martes, mayo 27, 2008

verano, 1: está en mi cabeza

Las cosas se dan por darse. No sé a qué me refiero, pero sé que es a lo que me refiero. No importa. El verano pasado lo pasé trabajando en una editorial. Siendo el asistente de un editor—que llegó a nuestra época desde otra, un romántico, un poeta de zapatos blancos—que preparaba un libro de inglés para las escuelas de Puerto Rico; y luego, siendo suplente de la encargada de los derechos de autor, encerrado en una oficina demasiado pequeña para los tres asistentes—una muchacha de pelo rizo que se reía demasiado, un hondureño que había recorrido el mundo y que ahora trota por Cuba, y yo, claro está. Trabajaba de 8 a 5, de lunes a viernes. Excepto las primeras tres semanas de junio, que tomé una clase de la imagen del periodista en el cine norteamericano, ofrecida por García Ramis, en la Escuela de comunicaciones. Renuncié en agosto, principios, no porque quería; sino porque lo necesitaba. Algunos días antes del comienzo de clases, para poder tomarme un viajecito a Culebra con la novia, los cuñados, las cuñadas, y eso. Mientras estuve en la isla-municipio, leía A Moveable Feast, la memoria inconclusa de Hemingway, y escribía una crónica a puño y letras, que terminó siendo de veinticuatro páginas—a espacio doble—y que nunca edité. Me gustaba mucho. La titulé Nadie le pregunta a las iguanas. Algún día la editaré, pues funciona. El viaje fue desmembrado cuando apenas llevábamos un día en la isla por la muerte de un familiar de mi cuñado—y del dueño del hotelito dónde nos quedábamos. Creo que lo único que recuerdo son las iguanas, tan grandes y verdes. No importa.

Este verano, por el otro lado, es un verano que llevaba planificando desde que comencé a escribir seriamente, hace algunos añitos ya. Un verano romanticón, un verano dulce, un verano de literatura: no hacer nada, sólo escribir. Obviamente, este fue el plan que diseñé en escuela intermedia: cuando me gradúe de la escuela, podré escribir, todo un verano, sin preocuparme por nada. Sonaba bonito. Ese verano lo pasé en Estados Unidos, haciendo todo menos escribiendo. El siguiente lo pasé trabajando en una heladería rica en cucarachas—y cuyas filas kilométricas me obligaban a laborar hasta las dos de la madrugada. El verano después, fui esclavo de una agencia de telecomunicaciones en la que vendía préstamos y tarjetas de créditos a familias que no podían vivir con tales deudas. En el poco tiempo libre, iba al gimnasio, y permitía mi barba crecer. Al fin del verano estaba en forma, tenía una barba impresionante, y no había escrito una palabra. El día que renuncié, me afeité. Los músculos que sólo pude utilizar en una tarde de playa, desaparecieron a los dos meses, y sus primas libritas me cayeron encima. Entonces el editorial, y trescientos sesenta y cinco días después, estamos aquí: aquí: aquí.

¿Qué hago este verano? ¿Cuáles son los planes? Bueno, trabajo en la biblioteca de música de la UPR. Suficientes horas para pagar la renta de mi apartamento y nada más. Tengo demasiado tiempo libre en mis manos. Veo Battlestar Galactica, planificamos la próxima edición de AC, me preocupo por las ventas, me ilusiono con las ventas, reanudo las reuniones con un compañero con el que estoy escribiendo un largometraje, y edito una novela corta que terminé hace un mes, y que creo que da pie con bola—a diferencia de los dos abortos anteriores, dos novelas de más de doscientas páginas tituladas Sopas de Lentejuelas y Las Cosas Pasan.

Hace calor. También leo una antología de teatro de Jorge Díaz, porque tengo que avanzar a terminar el proyecto de teatro breve que tengo con Juanluís antes de agosto. Añado a eso: anoche comencé a leer a Virginia Wolf por primera vez. To the lighthouse. Lo tengo desde niño, pero nunca le metí mano. Pero, ¿por qué se dan las cosas por darse?

Porque cuando por fin tengo el verano que siempre quise, un verano significativo para la literatura nacional del país que soy—entiéndase Sergiolandia—estoy más quebrado que nunca. Quebrado as in pelado. Pelado as in con una cuenta de banco en 2.16 dólares, la otra en Negativo 16.03, y una tarjeta de crédito que me sigue hostigando los veintisiete de cada mes. Mas, ¿importa? Nah. Estoy produciendo. Además, tengo la oportunidad de revivir este blog más allá de pedazos de cuentos cortos, noticias, anuncios, y pornografía literaria.

Bueno, todo por hoy. Por ahora. El Internet no es gratis, a pesar de que está en todos lados.

Y el calor, el calor está en mi cabeza, no en la atmósfera.

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