Ves, y te lo tengo que contar hoy, porque mañana vuelvo a montarme en un avión, y tengo esperanzas de no tener que regresar. No, no pienso volver, y esta vez estoy seguro que no lo haré. Lo siento, no puede esperar. Ten paciencia, hombre, no te pido nada más. Sólo siéntate y escúchame, no notarán que faltas por ahora, cuando se esté acercando la media noche de seguro te buscarán, para el conteo y toda esa madre. Pero espero haber terminado antes, me iré, sin despedirme de mami, ni de Melanie. Es la única forma.
Acuerdo levantarme pensando que había tenido el peor sueño del mundo, y aún me puedo proyectar y sentir el pecho apretado, y las lágrimas en mis cachetes.
Como sabes, uno en los sueños no cambia. Aunque sepas que ha pasado mucho tiempo, o que estás bien engranado en el pasado, uno se ve igual. El sueño fue en el futuro, en este caso. Uno no tan lejano. Si lo tuve a los veintidós por primera vez, en el sueño tenía veintinueve, quizás. Dos más que ahora.
Estaba parado frente al portón de la Universidad, el que da hacia la Torre, debajo de uno de los dos pequeños techos que abrazan la entrada. Estaba vestido con un jacket largo y como color crema, como de niuyorquino de película y tenía guantes de terciopelo. Temblaba del frío. Recuerdo que pensé en el sueño que debía de ser la nieve, aunque no había nieve. Aquí es que entra la lógica del sueño, y que vas a tener que soportar un poquito de sinsentido: la imagen de la ciudad era Río Piedras, pero no creo que estuviese en Río Piedras. Digo, en el sueño sabía que no estaba en Río Piedras. Estaba en Estados Unidos, en algún estado frío, terminando algún doctorado igualmente frío. Tengo que confesarte que estaba nervioso, en el sueño. Estaba esperando por alguien, un poco ansioso. Alguien-es, en plural. Por alguna razón, seguía metiendo mi mano en el bolsillo derecho de la chaqueta y acariciando una paleta que tenía, sí, sí, un lollipop, como para asegurarme que no la había perdido. La paleta era importante, lo sabía en el sueño, aunque no cuando desperté y lo recordé. Por eso te lo menciono ahora, para que tengas claro la importancia de la paleta: la paleta entre mis dedos, la paleta en el bolsillo.
Esperé allí algunos minutos, antes de que un automóvil anónimo, una forma de automóvil, no, no recuerdo qué carro en específico era, era más como un vacío negro que un automóvil, pero en el sueño me hacía toda la lógica del mundo que se detuviera frente a mí, en la avenida Ponce de León, justo debajo del semáforo, aunque este estuviese verde—quién sea que lo conducía no veía Río Piedras, veía la ciudad significada. Acto seguido, las puertas se abrieron y desbordó un hombre como de mi edad, de mi edad de ahora, no del sueño, y una mujer de veintitardes. No te los puedo describir a detalles, ni mucho menos decirte quiénes eran, porque no sé, pero en el sueño los conocía, a ambos. Aunque a él no tanto. A ella la conocía bien, de eso estaba seguro, y al verla recordé un millar de imágenes que me hicieron sonreír. El hombre caminó hacia mí, y me dio la mano, y me sonrió, y me dijo un tanto tiempo que yo le respondí casualmente. Ella, por el otro lado, me miró nerviosa. Le besé la mejilla. Había algo entre nosotros. Una tensión. O mejor dicho, hubo algo entre nosotros. Una relación. Lo supe de improviso. Ella me acarició la barba con nostalgia, y la vi haciéndolo mil veces anteriormente, en contextos distintos. Le dije bueno verte. El hombre nos miraba, sin inmutarte. Estaba preparado para este encuentro. Supuse que era su pareja. Su pareja seria. Estaban cubiertos por esa sombra que tienen las parejas estables, las parejas de largo recorrer. Sombra que faltó siempre en mi relación con la mujer del sueño, eso también me llegó relámpago.
Ten paciencia, hombre. Lo que te estoy pidiendo son diez minutos. Hasta ignórame si quieres hacerlo, pero quédate ahí, hasta que termine.
Mientras la mujer me decía algo que yo ignoraba, mientras me daba unos papeles, el hombre abrió la puerta trasera del carro. No sabía por qué, pero mi atención estaba totalmente dedicada a sus acciones. El motivo de nuestro encuentro, sabía el yo durmiendo, estaba en aquél asiento trasero. La mitad del hombre desapareció en el interior, y cuando emergió nuevamente, cargaba una niña. Una niña preciosa, aunque no recuerdo su cara con detalles. Debía tener dos años, quizás tres. En el sueño mi pecho se me trancó, y siempre que lo recuerdo, y aún ahora que te lo cuento, siento que se me encaja algo, algo adentro. Por instinto, mi mano se escondió en el bolsillo y apretó la paleta, como si fuese la soga de la que dependía mi vida. El hombre le besó el cachete y caminó hacia mí. La mujer se volteó. Dándome la espalda, como si no quisiese ver aquello. El hombre me ofreció la niña. Sí, me la ofreció. Al levantarme estuve confundido, pero en el sueño, en el sueño la tomé, la tomé como si siempre lo hubiese querido hacer, y la abracé, mis manos temblando, mis brazos temblando, mis labios temblando. Iba a decir algo, no sé qué, pero la niña me empujó. Me empujó y comenzó a llorar, a decir con el gigante no, con el gigante no, y yo no sabía a qué se refería y la seguía abrazando y me dolía; puñeta, no te puedes imaginar lo mucho que me dolía. Miré al hombre y se la pasé a sus manos, sintiendo que no lo quería hacer. Sintiendo que le daba algo que jamás uno presta, que le entregaba las llaves de mi casa a un violador, a un secuestrador, a un asesino en serie. Y él la puso en el piso, y ella lo miró a él, de pie en sus pequeñitas piernitas, y volvió a repetir lo del gigante, y él la regaño. Le dijo respeta, con la voz con la que los padres regañan a los hijos.
