jueves, agosto 14, 2008

verano, 20: dólores de mudanza

Puse las cosas en una caja y me mudé nuevamente.
Se puede soportar lo insoportable sólo por unos cuantos minutos si se es fuerte. Digamos que es como los muslos de un buen corredor de maratones, sabes, que pueden soportar las veintiséis millas en un buen tiempo, pero que, al terminar, cómo quiera, chillan de dolor. O por lo menos eso dice Murakami en sus memorias, que en realidad son pensamientos acerca del deporte de long distance running. Yo no sé nada de ello. De correr, digo. De Murakami sé bastante. Pero ese no es el punto. El asentamiento de este párrafo es sólo uno: lo insoportable colma.
No soy el mejor amigo de los animales, eso lo saben todos. Puedo soportar un fin de semana rodeado de un perro o dos, de un gato, pero a largo plazo, se me meten entre las uñas como chicas agujas afiladas. El olor, creo, es lo que me vuela la cabeza. El olor a perro. El olor a gato. El olor a caballo, pájaro, ratón, hamster, rata, conejo, etcétera, etcétera, etcétera. Supongo que tiene que ver con algo instintivo, algo que arrastro desde mi época homínido, allá para los primeros días de la raza sapiens (la original, digo). No sé, así me excuso. Sólo puedo vivir rodeado del olor de mi propia especie. Esa sustancia invisible, pegajosa y un tanto gruesa que traza las siluetas de las personas en el aire a pesar de que ya éstas se han movido. Podríamos explicarlo como la insistencia de un cuerpo físico y temporero por no sucumbir. Un tipo de non omnis moriar escatológico. Entonces, sucede que la primera vez que entré a dónde residí por apenas dos/tres semanas vi un gato. Un pequeño gatito blanco, nomás. Inocente, maúllante. Pero luego descubrí que este animalito era una simple metonimia de un maldito reino de gatos. Una veintena de gatos. Un clan de gatos. Una sociedad, una escuela, una represa, una jauría, un fuckin’ .zip de gatos. Y, todos ellos, cómo ha de esperarse, comían, bebías, y debajo de la hojarasca que me pareció tan picaresca en un principio, enterraban sus heces fecales. Las cuales solían dorarse, asarse, freírse bajo el sol tropical de nuestra isla. Las cuales, en la noche, se apoderaban del lugar como la radiación en Hiroshima. Volviéndose horrible, volviéndose atmósfera… y, luego, comenzaban sus gemidos nocturnos (los gatos, digo, no las heces) los cuales confundía con llantos infantiles, o mujeres heridas, los cuales me recordaban a esas noches en las que apenas tenía siete años y mis vecinos insistían en hablar de La Llorona, o de la Mujer del Puente, o del fantasma vestido de novia que te pedía pon y luego no-sé-qué-rayos te hacía. Bueno, podría seguir este párrafo, pero les vuelvo resumo la idea central: el olor a mierda de gato me asfixiaba, el constante grito de los gatos me robaba el sueño.
Pero decidí soportarlo. Me dije a mi mismo: Sergio, tu puedes hacerlo. Sergio, tu soportas lo que sea. Excepto a ciertas personas. Así que mudé mis cosas, y decidí tomarlo como vino. Y no me refiero a beberlo como vino. Sino tomarlo como llegase. Me doy cuenta, mientras escribo, que podría ser malinterpretado, pero siempre corremos ese riesgo. No escribo para ser malinterpretado. O tal vez sí, tal vez todo acto de escritura es… La segunda noche, teniendo en mente que los gatos son ministros de Satán me acosté a dormir y en el medio de la noche me levanté pensando que roncaba. Volví a dormirme, y mi ronquido volvió a despertarme. Fue ahí, a improviso, que me percaté de algo quintesencial para mi abandono de aquella residencia: a través de mis paredes de madera, se filtraba el ronquido de mi vecina. Un ronquido fuerte, gutural, igual de insistente que el olor a gato, o a sus procesos escatológicos. Y, luego, algunas horas más tarde, aún en mi vigilia nocturna, escuché el cielo tronar. Juré que se me iba a caer el techo encima. Pero los proceso atmosféricos no tenían nada que ver. Podía escuchar los pasos del vecino de arriba. Los escuchaba como martillazos, la percusión perfecta para la pieza que ya componía el soprano gatuno, la trompeta francesa vecina.
Fuck me, recuerdo que pensé. Eso exactamente. Así, literal, porque lo apunté en mi libreta. Un fuck me, completamente estadolibrista.
Me sentía como si estuviera en el Chelsea Hotel, en los setenta, con sus paredes de papel, con sus poetas moribundos, sus recatos facilotes, las putas de bajo sueldo (nunca lo visité, pero he leído lo suficiente para tener una mala interpretación, probablemente mitificada, del lugar. No sólo Leonard Cohen canta de él, uno que otro poema, una que otra película…).
Una cosa llevó a otra, y ahora estoy aquí, en un segundo piso de la calle Humacao, a las 7 de la mañana un martes doce de agosto, segundo día de clases, mirando por la ventana a mi precioso paisaje libre de gatos, vecinas roncantes y techos tronantes. Lanzo una exhalación un tanto teatral, que suena más como un gas, y aprecio lo bello del panorama citadino: el bello edificio que se levanta a no más de veinte pies de mi ventana, pintado de una mezcla de rosita y anaranjado—anoche miré bien, a través de la ventana de ese edificio y vi unos cinco minutos de la novela de las ocho.

[escrito agosto 11, 11:45pm]

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