jueves, julio 30, 2009

nigiri, una columna

Esta columna/crónica/pedazo de autoficción apareció publicada en Julio 30, 2009 en Diálogo Digital. Después de mes y pico, edito esta entrada para ponerla en su totalidad, ya que no sé por cuánto tiempo permanecerá en línea.
“See, it’s not about races, just places, faces.” Michael Jackson

Él camina, con sus manos escondidas en los bolsillos de su jacket, por las calles de Tokio, entre los miles de japoneses y japonesas que van y vienen de dónde sea que van y vienen los japoneses a las nueve de la mañana. Él intenta mantener el paso, de congelar su mirada como ellos la congelan, pero se le sale ese aire de jaibería, de persona de isla que no está acostumbrada al acelerado tac-tac-tac de la gran ciudá internacional. Él sobresale por varios centímetros de altura, sobresale porque el pelo no le baja, se le enrolla, porque tiene la cara cubierta en una barba que tiene más de Maelo que de Miyagi.

Él camina a la estación de tren de Shinjuku; acompañado de unos amigos. Mientras hace fila para comprar el ticket, ve a un hombre negro saliendo de la oficina que está a la izquierda. Es imposible no notarlo, o eso piensa. El hombre viste un gabán oscuro, unos finísimos espejuelos plateados. Le pasa por su lado. El hombre lo mira por un instante, y luego es engullido por esa cosa viva que es la masa en prisa. Ninguno de sus compañeros dice haberlo visto.

Horas después, por una calle mucho menos transitada, se tropieza con otro hombre negro que lleva de la mano a una japonesa. Quizás por como se viste, o como se carga, concluye que debe ser estadounidense. No se miran. O mejor dicho, se ignoran. Aunque no en su totalidad. Cuando se atraviesan, el estadounidense a la izquierda, él a la derecha, sus miradas se cruzan. No, no es un cruce, es más como una leve inclinación del mirar, un movimiento apenas perceptible.

Lo mismo sucede a través de la semana. No siempre, claro está. Pero lo suficiente para que sus compañeros lo noten. Esa tendencia a reconocerse entre anónimos. A él le toma un poco más tiempo. Le toma un acto más obvio. Tiene que estar en una barra en Shibuya—el equivalente japonés a Times Square—en la que cantan japoneses y turistas, raperos estadounidenses, folksingers ingleses y una chica llamada Momo. Tiene que acercársele el DJ, un hombre alto, negro, de dreadlocks, para comentarle, con relación a un mix que hace un escocés en la tarima, Can’t go wrong with Billie Jean, right? Él intenta seguirle el hilo de la conversación. Desempolvar su inglés. Puede discutir a Michael Jackson con facilidad, como cualquier persona nacida en los ochentas.

Sin embargo, mientras discuten al difunto blanquinegro, él se percata del criterio utilizado por el DJ para hablarle a él, entre todos los otros extranjeros y locales que estaban en la barra. Es el único otro negro sentado. Hablan por diez minutos y, cuando le toca regresar a su espacio, el hombre le da la mano, un medio abrazo y suelta un see you later, brother.

El único otro negro, se repite para si.

Le sorprendió que en ningún momento se preguntaran por sus respectivos lugares de origen. Hablaron de Tokio, del continente asiático, de las impresiones de ambos. Le sorprendió descubrir que había un espacio de empatía distinto, un espacio de empatía nuevo para él. De improviso se veía vistiendo, por primera vez, ese traje de salir que heredó de su abuela, ese traje al que sus profesores le habían llamado identidad racial, y que antes sólo había empuñado por los breves instantes en los que los chistes raciales se pasaban de la raya, o en que comentarios como es un negro bueno colmaban la copa. De repente, todos los debates de la identidad puertorriqueña se hacían un poco menos importantes. Un poco menos graves.

