sábado, mayo 31, 2008

verano, 5: imposible ignorar al Tío Ben

1.
No pretendo que mi verano—visto a través de estos escritos—sea uno tintado en morbo, ni mucho menos uno en el que la muerte esté presente—¿para qué recordárnoslo?—constantemente. Mas, escribo este brevísimo párrafo para jurar que nunca jamás volveré a comprar las pequeñísimas trampas de pega para atrapar ratones.
El condenado cuadrito negro llevaba al lado de la puerta que da para mi balcón cinco meses, sin atrapar nada. Cinco meses. El jueves recuerdo decirme Sergio, tienes que botar esa trampa, ya no debe servir. ¿Para qué dejarla? Ya no quedaban ratones. Me había librado de ellos mágicamente, el día que puse los cuatro tipos de trampas—como dice—cinco meses atrás. No sé cómo, ni por qué, pero desde la mañana después no volví a ver rastro alguno de los roedores. Concluí que debía dejar esa trampa en específico, esa de la puerta, para evitar que regresaran. No haría daño alguno.
2.
Hace como dos semanas entró un lagartijo a mi apartamento. Tal vez más. Puede ser. Entró pequeñito; un pegajoso celaje marrón y crema. Tomé la escoba en mis manos, con la única intención de librarme de él, pero me dio lástima. O quizás vi la utilidad de tenerlo allí. Desde abril, los mosquitos no me dejan en paz. Me hostigan hasta el sopor. ¿Se comerá esta última plaga—entiéndase, el lagartijo—a la primera, los mosquitos? No tenía, la menor idea. Así que lo permití quedarse. En las mañanas, de vez en cuando, me lo encontraba saltando por mi escritorio, o detrás del televisor. Una vez encima de la nevera. Cada vez estaba más grande, más gordo. La población de mosquitos no había sufrido merma aparente, pero algo debía estar comiendo el reptil.
3.
Llego de casa de Samuel, medio ebrio, a las tres y pico de la mañana. Meto las manos en mis bolsillos y saco las seis servilletas que tengo ahí. La mala costumbre no se me quita. Cuando veo un paquete de servilletas o papel toalla, me dan unas terribles mañas y termino cogiendo una, doblándola en cuatro, y echándomela al bolsillo. Cuando las lanzo en la la bolsa de basura, mi hermano me dice algo—está viendo televisión. No recuerdo responderle. Me doblé para recoger uno de los cuadrados de papel, que no logré encestar, y mi mirada se tropieza con el lagartijo, con la pega, con la pequeña esfera de negro líquido que es su ojo.
Que mierda, dije en voz alta, y tomé la pega por los bordes y la subí a media pulgada de mis ojos, para someter al animal a mi escrutinio—o falta de. Se me tuerce algo adentro cuando veo que el torso está agitado, inflándose, y desinflándose. Lo alejé un poco. Lo volví a acercar. Lo miré bien. Buscaba una hendidura, algún piernita o algo para sacar al animal, pero sus piernas, colas, y costado derecho están hundidos en la masa pegajosa. Si lo halo, terminaré cercenándolo, me recordé. No había nada que hacer, así que hice lo peor. Algo tan humano que ya a medio instante de haberlo hecho, me arrepentía: lo lancé a la bolsa de basura. Lo acomodé, para que no se pegara con las otras cosas. Suficiente era morir pegado, para añadirle la humillación de morir embarrado de mierda.
Di media vuelta y me acosté a dormir. Samuel me prestó Instrumentario de Rafael Acevedo, y antes de quedarme pega’o, leí un poquito. El segundo poema me impactó. Una línea simple, nada trascendental. Su efecto probablemente incrementado a la milésima potencia por la mezcla de substancias que yacía en mi fosa estomacal: Un cangrejo dicta: dos jueyes en una misma cueva no pueden vivir, comienzan a moverse de lado, no hay suyeres que decir, se matan a palancazos. Otro ha dicho: el mundo está en otro sitio y se aleja incomprendido. Así se pasan la vida.
4.
A las siete y cuarenta y cuatro de la madrugada ya estaba de pie. No sé cuanto dormí, pero no podía continuar en la cama. Sentía mi estómago retorciéndose. Salí a la sala. Fui al baño, oriné. Me lavé la boca. Abrí la nevera. Recordé la basura, el lagartijo, la pega. Ya debe estar muerto, me dije. Rebusqué en la basura y saqué el cuadrado pegajoso. La esfera de negro líquido, el costado agitado, la mirada terca. Inhalaba, exhalaba, inhalaba, exhalaba. Un buche de vómito me apretó la garganta, pero lo contuve. No era de pena, sino del hangover—pero lo más seguro algo tuvo que ver. Que mierda, que mierda, dije. Que puta mierda.
¿Qué hago? ¿Cómo lo saco? ¿Cómo lo salvo? Mil preguntas corrían de lado a lado, en un relevo circular idéntico a los de los field days de la escuela intermedia en los que siempre me llevé una mera cintilla azul de Participación, pero ya cuando se me ocurrió una respuesta, ya cuando sabía cómo salvar a mi compañero el lagartijo, ya para ese momento lo había lanzado devuelta a la bolsa y la había cerrado con un nudo duro, un nudo de boyscout, un cabrón nudo entre él y yo, tan y tan fuerte que rompía cualquier relación entre mis acciones y sus consecuencias.
Fui al baño y me enjuagué la boca. No podía dejar de pensar en Uncle Ben, en el sabio consejo del tío del Hombre Araña: with great power, comes great responsability.

