domingo, enero 30, 2011

lo que el centro olvida, dice reyes mate

El margen sabe lo que el centro olvida, seguramente porque la memoria es el poder del vencido. El triunfador sabe que, como decía Nietzsche, "para ser feliz hay que olvidar", pero ese olvido, aunque le haga feliz, no le hace verdadero.
Reyes Mate, "La herencia del olvido"

sábado, enero 29, 2011

riesgos de distancia, dice un personaje de arenas

A mí no me gusta vivir tan lejos de la gente, pues se pasa uno la vida entera viendo visiones. Y lo peor es que nunca se puede decir si son visiones o no lo son, porque no hay más nadie por todo este lugar. Y solamente estamos nosotros para verlas.
Celestino antes del alba, Reinaldo Arenas

miércoles, enero 26, 2011

sala de médicos

Esa espera de sala de médicos. Esa caravana de hombres y mujeres en batas blancas que pasan sin tocar a la puerta y, sin un hola ni un adiós, ponen las manos enguantadas sobre el problema. Ese momento en el que desapareces, así, de golpe, te deshaces en moléculas, y ellos se intercambian miradas, como si en el contacto de ojo y ojo surgiese el conocimiento: la respuesta al problema. La salida muda de la pequeña habitación sintética y limpia ¿límpida? de los curanderos. El silencio que cunde latiendo en las orejas. El mirar que devuelves a las fotocopias que tienes sobre la falda—y que ellos ignoraron totalmente, lo único legible es el texto que vistes—de algunos fragmentos de la correspondencia de El Almirante. Leer a Colón escribiéndole a algún individuo, diciéndole que ha descubierto algo—un continente, piensa el hombre, aunque será sólo una isla—justo cuando entra el doctor, preguntándote si puede medir el problema, para tener una idea más segura.

—Un mapa —piensas, y te ríes.

Puta. Leer a Colón en sala de médicos.

martes, enero 18, 2011

suite costumbrista

Ella tiene un sombrero vaquero y usa botas marrones. Una laptop de esas con pantallas gigantes. Un café alto y un cuaderno de notas. Entrelaza los sorbos de café con un buche de agua. Se rasca el ojo izquierdo mucho. Desde donde estoy en el local, la veo editar fotografías en photoshop. Su imagen—de sureña montacaballos—no me conecta con lo que parece ser su oficio, pues lo hace rápido, el cursor se resbala ligeramente por la pantalla, los cambios suceden rápido. Al terminar una foto, pasa al cuaderno y apunta algo. Un inventario, supongo.

Un hombre afilado, afroamericano, de dreadlocks largos entra, con un niño aguantado de la mano. Un niño precioso, con un afro desaliñado marrón claro. Venían caminando por la acera, así que supongo que viven cerca. En Atlanta la mayoría de los peatones viven cerca—aquí el auto es ley, como allá. Hablan entre ellos, algo de un teléfono nuevo—aún no me acostumbro a niños angloparlantes.

La mujer del sombrero los mira y sonríe. El hombre de deadlocks hace lo mismo y el niño se abalanza hacia ella y, con una agilidad de ninja, da un salto y cae de pie en la silla alta que está vacía al lado de ella. Me sorprendo. De niño, si hubiese hecho lo mismo, uno de mis padres me hubiese pellizcado. El niño, con una alegría orgánica, le dice a la mujer—que identifica como mom—que su padre se compró el teléfono más tecnológicamente avanzado del mundo. Usa esa palabra—technologically advanced. Debe tener, ¿cuántos? Cinco años.

Están de pasada, dice el hombre de los dreadlocks. Parece que van a alguna actividad en el local de abajo. Antes de irse, le dice que consiguió un gig en el casino. El tipo que conocí en diciembre, aclara, me llamó que su pianista se iba de la ciudad. Ella le dice que eso es buenísimo y besa al niño.

Sin ningún intercambio físico entre ellos, él sale.

Surgen preguntas, pero las dejo en silencio.

El endiosamiento que algunas personas les rinden a autores, deportistas, estrellas de rock, yo se lo rindo a los músicos de jazz, especialmente los que pasan desapercibido. Esa cuestión cultural por los malditos y fracasados, supongo. Quizás porque musicalmente soy un asco, o quizás porque para dedicarse al género—que cada vez más se aleja del foco mediático—hay que tener algo.

