miércoles, junio 24, 2009

el peor sueño del mundo, un cuento

Desde hace tiempo te he querido hablar de un sueño, contártelo, más bien, pero no había encontrado la oportunidad. No, no es nuevo. Ya va tiempo. Es un milagro que aún me acuerde, pero es que se ha repetido varias veces en los pasados cinco años. Lo tuve justo antes de irme, si no me equivoco. Sí, sí, la primera vez que me fui. No quiero viciarte, no es un sueño épico, y a ti, más que a nadie, te parecerá estúpido. Un sueño débil, pusilánime, dirías.
Ves, y te lo tengo que contar hoy, porque mañana vuelvo a montarme en un avión, y tengo esperanzas de no tener que regresar. No, no pienso volver, y esta vez estoy seguro que no lo haré. Lo siento, no puede esperar. Ten paciencia, hombre, no te pido nada más. Sólo siéntate y escúchame, no notarán que faltas por ahora, cuando se esté acercando la media noche de seguro te buscarán, para el conteo y toda esa madre. Pero espero haber terminado antes, me iré, sin despedirme de mami, ni de Melanie. Es la única forma.

Acuerdo levantarme pensando que había tenido el peor sueño del mundo, y aún me puedo proyectar y sentir el pecho apretado, y las lágrimas en mis cachetes.