viernes, mayo 30, 2008

verano, 4: Gatomuerto

Me levanto. Camino a la sala. Muevo la cortina casi transparente que cubre el vidrio de mi puerta, para atisbar hacia los exteriores. Verificar el clima, supongo. Siempre veo lo mismo: la escalera sucia, el alto portón blanco, los drones de basura colmados hasta el tope. Un poco más allá: la brea, los carros, y los transeúntes sudados. Me desperté más tarde de lo usual: a las 9 y 30 de la mañana, cuando últimamente, a las siete de la madrugada ya estoy de pie, buscando qué hacer.
Anoche, al regresar de una breve salida a una de las muchas barras de por aquí con mi mejor amigo y su novia, encontré un gato atropellado en el medio de la calle Romany, justo en donde pierde su nombre y se convierte en la Amelia Marín (¿?). Iba de camino a dar una vuelta instantánea por El Boricua. A decirle hola y adiós a unas amistades. Pero el maldito cadáver me detuvo porque no maullaba.
Pregunta: ¿Por qué somos tan morbosos?
Pensé en buscar la cámara—poner la foto aquí—pero no lo hice. Me contuve. Me dije que no. Que tampoco podía caer en esa banalidad que parece afectarlo todo. Miré al gato de cerca. Su boca estaba abierta, y de ella se derramaba una pequeñísima aureola carmesí que le enmarcaba toda su cabeza. Había algo, una esfera de carne, en su rostro que no supe distinguir. Por lo cual me acerqué. Jamás había visto un ojo brotado. Es algo tremendamente desagradable.
Recordé todos los gatos que he visto muertos en la Carretera de Utuado a Arecibo, cuando visito a mi novia. Y perros, también. E iguanas. Muchas iguanas, y gallinas de palo. Las carreteras son como largos cementerios de mascotas abandonadas—y no intento hacer poesía, sino que la imagen me da gracia.<>br> Una vez, iba con mi mejor amigo—el mismo de orita—de vuelta a mi casa, y un pequeño gatito blanco saltó frente a nosotros. Intentamos esquivarlo, pero ¡crunch!
No creo que fue el sonido lo impactante, sino el cómo, en tan breve instante, pude sentir todos y cada unos de los pequeñísimos huesos quebrándose, como si se tratase de un Cheetos entre mis dientes. Desagradable. Muy desagradable.

***

El miércoles pasado, Samuel y Juanluís estaban en mi apartamento. Entre las cosas que discutimos fue uno de esos websites—no recuerdo el nombre—en los que la gente sube vídeos de cosas extrañas—y por extrañas, me refiero a morbosos. Videos de decapitaciones, de muertes, de accidentes, suicidios. Vídeos virales, le llamó Sam, y no sé si es el término correcto. Me comentaba cómo le intrigaban, a veces. Cómo lo que estaba mal—en el fondo—de esos vídeos, era la cultura. La cultura como el peor de los males. Debatimos un rato al respecto. Intentamos enjuiciarla—a la cultura—sentenciarla a muerte, pero no llegamos a ningún lado. Le vimos los pros y los contras. Samuel dice que no hace sentido que la gente beba cerveza ni vino. Que antes se hacía porque era imposible mantener los jugos frescos por largos periodos de tiempo. Además, relató cómo observó un video del asesinato de una vaca. De cómo una máquina marciana y gigantesca lo tomaba entre sus brazos metálicos, les daba vueltas y las regresaba al suelo. Entonces, la vaca daba unos pasos hacia adelante, y su cuello se abría, derramando toda su sangre. Uno de los espectadores—que trabajaban en la fábrica—se le paraba al lado del animal, y pateaba la sangre, sin propósito alguno, para cubrirle el rostro—ya apagado—o tal vez para humillarla.

