el cadáver de penca vuela proyectil en su dirección y le azota las patas traseras, y es su pequeño tobillo, si es que los perros tienen tobillo, el que se fractura y no la palma, que ya es elástica, que ya está plagada de sinuosas fisuras. Mil trescientas ráfagas envuelven la urbanización. Mil trescientas ráfagas la levantan sobre sus múltiples lomos y la aíslan y ocurre un silencio. Los párpados de Norma tiemblan. Un movimiento apenas visible. Las pestañas vibran, pantomima de un acto que no rebasa. La mano derecha se mueve un centímetro hacia su derecha, debajo de la almohada. ¿Se despertará? Flexiona su rodilla izquierda, tenue. Su piel se encrespa. El acondicionador de aire susurra. El párpado, las pestañas. Blancas.
Durmiendo aún. Norma durmiendo inmutable frente a la palma que se niega, a la palma que no sufre por sus pencas, que desnuda y lacerada está aún de pie, contemplando la lluvia echa bolines, contemplando el cielo hecho ónice, contemplando la locomoción de nubarrones desertores que se saben culpables. Impávida ante el sonido invisible de la lengua del perro lamiéndose las patitas, ante el ardor que siente, ante el frío que le pica al lado de la herida, encima de la herida, debajo de la herida. Cruel, cruel, y el cachorrito lamiéndose con empeño, empujándose con empeño, exigiéndose llegar hasta el pequeño parque pasivo al que su propietaria prófuga lo llevó una vez, para poder refugiarse debajo del castillo de madera verde, para poder refugiarse sobre la arena tan calientita en su recuerdo.
El movimiento es ahora más fuerte. Pero ocurre alrededor de la cintura. Se separan los muslos y cambian de posición. Las pestañas no se mueven, pero se ejerce una fuerza sobre los párpados. La mano derecha, nada. La rodilla izquierda, elipsis. El acondicionador de aire agoniza. El alumbrado público, afuera, también. Otro movimiento. Más insistente esta vez. ¿Está intentando despertarse? ¿Por qué no lo logra? Su hombro, el área en la que el cuello se hace pecho. Un hilo de aire se rueda entre los labios. Blanco.
Las raíces de la palma muerden la tierra liquidada. Las mil trescientas ráfagas columpian la urbanización desde los cordones de sus zapatos, la lanzan al aire y estiran sus brazos, como para atraparla nuevamente. Pero la dejan caer. Y la urbanización se comienza a deshacer ante la presión del viento, ante la posesiva gravedad, y le da paso a la profecía de la primera estría, que se cumple, y la palma hecha estocada azota contra la pared de la habitación, fuertemente fuerte, y la quiebra. La impávida peña lluviosa penetra por la nueva hendidura. El cachorro aúlla, con su pierna trasera estirada, y tiembla, tiembla hondo. Las ráfagas lo azotan a él también, pero su refugio no permite que lo muevan. Se ha escondido debajo de la casa de juegos de madera que está en el parque. Está solo, totalmente solo, y por el momento no quiere que esto cambie. Siente una intensa necesidad para con su propia sombra, que yace debajo de las pulgadas de agua. Aúlla una vez más, le permite a sus dos oscuridades trazar el rumbo de todas las palmas de la urbanización, escindidas, que se elevan sobre el parque en huraños espirales ascendientes y que comienzan a trazar la lóbrega silueta de un ojo fosco.
Y Norma sigue durmiendo.
Durmiendo sin darse cuenta que su cuarto se inunda, que la urbanización ya no existe, que la palma ya no está, que el cachorro espera la postrera visita del propietario forastero; y su muslo desnudo, sus párpados, su rodilla inmóvil, su hombro, el área en el que el cuello se hace pecho, sus pulmones. Todo estático y todo detenido. Y tan blancamente blancos.
Norma durmiendo.
Norma dormida.
Norma demasiado quieta y el agua, y la palma, y las mil trescientas ráfagas…

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del II Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo.]