Como sabes, uno en los sueños no cambia. Aunque sepas que ha pasado mucho tiempo, o que estás bien engranado en el pasado, uno se ve igual. El sueño fue en el futuro, en este caso. Uno no tan lejano. Si lo tuve a los veintidós por primera vez, en el sueño tenía veintinueve, quizás. Dos más que ahora.
Estaba parado frente al portón de la Universidad, el que da hacia la Torre, debajo de uno de los dos pequeños techos que abrazan la entrada. Estaba vestido con un jacket largo y como color crema, como de niuyorquino de película y tenía guantes de terciopelo. Temblaba del frío. Recuerdo que pensé en el sueño que debía de ser la nieve, aunque no había nieve. Aquí es que entra la lógica del sueño, y que vas a tener que soportar un poquito de sinsentido: la imagen de la ciudad era Río Piedras, pero no creo que estuviese en Río Piedras. Digo, en el sueño sabía que no estaba en Río Piedras. Estaba en Estados Unidos, en algún estado frío, terminando algún doctorado igualmente frío. Tengo que confesarte que estaba nervioso, en el sueño. Estaba esperando por alguien, un poco ansioso. Alguien-es, en plural. Por alguna razón, seguía metiendo mi mano en el bolsillo derecho de la chaqueta y acariciando una paleta que tenía, sí, sí, un lollipop, como para asegurarme que no la había perdido. La paleta era importante, lo sabía en el sueño, aunque no cuando desperté y lo recordé. Por eso te lo menciono ahora, para que tengas claro la importancia de la paleta: la paleta entre mis dedos, la paleta en el bolsillo.
Esperé allí algunos minutos, antes de que un automóvil anónimo, una forma de automóvil, no, no recuerdo qué carro en específico era, era más como un vacío negro que un automóvil, pero en el sueño me hacía toda la lógica del mundo que se detuviera frente a mí, en la avenida Ponce de León, justo debajo del semáforo, aunque este estuviese verde—quién sea que lo conducía no veía Río Piedras, veía la ciudad significada. Acto seguido, las puertas se abrieron y desbordó un hombre como de mi edad, de mi edad de ahora, no del sueño, y una mujer de veintitardes. No te los puedo describir a detalles, ni mucho menos decirte quiénes eran, porque no sé, pero en el sueño los conocía, a ambos. Aunque a él no tanto. A ella la conocía bien, de eso estaba seguro, y al verla recordé un millar de imágenes que me hicieron sonreír. El hombre caminó hacia mí, y me dio la mano, y me sonrió, y me dijo un tanto tiempo que yo le respondí casualmente. Ella, por el otro lado, me miró nerviosa. Le besé la mejilla. Había algo entre nosotros. Una tensión. O mejor dicho, hubo algo entre nosotros. Una relación. Lo supe de improviso. Ella me acarició la barba con nostalgia, y la vi haciéndolo mil veces anteriormente, en contextos distintos. Le dije bueno verte. El hombre nos miraba, sin inmutarte. Estaba preparado para este encuentro. Supuse que era su pareja. Su pareja seria. Estaban cubiertos por esa sombra que tienen las parejas estables, las parejas de largo recorrer. Sombra que faltó siempre en mi relación con la mujer del sueño, eso también me llegó relámpago.
Ten paciencia, hombre. Lo que te estoy pidiendo son diez minutos. Hasta ignórame si quieres hacerlo, pero quédate ahí, hasta que termine.
Mientras la mujer me decía algo que yo ignoraba, mientras me daba unos papeles, el hombre abrió la puerta trasera del carro. No sabía por qué, pero mi atención estaba totalmente dedicada a sus acciones. El motivo de nuestro encuentro, sabía el yo durmiendo, estaba en aquél asiento trasero. La mitad del hombre desapareció en el interior, y cuando emergió nuevamente, cargaba una niña. Una niña preciosa, aunque no recuerdo su cara con detalles. Debía tener dos años, quizás tres. En el sueño mi pecho se me trancó, y siempre que lo recuerdo, y aún ahora que te lo cuento, siento que se me encaja algo, algo adentro. Por instinto, mi mano se escondió en el bolsillo y apretó la paleta, como si fuese la soga de la que dependía mi vida. El hombre le besó el cachete y caminó hacia mí. La mujer se volteó. Dándome la espalda, como si no quisiese ver aquello. El hombre me ofreció la niña. Sí, me la ofreció. Al levantarme estuve confundido, pero en el sueño, en el sueño la tomé, la tomé como si siempre lo hubiese querido hacer, y la abracé, mis manos temblando, mis brazos temblando, mis labios temblando. Iba a decir algo, no sé qué, pero la niña me empujó. Me empujó y comenzó a llorar, a decir con el gigante no, con el gigante no, y yo no sabía a qué se refería y la seguía abrazando y me dolía; puñeta, no te puedes imaginar lo mucho que me dolía. Miré al hombre y se la pasé a sus manos, sintiendo que no lo quería hacer. Sintiendo que le daba algo que jamás uno presta, que le entregaba las llaves de mi casa a un violador, a un secuestrador, a un asesino en serie. Y él la puso en el piso, y ella lo miró a él, de pie en sus pequeñitas piernitas, y volvió a repetir lo del gigante, y él la regaño. Le dijo respeta, con la voz con la que los padres regañan a los hijos.
Acuérdate de lo que habíamos hablado, le dijo él, y entonces dijo algo que no recuerdo exactamente, y que te repito probablemente de forma errada, pero que de todos modos es lo que me hizo levantarme, es lo que me hizo escribir esto antes de contártelo, que me hace obligarte a sentarte a ti, y repetir todo esto, aunque me duela demasiado: él es tu papá, nena, o tal vez fue, él es tu papi, o quizás y más probablemente, él es tu otro papi, del que te habíamos hablado. Y el yo despierto dio un paso hacia atrás, mirando la cama como si ella fuese la culpable, y el yo dormido dio un paso hacia atrás. Y los dos sentimos un dolor en el pecho tan y tan hondo, hombre, un dolor tan y tan ajeno que nos vació los pulmones de poquito en poquito, y me desperté pensando: la nena no sabía quién yo era. Y esa oración me sigue haciendo eco en la cabeza, papi, me sigue haciendo eco en la cabeza aún hoy: la nena no sabía quién yo era.
No me mires así, hombre. En el sueño, en el peor sueño del mundo, me acuclillé frente a la niña y saqué la paleta del bolsillo. Ella me miró desde ojos llorosos y la tomó. Le dije que la voy a llevar a un parque, y allá le daré otra paleta. Le sonreí, aunque lo que quería hacer era llorar como lo hacía la mujer, que había regresado al automóvil. El hombre le dio un empujoncito a la niña y me sonrió, como diciéndome buena suerte, mano, o, ya te toca, mano. Y yo columpié mi cuello, respondiéndole gracias, no sabes lo que esto significa para mi. La niña dio un paso hacia mí, miró al hombre y le sonrió, como si ella supiera que a él le dolía también, y el hombre le respondió con una sonrisa que yo reconocí como una sonrisa obligada. Trepé la nena a los hombros. Le dije, dile adiós a tu mami, y ella me hizo caso. Les dimos la espalda y comenzamos a caminar el largo trecho hacia la Torre de la Universidad, aunque realmente no estábamos allí, aunque realmente estábamos caminando por una acera forrada en nieve y en frío y nos dirigíamos hacia un parque pasivo que yo sabía que estaba en el área. No sé cómo cargar la niña exactamente, dónde colocar los brazos, y ella se da cuenta. Me corrige, me dice que suba más un brazo con una voz adorable. Lo hice. ¿Ves? Me dice y le respondí, sí, veo mi amor. Le empecé a contar del parque al que la voy a llevar, de cómo la llevaré a escoger paletas después, le hablé de mil cosas para no tener que quedarme callado, para poder distraerme y olvidar ese ardor que siento en el pecho. Cuando llegamos al parque la solté en los columpios un momento e intenté marcar el número celular de mami, o de Melanie. Intenté marcar todos los números menos el tuyo, papi, y la llamada no salió. La fuckin’ llamada no salía y yo no tenía ni idea de qué hacer. La nena me miró y yo le sonreí. Pero no fui tan fuerte como el hombre que la trajo, como su padre de crianza, como el padre que cuenta de verdad, y sentí que las lágrimas me escaldaban las cornisas de mis párpados. Y comencé a llorar. Comencé a llorar y la nena me miró desde lo más alto del columpio con una tristeza tan pero que tan honda que me hace llorar aún más. Tengo una hija que no me conoce, me dije; y, al pensarlo, el yo dormido sollozó aún más fuerte, y el llanto es lo que despertó al yo verdadero en primer lugar, y yo miré al techo de mi habitación y me sobé el pecho, porque me dolía. Realmente me dolía.

