sábado, abril 14, 2018

Isla, amigo y huracán, una crónica

El Huracán María me sorprendió, con un amigo, en Cuba. Estábamos allí para un evento en la Casa de las Américas. A un mes de regresar, escribí una crónica para la revista de la Casa que salió publicada el mes pasado. Este mes, otra versión de la misma crónica, apareció en la revista colombiana UniversoCentro

La ilustración es de Elizabeth Builes y fue hecha para la UniversoCentro. 

Ya antes nos habíamos cuestionado si debíamos haber venido a Cuba, pero esa fue la primera vez que lo hicimos desde que aterrizamos en La Habana y la que anunció los arrepentimientos posteriores. Era miércoles, 20 de septiembre, nuestra cuarta mañana en la ciudad. Desayunábamos, como siempre, en la casa particular en la que nos estábamos quedando. A diferencia de los primeros días, en los que habíamos escuchado la radio mientras nos pasábamos el pan y la mantequilla, esa mañana el dueño de la casa había encendido el televisor y sintonizado el noticiario mañanero. En algún momento entre nuestra segunda taza de café y la llegada de Gloria y Alejandra, las dos escritoras bogotanas que se quedaban en la habitación del lado, el meteorólogo de la estación comenzó a hacer un repaso del estado del archipiélago caribeño tras los recientes embates del huracán Irma.
El meteorólogo repasó muchas de las cosas que habíamos visto al llegar: una Habana en la que el malecón estaba inhabilitado porque las olas huracanadas habían minado sus cimientos; en la que toda la vegetación estaba deshecha por el agua salada; en la que la gente aún estaba en modo de supervivencia y donde al final de cada esquina habían levantado comederos en los que la gente del barrio podía conseguir un plato de arroz, con un poco de frijoles y pollo frito, todos cocinados con harto aceite, y así devolverle algo de normalidad a su día a día. Luego, tras reportar sobre las islas que habían sido totalmente arrasadas, el hombre pasó a hablar de otro huracán, María, del que Juanluis y yo habíamos escuchado justo la noche antes de abordar nuestro vuelo y por el que originalmente habíamos dudado partir. Tras mostrar los itinerarios hipotéticos de María vis a vis Cuba, el hombre enfocó una imagen que representaba la ruta en curso del temporal. Con algo de alivio, comentó que según parecía Cuba saldría ilesa. El dueño de la casa exhaló y celebró, porque una tormenta de esa fuerza, según él, terminaría por sepultar la ciudad en la que nos encontrábamos. Todos sonreímos y volvimos a mirar el pronóstico, según el cual, en esa precisa mañana, María partiría a Puerto Rico justo por la mismísima mitad.
Juanluis y yo nos quedamos callados y, tras las noticias, Gloria y Alejandra expresaron, de algún modo, su preocupación. No recuerdo los detalles, pero imagino que Juanluis les habrá respondido con un comentario indeciso y pesimista, y que yo le habré seguido con uno más liviano, intentando evitar tomar una posición, como suelo hacer.
Poco después compramos tarjetas de internet en el Hotel Presidente y nos separamos frente a nuestros dispositivos con la esperanza de saber un poco más, de confirmar que familiares y amigos estuvieran preparados. Muy pronto, sin embargo, Juanluis y yo fuimos expulsados del mundo virtual por la ausencia de respuesta puertorriqueña. No lográbamos contactarnos con nadie, aunque sí actualizar los mapas en los que vimos cómo María, ese huracán categoría cinco que hizo histórica esa semana parteaguas, disminuyó su velocidad al tocar tierra, aunque no su fuerza, dándoles más tiempo a sus despojos.
Fue entonces cuando Juanluis dijo que quizás venir a Cuba fue una mala idea. El “quizás” desapareció mientras progresó el día, y luego la semana, y en su lugar se asentó la certeza de que se tomó la decisión incorrecta, y de que esa decisión representaba un fallo moral de nuestra parte. Yo lo negué al principio porque soy lento en arrepentirme. Luego, lo negué porque me avergonzaba no haber visto el peligro que prometía el huracán con la claridad de Juanluis.
Vinimos a Cuba para participar, durante toda la semana, de la cuarta edición de Casa Tomada, un encuentro de jóvenes escritores, artistas y activistas en la Casa de las Américas. Vinimos a Cuba, sí, porque siempre habíamos querido hacerlo y porque admirábamos la institución, y porque los dos creemos en que, más allá de las categorías, hay una literatura latinoamericana realmente existente y que esta se funda en encuentros como aquel y en intercambios de libros más allá de los parámetros de las redes comerciales de distribución. Sí, esa es la justificación literaria, crítica. Pero también vinimos a Cuba porque una década atrás, durante nuestros años universitarios, Juanluis y yo fuimos uña y mugre. Vinimos porque no nos habíamos visto desde hacía un año, y porque llevábamos más de ocho, desde que yo emigré a los Estados Unidos, distanciándonos. Vinimos a Cuba a intentar refundar una amistad que, como el evento mismo Casa Tomada, se forjó a partir de conversaciones sobre literatura, libros, y azar.
El sábado antes de salir, sin embargo, casi se anuló la posibilidad del reencuentro. Juanluis me había escrito preguntándome si el programa en la Casa de las Américas seguía en pie, y si tomaría el vuelo la mañana siguiente. Por un lado, según sabíamos, el huracán Irma le había pegado duro a la Casa. A duras penas nos habíamos podido contactar con Lorena Sánchez, la responsable de juntarnos. Por el otro, aunque Irma apenas tocó a Puerto Rico, había hecho estragos en la distribución de luz eléctrica. En Cupey, donde vive Juanluis, aún no la habían restablecido y llevaba días con el refrigerador vacío y viviendo a fuerza de quinqué y comida enlatada. Titubeé, pero le respondí, desde la comodidad de mi casa en el medio oeste estadounidense, que sin duda iría. Antes de enviar el mensaje lo releí y me aseguré de que mi respuesta fuera firme, a pesar de la ansiedad que se asomaba. Me detuve un segundo y le pregunté: “¿Y tú?”. Me respondió una hora después. Dijo que sí, que nos veríamos allá.