La mujer abre una foto del niño en Photoshop y la comienza a retocar. No anota nada en el cuaderno. Yo regreso a mi trabajo.

lunes, enero 17, 2011

to really go roaming around the world, sueña Kerouac

Esto acá arriba es una carta encontrada por Helen Hall, una experta en memorabilia que trabaja para Christie's, en la que el autor de "On the Road" le escribe al legendario Marlon Brando. Cuenta Hall que, después de horas buscando entre folders de documentos de bureocracia y de correspondencia aburrida (para alguien que vive de vender correspondencias, supongo), se tropezó con una carta de 1950 en la que un Kerouac cansado, pero sincero, le recomienda a Brando posibles adaptaciones al cine de su obra principal, además de ofrecerle también la historia de una novela que estaba a punto de publicar. Dice que le ve potencial a ambas, e inclusive recomienda posibles tomas. Todo muy interesante para quien ama a Kerouac, pero para mí, que lo admiro de lejos, lo único que me latió de la carta, más allá de la aleatoria miscelánea, fue la sinceridad del individuo:
"All I want from this is to be able to establish myself and my mother a trust-fund, so I can really go roaming around the world writing about Japan, India, France... I want to be free to write what comes out of my mind and and free to feed my buddies when they're hungry and not worry about my mother".
[de The Dailty Week, llegas a la fuente original presionando acá]

domingo, enero 16, 2011

mi habitación se llenará

1. El hielo, que se ha acumulado como truculentos badenes por las carreteras, comienza a derretirse. El producto es un asfalto siempre húmedo, negro y nuevo. A veces, voy conduciendo, y se me olvida que ahí hubo hielo, y me pregunto cómo es posible que llovió y no me percaté, si estuve todo el día al lado de la ventana, en la computadora.

2. Tuve dos sueños anoche. Uno largo. Larguísimo. Casi como una película. Recuerdo que abrí los ojos en ese entredormir de los sonámbulos y me dije, guao, que sueño largo. Sin embargo, ahora que me siento a escribirlo sólo recuerdo la escena final. Iba caminando por una calle embreada con un grupo de gente cuando de golpe la brisa se hizo ráfaga; y la ráfaga se hizo acoso. Luego de caerme y azotarme, me aguanté a un poste de madera, temiendo que el tendido eléctrico se soltase y me electrocutase. Frente a mí, como una cintilla fílmica, veía gente empujada por el céfiro dictatorial, vi gente cayendo, golpeándose feo, frentes ensangrentadas. Una cuerda cayó desde lo alto. Una cuerda de esas viejas, como de plástico, amarillentas y rasposas. Miré hacia arriba, y me percaté que estaba atada al poste. Me la amarré a la cintura e intenté despegarme de mi pilar, como experimentando. El viento me podía empujar sólo unos cuantos metros, pero siempre la soga resistía. Era fuerte. Entonces, como uno de esos indios aztecas que se lanzaban del tope de una columna y daban vueltas alrededor de ella, o como uno de los nativos de las Islas Pascua, que se lanzaban al mar desde muy lejos, muriendo al azotar (o quizás simplemente como un rescatista que salta de un helicóptero), me comencé a lanzar hacia el centro de la carretera con esperanzas de atrapar a uno de los transeúntes agolpeados. Las primeras dieciséis fracasé. Y recuerdo que fueron 16, porque al intentarlo me dije, mi madre nació en febrero 16, mi padre en abril 16, y mi hermano en mayo 16. Pero entonces, vi a una nena, una nena que parecía nene y que en el sueño reconocí como una conocida de la niñez y, tomando impulso, me lancé hacia ella. O, mejor dicho, el viento me arrancó hacia ella. Para mi sorpresa, ella hizo lo mismo. También tenía una soga amarrada de su cintura. Desafortunadamente, ninguna de las dos era suficientemente larga. Así que volábamos hacia el centro de la calle, en círculos, y nuestros dedos casi tocaban, como un extraño reloj cuyas manecillas van en direcciones contrarias pero jamás se encuentran en el doce, casi tocándose, una encima de la otra. Me desperté.