¿Entiendes? Dime que entiendes, por favor. Dime que te es obvio que te estoy intentando decir que me equivoqué, que por más que intenté, terminé igual que tú. ¿No ves eso? ¿Estás tan lejos? Olvídate. Vale, puedes bajar. Eso era todo. Feliz año nuevo. Sí, sí. Te llamaré cuando aterrice.

Lo veo bajar las escaleras y me doy cuenta que está viejo, que no lo volveré a ver vivo, que no sobrevivirá ese cáncer que parece querer cobrarles todas las que hizo. Y no me da nostalgia, para nada. Me parece que es el final que le debía venir, que es el final que nos vendrá a todos, porque es imposible escapar. De eso también estoy seguro. Estoy seguro que aunque me vaya lejos, aunque me mude a un continente siempre-soleado, aunque intente alejarme lo más posible del peor sueño del mundo, siempre vendrá el momento en el que la probabilidad de lluvia se hará realidad; y ese diluvio lo limpia todo, lo destruye todo, nos ahoga a todos.

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo]. Anteriormente había publicado una versión de éste como entrada al blog, bajo el mismo titulo. Aunque aquél era menos cuento y más anécdota.

lunes, junio 22, 2009

entre lo que pasan once meses otra vez

ni medio lleno, ni a lo mismo
vacío, simplemente incompleto,
me servirían algunos cumpleaños
mas. eso y las primeras lluvias
del mes que acaba. la sed,
esta cosa terriblemente viva.

Poema de Rubén J.M Ramos, sacado de su bló, Silk.

el listado, un cuento para el blog.