***

Cuando salí, esta mañana, de camino a la biblioteca, ya habían recogido el gato muerto. No quedaba nada, ni una manchita. En la acera a su izquierda, había un carro estacionado. Al lado de la puerta del pasajero, en el suelo, a medio metro de dónde antes estuvo el gato, yacía el vidrio—el cristal de la ventana—fracturado. El crimen tuvo que haber sucedido después que yo pasé, a la media noche. Me asomé al carro. El radio estaba intacto—y últimamente, eso era lo que estaba robando por esa calle, radios.
Tres preguntas ilógicas me vinieron a la cabeza; 1. ¿habrían roto el cristal antes o después de que desaparecieran el cadáver del felino? 2. ¿habría sido el mismo ladrón el responsable de llevarse el cuerpo? Y 3. ¿Habría roto el cristal del carro, el pillo, como una metáfora, como una represalia en contra de todos los carros por haber matado a aquél animal?
Continué hacia mi trabajo, pensando que estaba tarde. Al llegar, me conecté al Internet y busqué la última entrega de la serie de entrevistas que le hicieron a Haruki Murakami en el diario japonés Manichi Daily News—que iba a ser el tema original de esta entrada—y sonreí. Adoro a ese cabrón.

jueves, mayo 29, 2008

verano, 3: elegía por el manuel

Es jueves y no tengo internet. Es de las pocas cosas que me molestan de vivir en Santa Rita, de tener un budget tan apretado. Y lo necesario que es, el Internet. Algunas personas pueden hacer sin él, pero yo llevo conectado desde el mil novecientos noventa y cuatro. Lo vi crecer, como quien dice. Es de esos beneficios—maldiciones—que vienen y van con que tu padre haya sido uno de los encargados de crear las redes de comunicación locales. Lo sigo viendo acrecer, al Internet, digo, con cierto aprecio. Pero de eso no hablaré hoy.
Estoy encajado en mi apartamento minúsculo y el clima sigue jodiéndome. Está nublado desde esta mañana. Un relámpago y trueno rompe cada hora y pico, pero no avanza a llover. Por lo cual, no puedo salir—arriesgarme—y tirarme para la universidad con la laptop.
Saqué dos libros para leer—tres, si no olvido a la Srta. Virginia Woolf—y los puse frente al sofá. No sé qué me pasa últimamente, que no me puedo concentrar en nada. En ningún libro, quiero decir. En casa de mi suegro, leí las primeras cincuenta o sesenta páginas de casi ocho libros—de Bariloche, de Neumann; de Sabrina Love, de Mairal, y de El susurro de la mujer ballena del peruano de pelo blanco, cuyo nombre olvido. Todos me parecieron interesantes, pero ninguno me cautivó. Me molesta, me molesta esa chapusería de mi parte.
Kafka on the Shore, de Haruki Murakami y No todas las suecas son rubias de Manuel Abreu Adorno. El de Murakami lo leí hace algunos años, cuando recién salió—entre él y Dave Duncan (escritor de fantasía canadiense) son los únicos autores que sigo con el fervor de los lectores de Harry Potter—pero últimamente, he estado releyendo sus trabajos. Los cortos primeros, claro, pero no recuerdo muchas cosas de este, que es uno de sus dos épicos, y pues, me dio ganas. El otro, el de Abreu Adorno, lo he leído en partes.
Lo comencé a leer hace algunos meses, y leí las primeras dos partes. Lo abandoné. Leí la primera parte, y la última. Me falta una del medio. ¿Por qué este brincoteo constante? Ni idea. Hay algo de Abreu Adorno que me da una nostalgia terrible. Creo que es su persona. O lo que representa. He leído algunos cuentos de Llegaron los hippies, pero han sido fotocopiados. No he conseguido la dichosa colección. Y me siento obligado a buscarla. Creo que Manuel murió demasiado joven. Creo que Manuel, si hubiese vivido, hubiese llevado la literatura puertorriqueña hacia otra ruta.
Irónico, que los dos autores que considero más innovadores en las letras isleñas de los pasados treinta años, hayan muerto jóvenes, y los dos se llamen Manuel. Manuel Ramos Otero murió a los cuarenta y tanto, entiendo yo, y de Sida. Sin embargo, publicó una serie de obras respetables. Me pregunto qué hubiese hecho con veinte años más. Dónde estaríamos. Quiénes escribirían. ¿Nos hubiésemos librados del maldito insularismo que se traga todo lo que escribe aquí? ¿De las cadenas que nos mantienen encerrados como un laberinto al minotauro? Ni idea.
Pero Ramos Otero tuvo tiempo. Demasiado poco, estoy de acuerdo. Cuarenta años de vida no son suficientes. Mucho menos para un escritor de su talla. Pero aún así, tuvo tiempo para parir. Tomó las tradiciones locales y las destartaló. Creo nuevas técnicas, bregó con nuevas ideas. Refrescó la literatura.