3. En el segundo sueño, breve, estaba esposado en un interrogatorio de policías. A un costado de la mesa, estaba casi todo el escuadrón. Algunos en uniformes, otros en civiles. Unos con caras de policías de películas, otros de guardias de comics, y otros simplemente de detectives privados: largos y enjutos, con peste a cigarrillo. El interrogador principal estaba enojado—al parecer, esto llevaba algunas horas—y salió de la habitación. El hombre inmediato a mi izquierda se inclinó hacia mí, y me susurró coopera, dinos a todos, ¿qué fue lo que hiciste? ¿cómo lo hiciste? Ni en el sueño, ni luego, al despertar, cuando supuestamente gocé de las glorias de la lucidez, supe de que hablaban. El tono de este hombre era simpático, buena gente. Lo que me quería decir es que si no cooperaba, me iban a hacer cooperar, como en las pelis. Le dije que lo haría. Y él me dijo que era una buena idea, que no me gustaría ser golpeado frente a todos ellos. Y al decir “todos ellos”, apuntó hacia el otro costado de la mesa—tenía forma de u, no lo sabía. Este lado se estiraba, absurdamente hasta el fondo de la habitación, que yo no podía ver. Y ahí estaba todo el mundo sentado: amigos, ex novias, familia, gente que se corre en las mañanas por mi barrio; todo el mundo. Cuando los vi, una felicidad grosera se apoderó de mí, y me puse de pie, aún esposado, y salté a la mesa, y para mí sorpresa como audiencia onírica, comencé a bailar con un talento que no tengo. Bailé y mientras lo hacía pensé el video de más y más de Robi Rosa, porque era eso lo que bailaba. El policía simpático me miraba perplejo, e intentó detenerme, me dijo detente, detente. Todos mis conocidos, aplaudían, sonreían, excepto algunos—a lo que no le caigo muy bien, mi ex, por ejemplo. Bailé por largos minutos, pero entonces algo me hizo sentirme amargo, miré a mis espaldas, sin detenerme, sin dejar de mover piernas, brazos, cuellos, nalgas, y vi al interrogador principal, con una cadena amarrada alrededor de su puño, como maleante de cuarta en película de los setenta. Acto seguido, miré hacia mis conocidos, y reconocí al final de la mesa, el final que no se veía antes, a un tipo idéntico a mí. Me dije, coño, que mucho me parezco a mi hermano mayor, pero no era él, Carlos estaba al otro borde de la mesa. El tipo con mi cara estaba serio, brazos cruzados. No molesto, no agitado. Nada tan cotidiano. Algo peor, algo que me hizo detenerme allí, quedarme quieto: una seriedad cuyas dos fronteras eran la decepción y el asco. Me detuve. Bajé de la mesa. Regresé a mi asiento. Y me desperté.

4. —Qué sueño más pendejo: literal y cliché—me dije al abrir los ojos. Una variante del clásico juicio en el que el jurado son tus conocidos. Pero pues, ¿puede un sueño ser cliché? No importa. Qué día triste será la mañana en la que nos despertemos acordándonos de todos nuestros divagares nocturnos. No hay tiempo para eso. Ni entonces ni ahora. Tengo cosas que hacer, trabajo que escribir.

viernes, enero 14, 2011

gajes del oficio, dice Villoro

—Me buscaron por imparcial. Los que aman lo mismo se odian entre sí.
— ¡Has dicho un apotegma! —se rió el tío—. También se odian los que quieren lo mismo. Todos nos odiamos, sobre todo en este páramo donde las espinas se pasan al alma.
de El Testigo, Juan Villoro

sábado, enero 01, 2011

miscelánea desechable, sentencias dosmilonce

1. Algunos años se comienzan empacando. Una maleta pequeña repleta de ropa descansa en el vientre de otra aún más grande; un artífice marsupial listo para el vuelo. Todo listo para dar el golpe final a las sobras del librero sedentario que dejé, al irme, en la vieja habitación maternal, de paredes grises, trofeos oxidados, y una grieta diagonal que recorre el techo, manchado de humedad.

2. Va tiempo que no escribo una entrada de estas, periféricas ya, numeradas, de miscelánea desechable, inventarios de lo cotidiano. El escritorio lo tengo regado: y recién descubrí que el mero acto de sentarse en él, y no en el suelo de la sala con la laptop en la falda, cataliza el trabajo—cualquiera de ellos. La lamparita negra apuntando al techo, trazando una luna, intentando sustituir a la bombilla fundida que flota sobre la cama, inútil. La lavadora chilla. Ahora, pasar la ropa mojada a la secadora.

3. Hay un refrán, creo que lo aprendí de Astrid, una noche de un performance raro y una lavadora de cartón, que dice algo como, “los trapos sucios mejor lavarlos en casa”. El decir, de por si, hace sentido. Pero me pregunto si hay que hacerle un addendum en la época de las redes sociales. Algo como, “y con la computadora apagada”. O, “y offline”. Sólo una idea, olvídalo. Te dije, inventario mundano.

4. También hay años que comienzan grises, con un aguacero y una subida de temperatura a los cómodos fahrenheits. De camino a tu casa, a las tres de las tarde, ves el asfalto negrito, limpiecito, y hace algo de sentido. Enciendes los wipers del auto (porque decir limpiaparabrisas es malgastar letras), pones la radio al azar. Escuchas la más reciente canción de pop desechable y te dices, con ese aire de que estás al borde de un pensamiento profundo, “todos los años deberían comenzar con aguaceros”.