A la media noche, él sale del lugar, con sus manos escondidas en los bolsillos de su jacket. Camina, entre los mares de gentes, en dirección al tren, manteniendo el paso, sintiéndose un poco más liviano. Tac-tac-tac.

lunes, julio 27, 2009

gesto de fallo, un cuento

Preferiría una droga en la sangre, piensa Carlos, preferiría tener una excusa válida, aunque débil, para hacerlo. Mas, no la tiene, pero aún así le quita el traje, aún así la mira a los ojos con mirada de a mentiras, le sonríe; le da el empujoncito necesario para que se desplome sobre el colchón como torre impactada por una aeronave en una mañana especialmente fría de septiembre. Lo hace tan, pero que tan consciente, tan pero que tan de embustes, que se merece lo peor, insiste.
Una vez terminan le mira el cuerpo delgado, el cuerpo de niña adolescente que llegó a los treinta sin rastro, traza el camino de su cuello a su ombligo con su dedo índice, le siembra un beso, y se sienta a su lado. La luz del edificio vecino se filtra por la ventana lluviosa y traza rejas de sombras sobre las viejas losetas que tienen todos los apartamentos de aquél área metropolitana. Parecen barrotes, se murmura, y ella pregunta qué dices, misanto. Carlos la mira y tira de sus hombros, nada, no digo nada; y ella desnuda en su cama, ella feliz en su cama, ella intrusa en su cama, tropiezo en su relación.
No, Carlos no dice nada, pero se pone de pie y se viste, y sale al baño, y cuando vuelve, ella comienza a caer en cuentas de que aquello es nada y pregunta quieres que me vaya. No, claro que no, le miente él, mas ella se va, se despide a través del vidrio del auto y Carlos se queda de pie, bajo la sombrilla, bajo el aguacero, y siente el impulso de sentarse allí, allí en la acera mojada.
Y lo hace. Se queda sentado allí, permitiéndole a la lluvia mojarlo, permitiéndole a la lluvia filtrarse en su cuerpo e intentar expurgar aquella pesadez que él mismo alojó en su pecho, sin justificación alguna. La calle donde está se estira hasta el horizonte, bobinando como un largo pedazo de fílmico que recorre todo aquél barrio, que aprieta todo aquél desorden arquitectónico y vulgar. La puerta blanca del edificio de dos pisos que está frente a él se abre, y la luz amarilla de los interiores choca con la anaranjada que despliegan los postes. Una mujer de piel trigueña sale, y el estudiante de bellas artes que vive ahí cierra la puerta detrás de ella. Sin paraguas, ella cubre su cabeza con un pedazo de tela clara. En vez de perderse, de regresar adónde sea que sea su casa, se sienta en el último escalón que conecta con la acera. Se remueve el paño de la cabeza y se estruja el cabello con ambas manos. Como es de esperarse, su mirar y el de Carlos se encuentran, luego de algunos segundos.
La ha visto antes por allí, le recuerda el punto rojo en su frente, le recuerda sus facciones de la India. También recuerda el niño que siempre la acompaña, junto a una bola de fútbol, junto al hombre alto y largo, también indio, que enseña en la escuela de informática. No sabe si sonreírle, así que no lo hace, pero no deja de mirarla, porque ella tampoco deja de mirarlo.
Ella le ve algo en su rostro que se compara a la hinchazón que siente en el pecho, y él le ve lo mismo. Un relámpago ilumina el cielo por algunos segundos. A lo lejos, se escucha la bocina de un auto, una mujer gritando en algún edificio, débiles ecos de la música de una barra estudiantil. Carlos siente la necesidad de pararse, de sentarse a su lado, de detallarle a qué sabe la traición, porque aún tiene el sabor fresco en su garganta, pero está seguro que ella también lo siente, que ella huele a lo mismo. Está seguro de que ella también quisiera que la lluvia que los empapa fuese ácido abrasante, que su piel, con el olor de otro, se deshiciese como un trozo de papel sobre candelas.
Sin embargo, la lluvia es sólo lluvia, concluye Carlos, al rato, cuando casi llevan una hora mojándose y las cinco de la mañana comienzan a acercarse con su promesa de sol. Abre la boca para decir algo, pero nunca lo hace. No importa nada de lo que pueda decir. Lo acometido no tiene consecuencia. Toda aquella noche puede ser ignorada por el resto de sus vidas. No hay nadie que los juzgue, ni juicio que valga. Sus fracasos son sólo suyos, y tal vez es eso lo que los ahoga a ambos. Una pelota de fracaso en carne viva, como una matriz malograda que no acaban de sacar, y que crece uñas y libras y libras de pelo en sus vientres. Nada que hacer, ni ahora ni nunca, le quiere decir, pero ella de seguro ya lo sabe, que son la ruina de toda una generación, que por más que hagan, perdieron.
Ella se pone de pie antes que él, sin quitarle los ojos de encima. Él la imita, y corre sus dedos por su barba húmeda. Entonces ella sonríe, ella eleva su mano, palma abierta hacia él, se da media vuelta y se dispersa, y él no tiene ni idea de lo que significa aquél gesto y regresa a su casa, se da un baño, le cambia la corcha a la cama, barre la habitación, mapea la habitación, y se pregunta el porqué de aquella sonrisa, de aquél gesto secreto.