Abreu Adorno iba por otro lado. Llevaba la literatura por carreteras diferentes. Hacía otra cosa, menos desarrollada que la de Ramos Otero, pero igual de innovadora. No sé mucho de su biografía, más allá de que si que murió demasiado joven. A los veintinueve años. ¡29! ¿De qué murió? No tengo la menor idea. Publicó dos libros y un poemario. Se fue a París, obviamente detrás del romanticismo del escritor latinoamericano exiliado, y lo vivió, de cierto modo. Sobrevivía escribiendo para diarios de aquí, desde allá; haciendo traducciones, cuidando niños. Y No todas las suecas son rubias es el resultado de ello. Es un tipo de historia cómo Rayuela, pero jamás tan inmensa. Me refiero en la historia, apenas. O tal vez, en el setting parisino. Un personaje casi biográfico—un poco más viejo, más calvo, más pipón—y una sueca, no tan rubia. El prólogo de esta única edición de la novela lo hace un amigo suyo, Saúl Yurkievich. Y es éste prólogo lo único que sé de la vida de Abreu Adorno. En otras palabras, conozco a este Manuel como personaje de Yurkievich. Y es un personaje que me encanta.
Se conocieron antes de que el difunto se instalara en París, cuando vivía aún en Barcelona, en el año setenta y siete. Un editor le dio a Yurkievich un poemario de Manuel, que le impactó y que llama un pasaporte literario, su mejor santo y seña. Luego, cuando Manuel publicó, en Ediciones Huracán, en Puerto Rico, Llegaron los Hippies, Yurkeviech hizo hincapié de que estaba frente a un posible gran escritor. Dice Manuel pertenecía plenamente, o sea con gusto y conciencia, a la generación pluricultural y políglota, la de los rockers y salseros, la de las grandes urbes, la cineasta y televisiva, la de los mochileros en blue jeans, familiares de los aeropuertos, la de otros viajes, los narcóticos como evasión al mundo inhabitable, de la desesperanza yla desesperación por el mundo inhabitable, de la desesperanza y la desesperación por el generadas, la de los rebeldes con causa que reivindicaban su latinoamericanidad. Reivindican nuestra América sin lastres nativistas, asumiendo la circunstancia histórica, aceptando el condicionamiento real de sus países sin renuncias a la utopía liberadora, tratando de reconvertir la mixtura, la hibrides y la dependencia positiva en efectividad literaria, en catapulta de lanzamiento artístico.
En vida, Manuel sólo publicó Llegaron los hippies, que cuenta Yurkievich que dejó impactado a Julio Cortazar al punto de que siempre que se reunían, el autor de Rayuela se descubría hablando de algún cuento de dicha colección. Ya para ese entonces, Manuel había entrado al famosísimo editorial Seix Barral con una novela que se llamaría Elegía por Eleanor Rugby, pero—parece que la mala suerte persigue a los Manueles—en ese momento la situación editorial en España cayó en crisis, y la editorial osó por abandonar el proyecto. Buena novelería, injustamente silenciasa, dice Yurkievich.
Este próximo párrafo los transcribo literalmente desde el libro, porque no hay mejor forma para describir el tipo de escritor que era Manuel, un escritor seguro de su talento: Manuel sufrió no tanto la incomprensión de los editores como la crisis editorial que, a partir del ochenta, no hizo más que agravarse. Manuel no conseguía resignarse a ese relegamiento forzoso, a esa inexistencia pública que puso a prueba su vocación. Víctima en parte de su precocidad literaria, que le acortó el período de aprendizaje y le proporcionó un comienzo auspicioso, creyó que la literatura, como para Mario Vargas Llosa, sería para él ininterrumpido ascenso, hasta que conoció el sabor amargo de la exclusión. No obstante, con resentida terquedad, siguió escribiendo. Alternó la redacción de su tesis doctoral sobre el barroco en la actual literatura caribeña, que preparaba bajo mi dirección, con la de su última novela. Terminó de escribir la tesis en la víspera de su muerte.
La novela, No todas las suecas son rubias, se publicó siete años después de su muerte. Su muerte anónima, para mí. Su muerte misteriosa. Su muerte profética. Me pregunto cuántos manuscritos más quedan de Manuel por ahí. Entre las cajas de cosas que deben estar dormidas en los brazos de algún familiar desconocido, despreocupado, y lo suficientemente egoísta para mantenerlos encerrados entre cartón.
Si hubiesen vivido, digo yo. Si hubiesen llegado, por lo menos, hasta mediados de los noventa, ¿dónde estaríamos parados? ¿Qué tan lejos? Creo que los dos Manuel—Ramos Otero y Abreu Adorno—tenían las claves necesarias, e intentaron apuntarnos hacia una dirección innovadora, que pensé hasta hace poco se había abandonado. Hay algunas esperanzas, pienso yo. Hay algunas novelas que se han publicado desde la muerte de los manueles que valen la pena, que son fuertes, que siguen—consciente o inconscientemente—esas líneas que estos hilvanaron.
Desafortunadamente, son muy pocas.