5. El problema es que en el siglo XXI estas sentencias siempre suenan pretenciosas. ¿Cómo escribir si ya no hay espacios para sentencias obvias? Quizás sería mejor editar y dejar las primeras tres líneas del párrafo anterior. Ser sutil, permitir que se le escape a la gente, a la Ishiguro.

6. Pero para seguir con el leitmotif, también hay eneros primeros que comienzan con la actualización de tu selección musical. Actualización no en el sentido de música nueva recién estrenada, sino en el sentido de que decides darle divina sepultura a los cinco discos que escuchaste, sin misericordia, una y otra vez durante el año anterior (Yesterday you said today y Rewind that de Christian Scott; The Suburbs de Arcade Fire; Last recording de Billie Holiday; Have one on me de Joanna Newsom), para reemplazarlos con unos cuantos que recién copiaste de la computadora de Ms. A (Land de Patti Smith; No more shall we part, Nick Cave and the Bad Seeds; White Lunar, Nick Cave y Warren Ellis).

7. Mala mía. Fui a bregar con la ropa. A veces la lavadora como que se encaja, y tienes que volver a darle cuerda. No ayuda que siempre te olvides de vaciar los bolsillos de los pantalones y tengas que poner a secar dólares empapados en un cordón, y colocar las monedas brillosas en un envase de margarina desocupado. Ves, de aquí podría saltar a una de las sentencias anacrónicas contra las que predico. O las que crítico. No predico contra nada. Predicum ad nihilum. A veces me gustaría saber latín. Aunque, disculpa por el quiebre de estilo (culpar el número siete), ¿pa’ qué carajo?

8. Y qué mejor forma para pasar la primera tarde de ese año nuevo (al exterior) releyendo el libro que—leído en el momento preciso—te hizo enamorarte de nuevo de la literatura, a los dieciséis o diescisiete años. Un libro que, en realidad, no hace mucho, ni es gran libro, pero que te hizo las cosquillitas necesarias para escribir aquellas primeras cuarenta y tres mil palabras que bautizaste de novela y luego borraste medio abochornado—aquí hablo de A Wild Sheep Chase, de H. Murakami que recuerdo haber leído junto Heart of a Dog de Mikhail Bulgakov, ambos prestados por una prima.

9. Entonces, salir descalzo al balcón a tomar la foto que acompaña la entrada y recordarte de lo mucho que insistía tu mamá de que te pusieras zapatos, de que no eras pobre para andar talón-al-suelo—dicho no con el desprecio de clase media, sino de quien, cuando niña, cruzaba un río descalza, para no ensuciar el único par de zapatillas que tenía para ir a la escuela. Por lo tanto, regreso y me pongo las chancletas y tomo el teléfono y presiono el botón que hace de la máquina una cámara y clic, clic, la foto que en teoría coronará esta entrada. De camino al escritorio—que recogí ya, porque no soportaba el reguero—te tropiezas con una caja de Cherry Coke que le compraste a un amigo y que llevarás en la maleta, motivado más por lo absurdo del pedido que el cariño en sí.

10. Disculpen el barajar entre primera y segunda persona en el número nueve. Culpemos al clima y suframos de deterministas.

11. En el escritorio, junto a la lámpara, el archivo, el pote de margarina vacía donde lanzo las monedas recién lavadas, mi wallet, una cerveza vacía, dos libros que leí antes de ayer, el poemario de un amigo, que cité anoche en este blog, y un par de tijeras que me robé de la biblioteca dónde trabajo, hay un marco de cuero que aprieta una foto de tres tipos—uno con una boina, barbudo, un poco gordo, vestido con un hoodie azul de rayas rosadas; el otro con un jacket de cuero negro, pálido, de pelo rizo y marrón, y un tercero que diría que soy yo, pero que por el pasar del tiempo me parece ajeno, así que describo vestido en un abrigo de tela azul, espejuelos negros, y piel prieta—mirando por encima de sus hombros, los tres, hacia el inmenso arco torii de madera que da paso al bosque del templo Meiji-Jingu en Tokio. No puedo precisar si la foto fue posada, pero diría que sí.

Viajar de vuelta a la isla—si no a ‘casa’—motivado por la necesidad de ver gente que, de una forma u otra, sangre o tinta, ciñeron garras en lo gordo del pecho, y no por la añoranza de playas y montañas y un acento.

A veces me pregunto si ‘nación’ y ‘pertenencia’—permítanme el pronunciamiento—tienen que ver, en lo absoluto, con espacios y lugares.