domingo, abril 08, 2018

nuevos horizontes turcos



Dicen que los dormidos (aka, Uyuyor diyorlar) oficialmente existe en turco y está circulando por librerías en ese lado del mundo. 

La edición es producto de Cumartesi Kitapligi, que creo que se traduce a libros de sábado, pero no lo juraría.  

jueves, abril 05, 2018

la sangría, una columna



La sangría

“Hacienda proyecta la pérdida de 500,000 contribuyentes en cinco años”, anunció un titular de este diario esta semana. Cuando lo leí, me tembló un poco la mano. Me abaniqué, y, a pesar de que nunca había sentido una cosa así, concluí que aquello era una alegría inusitada, profunda. La alegría surgía del hecho de que, por primera vez, pude imaginarme un Puerto Rico más justo y equitativo.
La caminata hacia ese horizonte de la igualdad sería jalda arriba, me dije.
Valdría la pena imaginársela como una sangría, el procedimiento médico más popular desde la antigüedad hasta el siglo XIX. Las sangrías o flebotomías implicaban hacer un tajito en una vena periférica a través del cual un paciente dejaba salir un chorrito continuo de sangre. La expulsión, creeríamos, culminaría en beneficios ya que dejaría escapar malos humores. Si lo de llenar un envase de sangre parecía de mal gusto al paciente, también podrían colocarse, de manera estratégica, una serie de sanguijuelas que chuparían la sangre infectada. Al finalizar el proceso, una vez toda la sangre había sido eliminada, el paciente habría de volver a fortalecerse, tras un periodo de descanso.
Para restaurar y fortalecer a la isla, para crear un Puerto Rico justo e igualitario, sería necesario continuar la sangría. Con quinientas mil emigraciones más cada cinco años, en cuestión de treinta, la isla se vaciaría, y podría tomarse un break. Las sanguijuelas las hemos tenido pegadas al costado desde el principio de nuestra historia, aunque ahora están halando más sangre que nunca. Si, desde entonces, nuestra clase política sólo ha sido capaz de trabajar para sí, quizás dejándole el canto y yéndonos todos nosotros para otros lares, redistribuirían el bienestar y accederían a garantizarle a la población restante, que serían ellos mismos, un poco de dignidad. Quizás sin pueblo, también se comprometerían a la justicia e igualdad.
Ignoremos que, a menudo, las sangrías mataran a los pacientes. Podría ser una victoria de esas que llaman pírricas.