***
Valió la pena sentarme a escribir. Ha salido el sol.

miércoles, mayo 28, 2008

verano, 2: Santa Rita, copy-paste

1.

Creo que fue en Saqueos o en La ciudad infinita que Dorian Lugo escribió—no recuerdo si hablando de San Juan o Río Piedras en específico—que era una ciudad, o barrio, que podría pertenecer a cualquier parte de Puerto Rico. Calles fracturadas, edificios desparramados, casas pequeñas apretadas entre gigantescas acumulaciones de bloques y pintura; la plaga de gatos, los carros alineados en los dos extremos de la brea, sus gomas rompiendo el flujo de basura por las cunetas. Uno que otro vagabundo—o la señora de Santa Rita que vive en su Toyota Tercel blanco en la calle Manila—trotando día y noche, pidiendo dinero, el calor intenso pariendo espejismos… Recuerdo estar extremadamente de acuerdo.

Lo único que diferencia a Santa Rita de Santa Quéseyo de Pueblo Fulano es su aproximación a un recinto universitario—y más aún, que este es el principal de la Isla. Lo cual afecta su condition-mundane. El exceso de ojos estudiantiles que entran y participan en el Aula—el estudiante artista, encima de todos los demás—la altera, la morfa, la cambia. Los trabajos de fotografías de los estudiantes de arte, los photo-boards y los cortometrajes de los estudiantes de Comunicaciones, los settings de los escritos de los estudiantes de diferentes cursos de escritura creative writing ahogan a Santa Rita. La sobre-exponen.

Y esta sobre-exposición la hipervisibiliza, y esta visibilidad—de aquí abandono a Dorian y entro en Eduardo Lalo—extrema y cegadora permite el no-pensamiento. Lo que importa es estar aquí, el artículo genuino que se ha convertido en copia de sí mismo, en parodia sin ironía, en fealdad. Tanto el exceso como la falta de mirada, crean la condición invisible.

2. Todo esto para decir que desde ayer estoy en la Santa Rita hipervisible-invisible. Esta mañana, de camino a la universidad, conté tres personas en el Recinto. Claro, sólo bordeé la Torre, para llegar a la biblioteca de música, pero no importa. Tres personas en mi lado del recinto. Es extraño. Igual de extraño que cuando anoche salí a dar una vuelta—el apartamento me asfixiaba, y no encuentro la manera de librarme del sexteto de mosquitos que se han establecido en mi sala y que me está torturando con besos picantes—y apenas vi un alma. Incluyendo los bums, no vi a ninguno. Y este abandono me preocupó un poco, aunque no me detuvo. Hace poco un cabrón abofeteó a una amiga y le robó el celular, en pleno día. La semana pasada, otro par de pendejos asaltó a una anciana en la parada de guaguas. Y hace algunos meses, le robaron el radio del auto de mi novia. Digo, no tenía nada valioso encima. El celular y las llaves del apartamento. Recuerdo que lo dejé todo por esa misma razón. Luego me arrepentí, pensando que si me asaltaban y me robaban el celular y las llaves, no tendría monedas para pagar un teléfono público. Sí, en eso pensé como por treinta minutos. Esos fueron los primeros pensamientos—y eso, que salía además con la excusa de pensar un poco los tres capítulos que estoy editando—, los segundos fueron considerando la posibilidad que me asaltasen una tarde que anduviera con la computadora. Eso es peor. Me da pavor. No podría vivir si me robasen la laptop. Tengo aquí todo mi trabajo. Dejé de pensar en ello al rato, por miedo a tentar al diablo, como no dice mi abuela, sino su vecina.