1.
Le gustaría preguntarte de dónde llegaste. O quizás, si le dieses la oportunidad, insistiría en el por qué ahora, atribuyéndole a la imposibilidad del asunto una dimensión temporal.
Temo que ella te preguntaría tantas cosas. Cosas que no me cabe imaginar.
Sólo puedo alcanzar a mencionarte algunas, porque hizo una lista, hace unas semanas. De ahí sustraigo estos datos.
Supongo que su jefe estaba ocupado en una reunión cuando la escribió. Arrancó un papel con el estampado de la compañía y tituló, en su letra manuscrita, un poco tosca y gorda: 5 Cosas que le Preguntaría Si Me Diese la Oportunidad.
Simple, porque aunque no lo creas, para asuntos emocionales, Amanda es la señorita praxis. Al terminar, dobló la nota en dos partes. En una tercera, en forma diagonal; haciendo del pedazo un triángulo, y lo guardó en el bolsillo del pantalón.
La transparencia que Amanda ostenta en su trata social, se refleja en todas las facetas de su vida, como estoy seguro que sabes. La forma en la que dobla sus notas dice mucho de su contenido. Sobre la coqueta de su cuarto se encuentran cientos de papeles doblados en cuadrados y rectángulos, otros en octágonos y estrellas. Nunca antes había visto un triángulo tan perfecto entre sus cartas.
2.
Las dos preguntas con las que emprendí este relato son, en realidad, el primer número en el listado. Admito que cuando comencé a leer pensé que cargaría más o menos la misma línea, el mismo estilo en sus inquisiciones. A partir de ese par, consideré que las dudas girarían entorno a señuelos existenciales. Sin embargo, la segunda me parece que apunta a una conversación que ustedes tuvieron en algún momento. A algún chiste secreto. La primera vez que la leí, pensé que se trataba de un asunto literal. Mas, tras lecturas consecutivas, noté que al final de la oración sus letras se encogían, como apuntando a una sonrisa. A un guiño. Decía, en inglés: #2. Dime, do you wash your hair in honey dew?
Tras palparla, consideré cerrar la nota. No inmiscuirme en asuntos ajenos. Después de todo había confiado en mí al dejarme permanecer en su habitación mientras se duchaba, sin pero alguno. Un largo trecho para un noviazgo tan temprano como el nuestro. Como quiera, si el resto de los puntos referían al lector a conversaciones pasadas, a palabras ya viejas, perdía mi tiempo. No era mi trabajo, ni fetiche, conjeturar acerca de la vida privada de los terceros.
3.
Llevé mis ojos al número tres con recelo. De la entonación de este pendía la continuación de mi lectura. Para mi suerte (¿podría hablar de buena suerte en este asunto?), la pregunta, un párrafo, era directa, clara: #3. ¿En qué piensas cuando estás callado? ¿Cuándo en medio de conversación inclinas tu mirada hacia mi hombro y te alejas? ¿Serán cosas buenas? ¿O, como me temo, todo es negativo? ¿Será que en alguno de estos silencios repentinos me consideras a mí o a mis palabras? ¿O es que piensas en qué hubiese pasado si Frances nunca hubiese vaciado el armario? ¿Qué hubiese pasado si durmieses un poco más ligero y te hubieses levantado a tiempo para detenerla? Mejor aún, ¿será que no piensas en nada?
Confieso que sonreí ante su firmeza. Que sentí orgullo a que fuese tan directa. No obstante, el reflejo de estas mismas cualidades en la escritura, la manera en que no variaba en lo más mínimo el tamaño de las letras, en que acentuó todas las palabras, que no abrevió ningún qué, me inquietó. Era obvio que había cavilado en esa pregunta en más de una ocasión. Una ojeada adicional me hizo considerar la posibilidad de que las dos anteriores fuesen sólo un pretexto para alcanzar esta.
4.
La tubería del viejo apartamento cagüeño que su padre le heredó gimió barrunto. Tomé la lista, imité su doble, y me la coloqué en el bolsillo. Cuando entró a la habitación, tan alta y tan arreglada, vistiendo esa sonrisa nueva que aún me causa estragos, olvidé por completo el listado. Tú me entenderás, de seguro. No sé qué tan bien la conoces. Supongo que lo suficiente para saber que no suele sonreír con frecuencia. Lo difícil que es ganar el privilegio. O quizás no, quizás me equivoco, y ella te sonríe todo el tiempo. El punto es que olvidé del listado por casi una semana.