Acuérdate de lo que habíamos hablado, le dijo él, y entonces dijo algo que no recuerdo exactamente, y que te repito probablemente de forma errada, pero que de todos modos es lo que me hizo levantarme, es lo que me hizo escribir esto antes de contártelo, que me hace obligarte a sentarte a ti, y repetir todo esto, aunque me duela demasiado: él es tu papá, nena, o tal vez fue, él es tu papi, o quizás y más probablemente, él es tu otro papi, del que te habíamos hablado. Y el yo despierto dio un paso hacia atrás, mirando la cama como si ella fuese la culpable, y el yo dormido dio un paso hacia atrás. Y los dos sentimos un dolor en el pecho tan y tan hondo, hombre, un dolor tan y tan ajeno que nos vació los pulmones de poquito en poquito, y me desperté pensando: la nena no sabía quién yo era. Y esa oración me sigue haciendo eco en la cabeza, papi, me sigue haciendo eco en la cabeza aún hoy: la nena no sabía quién yo era.
No me mires así, hombre. En el sueño, en el peor sueño del mundo, me acuclillé frente a la niña y saqué la paleta del bolsillo. Ella me miró desde ojos llorosos y la tomó. Le dije que la voy a llevar a un parque, y allá le daré otra paleta. Le sonreí, aunque lo que quería hacer era llorar como lo hacía la mujer, que había regresado al automóvil. El hombre le dio un empujoncito a la niña y me sonrió, como diciéndome buena suerte, mano, o, ya te toca, mano. Y yo columpié mi cuello, respondiéndole gracias, no sabes lo que esto significa para mi. La niña dio un paso hacia mí, miró al hombre y le sonrió, como si ella supiera que a él le dolía también, y el hombre le respondió con una sonrisa que yo reconocí como una sonrisa obligada. Trepé la nena a los hombros. Le dije, dile adiós a tu mami, y ella me hizo caso. Les dimos la espalda y comenzamos a caminar el largo trecho hacia la Torre de la Universidad, aunque realmente no estábamos allí, aunque realmente estábamos caminando por una acera forrada en nieve y en frío y nos dirigíamos hacia un parque pasivo que yo sabía que estaba en el área. No sé cómo cargar la niña exactamente, dónde colocar los brazos, y ella se da cuenta. Me corrige, me dice que suba más un brazo con una voz adorable. Lo hice. ¿Ves? Me dice y le respondí, sí, veo mi amor. Le empecé a contar del parque al que la voy a llevar, de cómo la llevaré a escoger paletas después, le hablé de mil cosas para no tener que quedarme callado, para poder distraerme y olvidar ese ardor que siento en el pecho. Cuando llegamos al parque la solté en los columpios un momento e intenté marcar el número celular de mami, o de Melanie. Intenté marcar todos los números menos el tuyo, papi, y la llamada no salió. La fuckin’ llamada no salía y yo no tenía ni idea de qué hacer. La nena me miró y yo le sonreí. Pero no fui tan fuerte como el hombre que la trajo, como su padre de crianza, como el padre que cuenta de verdad, y sentí que las lágrimas me escaldaban las cornisas de mis párpados. Y comencé a llorar. Comencé a llorar y la nena me miró desde lo más alto del columpio con una tristeza tan pero que tan honda que me hace llorar aún más. Tengo una hija que no me conoce, me dije; y, al pensarlo, el yo dormido sollozó aún más fuerte, y el llanto es lo que despertó al yo verdadero en primer lugar, y yo miré al techo de mi habitación y me sobé el pecho, porque me dolía. Realmente me dolía.
¿Entiendes? Dime que entiendes, por favor. Dime que te es obvio que te estoy intentando decir que me equivoqué, que por más que intenté, terminé igual que tú. ¿No ves eso? ¿Estás tan lejos? Olvídate. Vale, puedes bajar. Eso era todo. Feliz año nuevo. Sí, sí. Te llamaré cuando aterrice.
Lo veo bajar las escaleras y me doy cuenta que está viejo, que no lo volveré a ver vivo, que no sobrevivirá ese cáncer que parece querer cobrarles todas las que hizo. Y no me da nostalgia, para nada. Me parece que es el final que le debía venir, que es el final que nos vendrá a todos, porque es imposible escapar. De eso también estoy seguro. Estoy seguro que aunque me vaya lejos, aunque me mude a un continente siempre-soleado, aunque intente alejarme lo más posible del peor sueño del mundo, siempre vendrá el momento en el que la probabilidad de lluvia se hará realidad; y ese diluvio lo limpia todo, lo destruye todo, nos ahoga a todos.
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