Odio, a veces, ser tan pendejo. Y por pendejo, me refiero a indefenso. Y por indefenso, me refiero a limitado a pelear con mis cuatro extremidades. Tener una pistola, creo yo, sería demasiada tentación para matar a gente que no necesita morir. Tener una cuchilla me daría la oportunidad de apuñalar un gato, lo cual no quiero hacer. Un taser, sería demasiado divertido; y pepper spray, no creo que me sirva para nada. La mejor opción sería poder volar. Sí, poder volar por alguna metida de pata genética. Volar lo suficientemente alto para estar sobre el edificio más alto de Santa Rita—lo suficientemente lejos del sol para no imitar a Don Ícaro. [Creo que el edificio más alto de Santa Rita es dónde vive Astrid; o tal vez, es Torre Norte. Ahora no sé.] Volar, sí, sí, cursi, lo sé. Pero sólo desde ahí podría andar en un territorio virgen, estando en Santa Rita. A menos que algún estudiante de fotografía se me haya adelantado y haya hecho una serie de “fotografías citadinas desde el aire”. Eso me jodería los planes. Eso me quitaría las ganas de volar, y me dejaría sólo las de ser invisible.

martes, mayo 27, 2008

verano, 1: está en mi cabeza

Las cosas se dan por darse. No sé a qué me refiero, pero sé que es a lo que me refiero. No importa. El verano pasado lo pasé trabajando en una editorial. Siendo el asistente de un editor—que llegó a nuestra época desde otra, un romántico, un poeta de zapatos blancos—que preparaba un libro de inglés para las escuelas de Puerto Rico; y luego, siendo suplente de la encargada de los derechos de autor, encerrado en una oficina demasiado pequeña para los tres asistentes—una muchacha de pelo rizo que se reía demasiado, un hondureño que había recorrido el mundo y que ahora trota por Cuba, y yo, claro está. Trabajaba de 8 a 5, de lunes a viernes. Excepto las primeras tres semanas de junio, que tomé una clase de la imagen del periodista en el cine norteamericano, ofrecida por García Ramis, en la Escuela de comunicaciones. Renuncié en agosto, principios, no porque quería; sino porque lo necesitaba. Algunos días antes del comienzo de clases, para poder tomarme un viajecito a Culebra con la novia, los cuñados, las cuñadas, y eso. Mientras estuve en la isla-municipio, leía A Moveable Feast, la memoria inconclusa de Hemingway, y escribía una crónica a puño y letras, que terminó siendo de veinticuatro páginas—a espacio doble—y que nunca edité. Me gustaba mucho. La titulé Nadie le pregunta a las iguanas. Algún día la editaré, pues funciona. El viaje fue desmembrado cuando apenas llevábamos un día en la isla por la muerte de un familiar de mi cuñado—y del dueño del hotelito dónde nos quedábamos. Creo que lo único que recuerdo son las iguanas, tan grandes y verdes. No importa.

Este verano, por el otro lado, es un verano que llevaba planificando desde que comencé a escribir seriamente, hace algunos añitos ya. Un verano romanticón, un verano dulce, un verano de literatura: no hacer nada, sólo escribir. Obviamente, este fue el plan que diseñé en escuela intermedia: cuando me gradúe de la escuela, podré escribir, todo un verano, sin preocuparme por nada. Sonaba bonito. Ese verano lo pasé en Estados Unidos, haciendo todo menos escribiendo. El siguiente lo pasé trabajando en una heladería rica en cucarachas—y cuyas filas kilométricas me obligaban a laborar hasta las dos de la madrugada. El verano después, fui esclavo de una agencia de telecomunicaciones en la que vendía préstamos y tarjetas de créditos a familias que no podían vivir con tales deudas. En el poco tiempo libre, iba al gimnasio, y permitía mi barba crecer. Al fin del verano estaba en forma, tenía una barba impresionante, y no había escrito una palabra. El día que renuncié, me afeité. Los músculos que sólo pude utilizar en una tarde de playa, desaparecieron a los dos meses, y sus primas libritas me cayeron encima. Entonces el editorial, y trescientos sesenta y cinco días después, estamos aquí: aquí: aquí.

¿Qué hago este verano? ¿Cuáles son los planes? Bueno, trabajo en la biblioteca de música de la UPR. Suficientes horas para pagar la renta de mi apartamento y nada más. Tengo demasiado tiempo libre en mis manos. Veo Battlestar Galactica, planificamos la próxima edición de AC, me preocupo por las ventas, me ilusiono con las ventas, reanudo las reuniones con un compañero con el que estoy escribiendo un largometraje, y edito una novela corta que terminé hace un mes, y que creo que da pie con bola—a diferencia de los dos abortos anteriores, dos novelas de más de doscientas páginas tituladas Sopas de Lentejuelas y Las Cosas Pasan.