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo]

domingo, julio 26, 2009

Moho, un cuento

Enajenada, la llamaron los trabajadores sociales; inmisericordiosa, su ex-marido. Pero ella ya estaba muy lejos del distrito dónde importan los encasillamientos de terceros. No más preocupaciones, juró. No más atender a sus hijos veinticinco horas al día, no más esperar a que su marido llegase a las once de la noche para servirle comida, para satisfacerle sus ínfulas de pornstar, para terminar acostándose a las cuatro de la mañana y a las siete despertarse, a llevar los nenes a la escuela. Un trueno. No más preocupaciones, se repitió en silencio mirando al mundo a su alrededor, como una niña de campo que acaba de graduarse de escuela superior, que nunca ha salido del pueblo, y que de repente llega al Recinto de Río Piedras. No más cuidar a su madre, moribunda desde hace diez años, no más limpiar mierda de viejas, cambiar pañales, ni vaciar follys.
Ahora toma las riendas otra vez. Las riendas de ese caballo espoleante que dejó estacionado en un parking que cobra dos dólares por hora cuando presintió aquél condón romperse hacía década y media. El condón romperse, jamás se lo esperó. El condón romperse, ¡ja! Ahora todo parecía un chiste. Ahora que era el día de partida, se daba cuenta lo patético que fue. Latex contra Piel. Latex contra Piel. Y guaya, guaya, el chillido de la ráfaga, guaya, latex, piel, mete, saca, latex, piel, te amo Chimi, mete saca, latex, piel, latex, piel, piel, ay nena, ay nena, ay nena, me vengo, piel, calor, piel, piel y la viscosidad.
Pero, no más. Ya no.
Era hora de ponerse aquellas botas blancas que se compró a mediados de los ochenta, de enrolarse en aquella chaqueta, en aquella camisa de manga larga y falda de breve alcance. Era hora de calzar el idioma que sacó de aquellos dos años de literatura norteamericana. Here I go, damn it, here I go and nobody will stop me, se dijo, segura de que su inglés no había perdido fluidez en todos esos años de callarlo, de no atreverse a pronunciar palabra alguna en la lengua anglosajona por miedo a que el olor de lonchera y jugo y Cheetos que emanaba de sus hijos se filtrara entre las sílabas foráneas y, como todo lo que tocaba, las oxidara con ese moho que parecía acaparar todas las superficies de su vida.
Sólo tenía que empujar su pie un poquito, entraría en las botas. No lo dudaba. En momentos cómo ese nada te puede interrumpir, los fracasos de tan presentes se han vuelto cosas lejanas, siluetas volátiles en el horizonte. Okay, one feet’s done, now move on to the next, sweetie, se dijo, move on to the next. One step at a time, mami, one step at a time. Sí, Relájate, relájate, mija. Nada la puede detener, insiste, hasta el clima está de acuerdo. Se da un pequeño empujón y se pone de pie. Otro trueno. Primer paso, segundo paso. Okay, just have to regain your sea legs, honey, patience, patience. Se deslizó, como diosa, por las losetas de la habitación y terminó halando un baúl de ropa que escondía al fondo del armario. Un baúl que contenía su juventud y las ropas que la marcaron. Sacó la mini. Le debía servir. Desde hacía más de un año que las pastillas habían hecho trizas de su estómago. Ya no soportaba comida fuerte. Un poquito de avena en las mañanas, y otro de arroz, por las tardes. De seguro entraba. El aguacero. Se bajó los pantalones. Los reemplazó por la falda. Sonrío. Se miró en el espejo, sin camisa. Sus senos se habían encogido, pero sus pezones se habían agrandado. No lo había notado hasta ese momento. ¿Un relámpago? Debió haber sido el lactar a las crías, de permitirle