lunes, julio 27, 2009

gesto de fallo, un cuento

Preferiría una droga en la sangre, piensa Carlos, preferiría tener una excusa válida, aunque débil, para hacerlo. Mas, no la tiene, pero aún así le quita el traje, aún así la mira a los ojos con mirada de a mentiras, le sonríe; le da el empujoncito necesario para que se desplome sobre el colchón como torre impactada por una aeronave en una mañana especialmente fría de septiembre. Lo hace tan, pero que tan consciente, tan pero que tan de embustes, que se merece lo peor, insiste.
Una vez terminan le mira el cuerpo delgado, el cuerpo de niña adolescente que llegó a los treinta sin rastro, traza el camino de su cuello a su ombligo con su dedo índice, le siembra un beso, y se sienta a su lado. La luz del edificio vecino se filtra por la ventana lluviosa y traza rejas de sombras sobre las viejas losetas que tienen todos los apartamentos de aquél área metropolitana. Parecen barrotes, se murmura, y ella pregunta qué dices, misanto. Carlos la mira y tira de sus hombros, nada, no digo nada; y ella desnuda en su cama, ella feliz en su cama, ella intrusa en su cama, tropiezo en su relación.
No, Carlos no dice nada, pero se pone de pie y se viste, y sale al baño, y cuando vuelve, ella comienza a caer en cuentas de que aquello es nada y pregunta quieres que me vaya. No, claro que no, le miente él, mas ella se va, se despide a través del vidrio del auto y Carlos se queda de pie, bajo la sombrilla, bajo el aguacero, y siente el impulso de sentarse allí, allí en la acera mojada.
Y lo hace. Se queda sentado allí, permitiéndole a la lluvia mojarlo, permitiéndole a la lluvia filtrarse en su cuerpo e intentar expurgar aquella pesadez que él mismo alojó en su pecho, sin justificación alguna. La calle donde está se estira hasta el horizonte, bobinando como un largo pedazo de fílmico que recorre todo aquél barrio, que aprieta todo aquél desorden arquitectónico y vulgar. La puerta blanca del edificio de dos pisos que está frente a él se abre, y la luz amarilla de los interiores choca con la anaranjada que despliegan los postes. Una mujer de piel trigueña sale, y el estudiante de bellas artes que vive ahí cierra la puerta detrás de ella. Sin paraguas, ella cubre su cabeza con un pedazo de tela clara. En vez de perderse, de regresar adónde sea que sea su casa, se sienta en el último escalón que conecta con la acera. Se remueve el paño de la cabeza y se estruja el cabello con ambas manos. Como es de esperarse, su mirar y el de Carlos se encuentran, luego de algunos segundos.
La ha visto antes por allí, le recuerda el punto rojo en su frente, le recuerda sus facciones de la India. También recuerda el niño que siempre la acompaña, junto a una bola de fútbol, junto al hombre alto y largo, también indio, que enseña en la escuela de informática. No sabe si sonreírle, así que no lo hace, pero no deja de mirarla, porque ella tampoco deja de mirarlo.
Ella le ve algo en su rostro que se compara a la hinchazón que siente en el pecho, y él le ve lo mismo. Un relámpago ilumina el cielo por algunos segundos. A lo lejos, se escucha la bocina de un auto, una mujer gritando en algún edificio, débiles ecos de la música de una barra estudiantil. Carlos siente la necesidad de pararse, de sentarse a su lado, de detallarle a qué sabe la traición, porque aún tiene el sabor fresco en su garganta, pero está seguro que ella también lo siente, que ella huele a lo mismo. Está seguro de que ella también quisiera que la lluvia que los empapa fuese ácido abrasante, que su piel, con el olor de otro, se deshiciese como un trozo de papel sobre candelas.
Sin embargo, la lluvia es sólo lluvia, concluye Carlos, al rato, cuando casi llevan una hora mojándose y las cinco de la mañana comienzan a acercarse con su promesa de sol. Abre la boca para decir algo, pero nunca lo hace. No importa nada de lo que pueda decir. Lo acometido no tiene consecuencia. Toda aquella noche puede ser ignorada por el resto de sus vidas. No hay nadie que los juzgue, ni juicio que valga. Sus fracasos son sólo suyos, y tal vez es eso lo que los ahoga a ambos. Una pelota de fracaso en carne viva, como una matriz malograda que no acaban de sacar, y que crece uñas y libras y libras de pelo en sus vientres. Nada que hacer, ni ahora ni nunca, le quiere decir, pero ella de seguro ya lo sabe, que son la ruina de toda una generación, que por más que hagan, perdieron.
Ella se pone de pie antes que él, sin quitarle los ojos de encima. Él la imita, y corre sus dedos por su barba húmeda. Entonces ella sonríe, ella eleva su mano, palma abierta hacia él, se da media vuelta y se dispersa, y él no tiene ni idea de lo que significa aquél gesto y regresa a su casa, se da un baño, le cambia la corcha a la cama, barre la habitación, mapea la habitación, y se pregunta el porqué de aquella sonrisa, de aquél gesto secreto.

[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo]

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