Ahora toma las riendas otra vez. Las riendas de ese caballo espoleante que dejó estacionado en un parking que cobra dos dólares por hora cuando presintió aquél condón romperse hacía década y media. El condón romperse, jamás se lo esperó. El condón romperse, ¡ja! Ahora todo parecía un chiste. Ahora que era el día de partida, se daba cuenta lo patético que fue. Latex contra Piel. Latex contra Piel. Y guaya, guaya, el chillido de la ráfaga, guaya, latex, piel, mete, saca, latex, piel, te amo Chimi, mete saca, latex, piel, latex, piel, piel, ay nena, ay nena, ay nena, me vengo, piel, calor, piel, piel y la viscosidad.
Pero, no más. Ya no.
Era hora de ponerse aquellas botas blancas que se compró a mediados de los ochenta, de enrolarse en aquella chaqueta, en aquella camisa de manga larga y falda de breve alcance. Era hora de calzar el idioma que sacó de aquellos dos años de literatura norteamericana. Here I go, damn it, here I go and nobody will stop me, se dijo, segura de que su inglés no había perdido fluidez en todos esos años de callarlo, de no atreverse a pronunciar palabra alguna en la lengua anglosajona por miedo a que el olor de lonchera y jugo y Cheetos que emanaba de sus hijos se filtrara entre las sílabas foráneas y, como todo lo que tocaba, las oxidara con ese moho que parecía acaparar todas las superficies de su vida.
Sólo tenía que empujar su pie un poquito, entraría en las botas. No lo dudaba. En momentos cómo ese nada te puede interrumpir, los fracasos de tan presentes se han vuelto cosas lejanas, siluetas volátiles en el horizonte. Okay, one feet’s done, now move on to the next, sweetie, se dijo, move on to the next. One step at a time, mami, one step at a time. Sí, Relájate, relájate, mija. Nada la puede detener, insiste, hasta el clima está de acuerdo. Se da un pequeño empujón y se pone de pie. Otro trueno. Primer paso, segundo paso. Okay, just have to regain your sea legs, honey, patience, patience. Se deslizó, como diosa, por las losetas de la habitación y terminó halando un baúl de ropa que escondía al fondo del armario. Un baúl que contenía su juventud y las ropas que la marcaron. Sacó la mini. Le debía servir. Desde hacía más de un año que las pastillas habían hecho trizas de su estómago. Ya no soportaba comida fuerte. Un poquito de avena en las mañanas, y otro de arroz, por las tardes. De seguro entraba. El aguacero. Se bajó los pantalones. Los reemplazó por la falda. Sonrío. Se miró en el espejo, sin camisa. Sus senos se habían encogido, pero sus pezones se habían agrandado. No lo había notado hasta ese momento. ¿Un relámpago? Debió haber sido el lactar a las crías, de permitirle que le chuparan la vida, del mismo modo que se la chupaba su marido, cuándo aparecía. Las pastillas se quedarían aquí, se quedarían aquí con todo lo demás. No podía llevarse nada que hubiese sido afectado por el hongo del estancamiento. Nada que apestara al pedazo de latex genésico. Sacó una cartera de mahón, vacío todo su contenido. Todas las fotos, todas las tarjetas, excepto su identificación. Lo dejó todo encima de la coqueta. Se puso una vieja camisa de alguna banda que de seguro ya se había dividido, y luego la chaqueta, también de mahón. Se verificó una vez más en el espejo. Conseguiría un trabajo de azafata, de maestra de idiomas, de traductora y se iría lejos. Estados Unidos, primero. Claro, es lo más fácil. Y de ahí, Canadá, usar su poco de francés, su inglés, y luego dar el salto a Europa. That’s right, babe, you’re free, damn you, you’re free.
Abrió la puerta y se asomó al pasillo. Silencio. De seguro todos estaban durmiendo. Los alguaciles de su prisión se habían descuidado. El clima los debió haber confiado. Sus hijos debieron haberse acostado temprano. Su marido a mansalva trabajaría tarde. Su madre, su madre no se acababa de morir. Exhaló. Relax, Money, se dijo, it’s done. Y abrió la puerta principal, colocó la llave en el suelo, y la cerró detrás de si. Miró hacia la carretera. Sonrió. Un trueno, seguido de un relámpago, luego, el crujir de las ráfagas que se tragaban la ciudad. El aguacero la envolvía como bautismo. La carretera era un río. Un río de agua salvaje sin salida. Era el agua más clara que había visto en su vida. ¿Cuántas pulgadas debían haber caído hasta el momento? ¿Treinta, cuarenta? No podía parar de sonreír. De seguro esperaban que diera media vuelta y regresara. De seguro esperaban que se arrepintiera, que tanta esperanza, que tanto build-up terminara con una realización de lo inútil del intento de escape. Oh, you don’t know me, se dijo, les dijo, I’m not going back in there, this isn’t going to end up in disappointment, not again, dijo. Apretó la cartera. Sin permitir que su sonrisa se desvaneciera dio el paso que le faltaba, dejando atrás a sus hijos, a su marido, a los psicólogos, al latex, a su madre, las cuentas, la carga, las pastillas, y saltó hacia la corriente, hacia el río fugitivo que se la tragó en un inmenso y definitivo bocado de agua fría.
[Este cuento es parte de la colección Probabilidad de Lluvia, con la que gané la mención honorífica del Certamen Intrauniversitario de Cuentos de la Universidad de Puerto Rico, otorgada por Christian Ibarra, Fernando Iwasaki, y Yolanda Arroyo]
2 comentarios:
esto me gustoun monton, no sep arece a ti, ah y se llama Chimi! :D
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