La cargué, como un cinturón de explosivos, sin darme cuenta. Hasta que un viernes me encontré sólo en casa y tropecé con el triángulo de papel amarillento y estampado de compañía. Lo abrí, casi olvidando de qué se trataba.
Durante esa semana tácita, apenas pasé tiempo con ella. Nuestros horarios de trabajo no coincidieron. Las pocas llamadas telefónicas que nos hacíamos jamás conectaban exitosamente. Mi servicio de Internet estaba disparatado. No era la primera vez que todos estos factores pactaban. Habíamos tenido lapsos de incomunicación anteriormente. Sin embargo, teniendo el listado en la mano, sentí urgencia por saber dónde se encontraba, qué hacía en ese momento. Decidí no llamarla. Por alguna razón, sabía que estaba contigo. Que habían salido a beberse unas cervezas o a hablar, como solían hacer. Normalmente, no me hubiese importado. Pero, dada a las circunstancias, ¿me culparías?
Releí los puntos anteriores con una taza de café negro en la mano. Ni siquiera había mirado el número cuatro hasta que llegué a él. Tragué fuerte y coloqué la taza encima de una edición rosada de Women as Lovers de Elfriede Jelinek, que Amanda había dejado en mi mesa de noche hacía unas semanas. Continué leyendo. Su letra aún preñada de firmeza, de voluntad:
#4. ¿Qué piensas de nuestro parecido? ¿De nuestra ligereza de sueño? ¿De la facilidad con la que ensamblamos conversaciones que ofrecen lo suficiente, pero que nunca ceden totalmente? ¿Qué piensas de mi ignorancia para las cuestiones más cotidianas? ¿Qué piensas de la sonrisa que intento evitar cuando me aclaras cualquier duda? ¿Qué pensaste de mi librero, cuando lo viste? ¿De mi preferencia por novelistas austriacas? ¿De la proliferación de premios Nóbel? ¿De las ediciones en francés que ojeaste, a pesar de no entender nada? ¿De la montañita de libretitas caras repletas de esta letra garabateada? ¿Qué piensas de nuestro parecido? ¿Será que para ti es la materia con la que se tejen las buenas amistades? ¿Será que para ti no huele al almíbar de lo soñado, de la cursilería pop que no puedo evitar? ¿O será que, y esto lo temo más que nada, no me lo crees? ¿Será que piensas que todos esos libros son pose y muralla, castillo y garita, que estoy vacía, que soy de cartón?
Olvidé el café por completo. ¿Cómo culparme? ¿Cómo reaccionar? Leí la última pregunta, la que tenía el pequeño cinco tatuado a su izquierda, porque quería terminar con la lista. Evité rumiarla con demasía. Era lo menos que quería hacer. Le regresé su doblez triangulado. La lancé al zafacón, temiéndola boomerang. De golpe entendí por qué las confesiones deben limitarse a viejos templos de piedra, a los oídos de hombres castos y de pesadas sotanas.
5.
El día siguiente, Amanda llegó a casa temprano. Me contó que ustedes habían pasado la noche conversando en una placita que recién inauguraron cerca de su apartamento. Me resumió la conversación, como para darme a entender que no había nada que esconder. Comentó tu situación con Frances. Dijo que pensaba que seguías herido, a pesar de que casi había pasado un año. Cambié el tema para asegurarle que no tenía que darme detalles. En realidad no tenía que hacerlo. Si sentí celos cuando comencé la lista, ya habían sido exorcizados. De no ser así, me hubiese vuelto loco.
Apenas dormí esa noche. La escuché inhalar y exhalar con una paz inquietante. Había tanto escondido en su interior. Un sistema de cavernas innombrables al que sólo tú, sin saberlo, habías ingresado. Era inconcebible lo hondo que le habías llegado. Desconcertante. Con ella dormida como santa, con su espalda ancha, desnuda y manchada, fui al zafacón y escarbé por el triángulo. Entré al baño y cerré la puerta con sigilo. Brinqué al quinto número. Algo se estremeció en la boca de mi estómago. El manuscrito de Amanda se cimbraba diferente con cada carácter, como si toda grafía le perteneciese a una autora distinta. La releí, una y otra vez. Primero para cementar, de una vez por todas, mi decisión de contarte todo esto; asegurarme que no había vuelta atrás. Y segundo, para poder, aunque fuese sólo una vez en mi vida, aproximarme a un sentimiento tan puro, tan íntimo y cabal.
Ahora sólo me queda añadir una línea a su lista. Apropiarme de su texto y grabarle un número seis, en letras fuertes. Mirarte a los ojos, de hombre a hombre, como decía mi abuelo, y preguntarte, ¿qué harás?