Hace calor. También leo una antología de teatro de Jorge Díaz, porque tengo que avanzar a terminar el proyecto de teatro breve que tengo con Juanluís antes de agosto. Añado a eso: anoche comencé a leer a Virginia Wolf por primera vez. To the lighthouse. Lo tengo desde niño, pero nunca le metí mano. Pero, ¿por qué se dan las cosas por darse?

Porque cuando por fin tengo el verano que siempre quise, un verano significativo para la literatura nacional del país que soy—entiéndase Sergiolandia—estoy más quebrado que nunca. Quebrado as in pelado. Pelado as in con una cuenta de banco en 2.16 dólares, la otra en Negativo 16.03, y una tarjeta de crédito que me sigue hostigando los veintisiete de cada mes. Mas, ¿importa? Nah. Estoy produciendo. Además, tengo la oportunidad de revivir este blog más allá de pedazos de cuentos cortos, noticias, anuncios, y pornografía literaria.

Bueno, todo por hoy. Por ahora. El Internet no es gratis, a pesar de que está en todos lados.

Y el calor, el calor está en mi cabeza, no en la atmósfera.

sábado, mayo 17, 2008

AC en Primera Hora: INICIA EL JUEGO SIN ROOM PARA EL EGO

Reportaje de la revista que apareció en Primera Hora. Reproduzco el texto aquí, pero lo tienen que ver en el periódico. Los diseñadores gráficos bregaron bien. ^_^.

(Publicado en Primera Hora el sábado, 17 de mayo de 2008, Pág. 40)

INICIA EL JUEGO SIN "ROOM" PARA EL EGO Por Héctor Aponte Alequín / Primera Hora

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Sin show, sin discursos patrióticos ni de ningún tipo por parte de sus creadores, sin enumeraciones de “yo hice” o “nosotros hicimos” o, como dijo Elidio La Torre Lagares, “sin la cacofonía tribal de los grupos literarios”.

La tensa calma del minimalismo que caracteriza algunos de sus textos permitió disfrutar con mayor intensidad el alumbramiento de la revista AC, producto impreso del esfuerzo editorial por Internet Agentes Catalíticos, que apenas cumple dos años de fundado.

“Hacen lo que ninguna religión nunca va a hacer: aceptar su propia naturaleza”, acentuó Elidio La Torre, cabeza de Terranova Editores, durante la presentación del primer número, la noche del martes en La Tertulia, en Río Piedras, librería en la que apenas cupieron las cerca de 80 personas presentes.

AC es joven. Salvo excepciones como Yolanda Arroyo Pizarro y Javier Ávila, al resto de los autores les falta tiempo aún para llegar a los 30 años de edad.

Al lector le sorprenderá que en la mesa editora, compuesta por Sergio C. Gutiérrez-Negrón, Samuel Medina, Juanluís Ramos y Rubén J.M. Ramos Colón, se carezca de grados elevados en educación literaria.

En este número subtitulado Press Start to Play, el escogido de los textos, unos 14 entre cuento y poesía, acierta en resaltar los hilos conductores de la “devastación de la niñez” y la “visión trunca del futuro” que se repite en las alusiones a manías como la pedofilia y el abuso sexual, destacó Elidio La Torre, a pesar de que identificó la ausencia de un “principio clasificador”.

Pero, sin duda, el elemento que más destaca a AC del montón es su fotografía, de Rubén Ramos, y su diseño, de Samuel Medina. Los muñequitos alusivos al juego y el videojuego, los espacios en blanco y el motivo de la química-física hablan tan fuerte sobre la calidad y la originalidad de la revista, que tal vez por eso los escritores se limitaron a leer fragmentos de sus creaturas en lugar de hablar de ellas.

Otro rasgo simpático es que se incluyen textos en inglés “sin explicaciones editoriales ni intenciones de dual language”, como describe Mayra Santos-Febres en la “primera entrada cibernética” que da prólogo al tomo.

“Decidimos transportarla al papel porque en Internet la literatura se pierde; todavía no estamos preparados para el cambio a lo virtual. Irónicamente, tuvimos que retroceder a la página”, explicó a este diario Samuel Medina, ganador del certamen de literatura interuniversitario de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras por sus deliciosos “sushi-poemas”, incluidos en este número.

“Nuestra mayor preocupación” es “hallar una propuesta” que satisfaga “las expectaciones de ambos extremos del espectro literario; lo suficientemente accesible” como para atraer a los nuevos escritores, y también, lo suficientemente “provocador para aquellos ávidos lectores y escritores veteranos”, dijo por escrito.