que le chuparan la vida, del mismo modo que se la chupaba su marido, cuándo aparecía. Las pastillas se quedarían aquí, se quedarían aquí con todo lo demás. No podía llevarse nada que hubiese sido afectado por el hongo del estancamiento. Nada que apestara al pedazo de latex genésico. Sacó una cartera de mahón, vacío todo su contenido. Todas las fotos, todas las tarjetas, excepto su identificación. Lo dejó todo encima de la coqueta. Se puso una vieja camisa de alguna banda que de seguro ya se había dividido, y luego la chaqueta, también de mahón. Se verificó una vez más en el espejo. Conseguiría un trabajo de azafata, de maestra de idiomas, de traductora y se iría lejos. Estados Unidos, primero. Claro, es lo más fácil. Y de ahí, Canadá, usar su poco de francés, su inglés, y luego dar el salto a Europa. That’s right, babe, you’re free, damn you, you’re free.
Abrió la puerta y se asomó al pasillo. Silencio. De seguro todos estaban durmiendo. Los alguaciles de su prisión se habían descuidado. El clima los debió haber confiado. Sus hijos debieron haberse acostado temprano. Su marido a mansalva trabajaría tarde. Su madre, su madre no se acababa de morir. Exhaló. Relax, Money, se dijo, it’s done. Y abrió la puerta principal, colocó la llave en el suelo, y la cerró detrás de si. Miró hacia la carretera. Sonrió. Un trueno, seguido de un relámpago, luego, el crujir de las ráfagas que se tragaban la ciudad. El aguacero la envolvía como bautismo. La carretera era un río. Un río de agua salvaje sin salida. Era el agua más clara que había visto en su vida. ¿Cuántas pulgadas debían haber caído hasta el momento? ¿Treinta, cuarenta? No podía parar de sonreír. De seguro esperaban que diera media vuelta y regresara. De seguro esperaban que se arrepintiera, que tanta esperanza, que tanto build-up terminara con una realización de lo inútil del intento de escape. Oh, you don’t know me, se dijo, les dijo, I’m not going back in there, this isn’t going to end up in disappointment, not again, dijo. Apretó la cartera. Sin permitir que su sonrisa se desvaneciera dio el paso que le faltaba, dejando atrás a sus hijos, a su marido, a los psicólogos, al latex, a su madre, las cuentas, la carga, las pastillas, y saltó hacia la corriente, hacia el río fugitivo que se la tragó en un inmenso y definitivo bocado de agua fría.

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo]

survival unit, dice Vonnegut

A husband, a wife and some kids is not a family. It's a terribly vulnerable survival unit.
de A man without a Country, Kurt Vonnegut

viernes, julio 03, 2009

a burnt ship

1. 
En la habitación 4215 de un hotel en Tokio hay una pequeña biblioteca. Entre sus volúmenes está la obra completa de John Donne. No tengo la menor idea de quién es. Pero ojeándolo me tropecé con algo que me parece, más que nada, preciso. Un tiro al vacío que se tropieza con la víctima correcta.
2.
Out of a fired ship, which, by no way
But drowning, could be rescued from the flame,
Some men leap' d forth, and ever as they came
Neere the foes ships, did by their shot decay;
So all were lost, which in the ship were found,
  They in the sea being burnt, they in the burnt
      ship drown'd. 
3. 
El poema se llama A burnt ship. Y al otro lado del vidrio, está un horizonte repleto de edificios desconocidos, abarrotados, completamente ajenos. En el televisor, canta Billie Holiday. El acondicionador de aire está puesto a veinte grados. Por primera vez desde que llegué a este lado el mundo se ve una tonalidad de azul en el cielo japonés. Aún así, el sol sigue ausente. Alguien, en algún sitio, se despierta.