miércoles, junio 17, 2009

todas las extravagancias posibles, dice Woolf

En una prosa sin adornos pero sí con ironía, (Virginia) Woolf le pedía al joven escritor que aprovechara, y esto sin ambages, la feliz época que se sucede antes de publicar el primer libro. En lugar de percibir el estado de “inédito” como una maldición de la que hay que zafarse tan pronto como sea posible, la Woolf conminaba al joven escritor a alargar esta etapa. Es justo entonces, en esos productivos y gozosos años que el joven poeta puede (y debe) cometer todos los errores, seguir todas y cada una de sus intuiciones, y caer en todas las extravagancias posibles (y hasta en las imposibles). Una vez publicado, le recordaba la escritora, las cosas serían distintas. Una vez publicado, se crearán expectativas, y no sólo por parte de los lectores. El escritor esperaría entonces algo, algo específico y no todo, de sí mismo. El escritor habría entonces caído.
Paráfrasis de Critina Rivera Garza en su artículo "Modos de circulación cultural", disponible en su blog.

martes, junio 16, 2009

véase: bizarro

1.
Pequeña nota de sorpresa, tras leer un post (que nada tiene que ver) en el blog de Gustavo Faverón: recién descubro que la palabra "bizarro" no tiene el mismo significado en español que en el resto de las lenguas romances, que no significa, según la Real Academia Española, ni extraño, demencial, desmedido, inusual, raro o descabellado, como siempre había pensado y como siempre lo había usado. Dice el diccionario:
(De it. bizzarro, iracundo). 1. adj. valiente (esforzado). 2. adj. Generoso, lucido, espléndido.

2.
¿Por qué me motiva este nimio descubrimiento a escribir un post (no menos pueril)? Pues, simple: Porque una posible redefinición del término bizarro que lo iguale a valiente, o a generoso, conlleva una redefinición de Bizarro, el clón de Superman que creó Lex Luthor en los muñequitos que daban cuando tenía entre diez y catorce años. El Bizarro de la serie era un Superman torcido, con un parecido tremendo al monstruo de Frankestein, de piel azul, que, a pesar de que intentaba salvar a los ciudadanos de Metrópolis, siempre terminaba haciéndoles daño. Bizarro era un niño inocente enterrado en el cuerpo del último hijo de Kriptón. Le era imposible distinguir entre bienestar y daño, entre paz y amenaza. Me encantaba, cuando niño, la idea de Bizarro. Me enternecía. Siempre esperaba por el momento en el que Bizarro superase los desperfectos de su creación y, con eso, a Superman. Aunque nunca lo hizo.
3.
No recuerdo qué sucedía, finalmente, con Bizarro en la serie de muñequitos. Sin embargo, en una página de fanáticos del deforme leí, hace algunos meses, que en una de sus versiones de los cómics, Bizarro moría al chocar con Supermán en pleno vuelo. El cuerpo de Bizarro se deshace, tras el impacto, en una nube porvorienta azulada que, sin explicación alguna, cae sobre la hermana ciega de Lois Lane y le restaura la vista.
4.
Otra prueba más de que la RAE puede ser un instrumento inutil. Punto que recuerdo haber discutido con más de un compañero de Información y Periodismo, en la iupi. Mas, al mismo tiempo, puede ser un gran aliado. El Bizarro de la RAE es igual de valiente que Superman, es igual de generoso y pacífico. El Bizarro de la RAE puede escapar Metrópolis, llegar a otra ciudad, a otro mundo que no sea el primero, donde hace falta un héroe menos blanquito, menos ordenado, pero un héroe de este planeta. Porque, si algo, Bizarro, al contrario de Superman, era un héroe de este planeta: disfuncional, fallido, fracasado desde su concepción, destinado a deshacerse en una nube de polvo que se dispersa minutos después de su muerte.

domingo, junio 14, 2009

starter friends, dice la señorita July

1.
Entre sentada y sentada, he leído la mayor parte de los cuentos de "No one belongs here more than you" de Miranda July. Todos los relatos están esparcidos por distintas revistas, he leído dos en Zoetrope All-Story (proveídas por Sam), uno en una New Yorker de la Lázaro, y el resto, anoche en Borders, durante una espera de hora y pico. Recién la han traducido al español en España. Rodrigo Fresán la reseñó hace algunas semanas, aunque no tengo el link para ofrecer la reseña, supongo que tendrán que googlearla.
2.
Los cuentos de July tienen un no-sé-qué que los hace agridulces y adorables. A veces, demasiado lindos y cursis, de una forma 'quirky' que puede parecer empalagosa. Sin embargo, mantienen un golpe subyacente de seriedad y soledad y tristeza y el spleen más azucarado que he leído en los pasados meses, que nunca perece. Quizá el único fallo sea que sus personajes se sientan todos iguales. Por lo menos, sus narradores. Aún así, creo que éste detalle no mata la colección. Tiene tantos aciertos, tantas frases buenas, líneas memorables, que se le perdonan sus deslices.
3.
July es directora y guionista de Cine, es cantante, es artista plástica, hace videoarte, y no sé qué más. Es la mujer maravilla, supongo. Además, es bonita. No sé si eso tiene que ver con su exito, con toda la promoción que ha recibido (talento tiene, pero mucha gente talentosa hay).
4.
Una cita que me gustó mucho y apunté, aunque no marqué a qué cuento pertenecía:
Sometimes I lie in bed trying to decide which of my friends I truly care about, and I always come to the same conclusion: none of them. I thought these were just my starter friends and the real ones would come along later. But no. These are my real friends.