Por ahora, AC se puede conseguir en La Tertulia. Luego, estará disponible en otros establecimientos. El precio es $14.99 más los impuestos. El espacio www.cataliticos.com seguirá disponible para anunciar los eventos relacionados con la versión impresa; por ejemplo, las fechas de convocatorias para envío de colaboraciones de textos y fotos destinadas al próximo número. Éste será dedicado a la ciencia ficción, indicó Samuel.

AC en el Nuevo Día

Reportaje de El Nuevo Día acerca de la revista: (Publicado en El Nuevo Día el sábado, 17 de mayo de 2008, Pág. 69)
YA LLEGÓ AC

Por Tatiana Pérez Rivera / tperez@elnuevodia.com ------------------------------------------------------

Samuel Medina estaba en su clase de química cuando escuchó el término “agentes catalíticos” y se apropió de él para nombrar la revista literaria que tramaba con otros poetas y narradores. En su mayoría alumnos del recinto riopedrense de la Universidad de Puerto Rico, el grupo anhelaba una publicación literaria atractiva visualmente y libre de convencionalismos.

En sueños no quedó el proyecto, puesto que el primer volumen de “Agentes catalíticos” o “AC” para la primavera/verano del 2008 fue presentado por Elidio La Torre Lagares, de Terranova Editores, en la Librería La Tertulia.

La revista, a color y con fotografías de Rubén Ramos Colón, es dirigida por Medina acompañado por una mesa editorial que incluye a Juan Luis Ramos y Sergio Gutiérrez Negrón. A lo largo de 80 páginas hay ocho cuentos, un microrrelato y una colección de cuatro poemas. La reseñista invitada es Mayra Santos-Febres.

“Esto surgió primero como una revista para internet en febrero del 2006, pero la literatura no estaba preparada para dar el salto de la página a la pantalla de la computadora. Retrocedimos en la tecnología, aprendimos y nos dimos cuenta del público posible”, rememora.

Para el ganador del Premio de Poesía del Certamen Interuniversitario de Literatura de la UPR esta podría ser la revista de su generación.
Textos de Sergio Gutiérrez Negrón, Juan Luis Ramos, mención de honor al Premio de Cuentos del Primer Certamen Interuniversitario de Literatura de la UPR; Christian Ibarra, Premio de Cuentos del Primer Certamen Interuniversitario de Literatura de la UPR; Damarys Reyes Vicente, ganadora del Certamen de Cuentos de El Nuevo Día 2007; Xavier Valcárcel; David Caleb, mención de honor en el Certamen de Cuentos de El Nuevo Día 2007; y Samuel Medina dan vida al primer número. Se unen a ellos Javier Ávila y Yolanda Arroyo.

Dos cuentos y dos series de poemas son en inglés. “Creemos en la armonía de los lenguajes y en Puerto Rico el uso del inglés es inevitable. Por publicar algo en inglés no estamos siendo antipuertorriqueños”, resalta el director.

El grupo aspira a presentar dos tomos al año hasta que la frecuencia aumente a cuatro. Los colaboradores serán seleccionados mediante convocatoria.

REVISTA POP NEOCARIBEÑA

“Hay que ponerle el ojo a estos muchachos”, exhorta Elidio La Torre Lagares. “Lo que acierta la revista es que hay un criterio editorial interviniendo en la selección de trabajo y hay una constante de calidad”.

Asegura que los textos “son bien cargados socialmente sin hacer detonar la pólvora”.

“La describí como una revista pop neocaribeña. Su acto político es escribir tomando la marginalidad, lo aberrado, lo no común, el Puerto Rico que no se ve. Hay trabajos buenísimos”, destaca el editor.

El presentador recuerda que el reto está en lograr un segundo número. “La gesta grande sería llegar a la segunda, porque primeras revistas hay muchas”, finaliza.

“Agentes catalíticos” tiene un costo de $14.99 y está disponible en La Tertulia. Se espera que arribe a la librería Borders a mediados de junio y que allí sea presentada en julio.

viernes, mayo 02, 2008

Publicación. Patada voladora Catalítica.

Desde ayer o antes de ayer, la revista AC llegó a la isla. Por el momento está disponible en la Tertulia, y en las tiendas ambulantes de la mesa editora. Es una revista bilingüe de literatura y fotografía. Una propuesta, más que nada. Interesados en más información de la revista, o en participar en la próxima edición--que sale en diciembre/enero2009--pueden envíar sus textos a: cataliticos@gmail.com. Recomendamos que lean la revista antes de enviar un texto, para que sepan el tipo de cosa que buscamos. Aquí una fotografía del primer cuento, Rapiña, de la escritora Yolanda Arroyo Pizarro. También pueden pasar por nuestro website: http://www.cataliticos.com