jueves, junio 11, 2009

the burning of los angeles

1.
The bird began to sing again. When it stopped, Faye was forgotten and he was only wondering if he weren’t exaggerating the importance of the people who come to California to die. Maybe they weren’t desperate enough to set a city on fire, let alone the whole country. Maybe they were only the pick of America’s madmen and not all typical of the rest of the land.
He told himself that it didn’t make any difference because he was an artist, not a prophet. His work would not be judged with the accuracy with which it foretold a future event but by its merit as painting. Nevertheless, he refused to give up the role of Jeremiah. He changed “pick of America’s madmen” to “cream” and he felt almost certain that the milk from which it had been skimmed was just as rich in violence. The Angelenos would be first, but their comrades all over the country would follow. There would be civil war.
He was amused by the strong feeling of satisfaction this dire conclusion gave him. Were all prophets of doom and destruction such happy men? He stood up without trying to answer. When he reached the dirt road at the top of the canyon Faye and the car were gone.

Nathanael West, The Day of the Locust.
2.
Nathanael West se mató, junto a su esposa, en un accidente automovilístico el veintidós de diciembre del milnovescientoscuarenta. Regresaban de México. Dicen que West estaba hecho un asco tras enterarse del fulminante infarto que le arrancó a su mejor amigo, F. Scott Fitzgerald. Dicen que las habilidades de chofer de West eran tan terribles que ninguno de sus amigos se atrevía ocupar el asiento del pasajero si estaba al volante. Dicen que se comió un signo de Pare.
Apenas llevaba casado un año con la señorita Eileen McKenney. Al regresar a California, se suponía que tomasen un vuelo a Nueva York, donde verían el estreno de la obra de teatro My sister Eileen, escrita por Ruth McKenney, la hermana de la esposa de West.
Al momento de su muerte, West era relativamente desconocido.
Años antes, previo a que West emigrara a Hollywood para trabajar como guionista para RKO Pictures, pertenecía a un grupo de escritores que contaba con el poeta William Carlos Williams y con Dashiell Hammett, creador del detective Sam Spade y la novela The Maltese Falcon.
A pesar de que colaboró escribiendo alrededor de quince o dieciséis guiones, su entrada en Wikipedia distila su carrera hollywoodesca a una breve mención de su casicolaboración con Hitchcock, en lo que eventualmente sería Suspicion.
3.
Mientras lees The Day of the Locust hay una sensación que sobresale por encima de cualquier otra: todo es tan falso, tan plástico. Y no son sólo los personajes con los que se relaciona el protagonista, sino el mundo en su totalidad. Por ejemplo, esta descripción de la casa de un personaje llamado Homer Simpson:
The door was of gumwood painted like fumed oak and it hung on enormous finges. Although made by machine, the hinges had been carefully stamped to appear hand-forged. The same kind of care and skill had been used to make the roof thatching, which was not really straw but heavy fireproof paper colored and ribbed to look like straw.
O quizás el momento en el que Faye está en la habitación de su padre, que muere sin que ella se de cuenta porque
she noticed what looked like the beginning of a pimple. It was only a speck of dirt and she wiped it off, but then she had to do her face all over again. While she was working at it, she told him that she could get a job as a dress extra if she had a new evening gown. Just to kid him, she looked tough and said, “If you can’t buy me an evening gown, I’ll find someone who can.” When he didn’t say anything, she sore and began to sing, “Jeepers Creepers.” He didn’t tell her to shut up, so she knew something must be wrong. She ran over to the couch. He was dead.
4.
"There's nothing to root for in my work," explicó Nathanael West, en una de sus pocas entrevistas, para referirse al malestar general en su trabajo, "and what is even worse, no rooters."
Como dice Max Gissen, este enunciado era más que una queja triste de un autor explicando porqué se le atacaba e ignoraba, era una advertencia a sus lectores, un intento de hacer claro que no encontrarían ningún narcótico alegre en su trabajo; lo suyo era un "muted cry of rage, not against people but against life".

miércoles, junio 03, 2009

Ms.Plath has a call

1.
Tengo que decirte, mi dulce Lola, que lo lamento tanto, pero tanto.
2.
He citado varias veces en este blog de un libro que compré en clearance en Borders, hace algunos meses. Por $1.99, era una antología de poetas modernistas ingleses y norteamericanos. Antes de acostarme, cuando lo recuerdo, intento leer uno distinto. Sin embargo, llevo algunas noches estancado entre dos poetas. Uno es William Carlos Williams, y la otra, de la que se trata esta entrada, es Sylvia Plath.
3.
Confieso que me detuve en las cuatro páginas dedicada a ella por la fotografía, no más. El reloj digital que compré hace 10 años marcaba las doce y quince de la madrugada, y sabía que debía acostarme--suelo dormir temprano--pero me quedé mirando la foto como si se tratase de un rompecabezas. Leí la breve biografía, unas ochoscientas palabras, varias veces. Nunca había leído a Plath, aunque sí conocía un dato, un pequeñísimo dato, una imagen fuertísima: y no había mención de ella en aquella página de paper glaseado.
4.
Un pedazo, "Daddy":
Bit my pretty red heart in two.
I was ten when they buried you.
At twenty I tried to die
And get back, back, back to you.
I thought even the bones would do.

But they pulled me out of the sack,
And they stuck me together with glue.
And then I knew what to do.
I made a model of you,
A man in black with a Meinkampf look.

5.
Otro pedazo, de Lady Lazarus:
The second time I meant
To last it out and not come back at all.
I rocked shut
As a seashell.
They had to call and call
And pick the worms off me like sticky pearls.

Dying
Is an art, like everything else.
I do it exceptionally well.
I do it so it feels like hell.
I do it so it feels real.
I guess you could say I've a call.

6.
No, Lolita, no he leído su novela, ni sus diarios, ni una cuarta parte de su obra, ¿qué importa? ¿será que no me dejarás decir que me gusta? ¿que se me esconde por entre las uñas? Su poesía, Lola, es mucho más interesante que todo lo demás, que su biografía--aunque ésta también es llamativa.
7.
Toallas mojadas en la puerta. Los niños durmiendo, bien alimentados. El vecino, gracias, no está en casa. Nota en su mesa: Llamar al doctor. Las niñeras llegarán más tarde. ¿Está encendido? Sí, el Gas está encendido. El horno abierto. Su bello rostro, al fondo. El calendario marca el 1963 (mi madre, 3 años; mi padre, diez. Veintitres aún, pa' mí).
8.
De "Edge", 1962:
The woman is perfected. Her dead
Body wears the smile of accomplishment[...]

martes, junio 02, 2009

a splash quite unnoticed, dice w.c williams

Landscape with the Fall of Icarus de Bruegel
1.
A veces, por más que quieras escribir, sólo vale la cita, la apropiación. Pasas las páginas rápido hasta que el ojo insiste en el pequeño 46 en la esquina, o en el 154, y dos poemas que quizá poco tendrían en común, más allá del modernismo inherente que los atrapa en este libro, parecen atarse, y referirse a la misma picazón.
2.
Sin embargo, ese finísimo hilo es tan personal como un recuerdo de la primera vez que intentaste atrapar un vistazo del baño de las nenas, o el secreto que te susurró en el parque tu amiga de niñez, aquella única vez que se escaparon de casa, pasado el toque de queda de sus padres, ella en sus rollerblades rosados y tú en tu bicicleta.
3.
Por eso, sólo pongo aquí uno de los poemas, Landscape with the Fall of Icarus, de William Carlos Williams. El otro me lo quedo, porque pica demasiado cerca.
According to Brueghel
when Icarus fell
it was spring

a farmer was ploughing
his field
the whole pageantry

of the year was
awake tingling
near

the edge of the sea
concerned
with itself

sweating in the sun
that melted
the wings’wax

insignificantly
off the coast
there was

a splash quite unnoticed
this was
Icarus drowning.