Esta columna salió publicada en el miércoles, 28 de mayo del 2014 en El Nuevo Día.
En 1944, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial,
el ejército japonés envió a un joven soldado, Hiroo Onoda, a una isla de las
Filipinas. Allá, se uniría a una guerrilla dedicada a llevar a cabo ataques
contra un asentamiento de Aliados. En ese momento, tenía veinte años. Era alto
y delgado. Antes de que abordase el avión, sus superiores, casi como salidos
de tragedia griega, le prohibieron
suicidarse, y prometieron que regresarían por él. El joven Onoda, profundamente
patriota, no lo dudó por ningún momento.
La guerra terminó meses después. Desafortunadamente, Onoda,
en las montañas, cumplió al pie de la letra las órdenes recibidas y se escondió
tan bien que jamás se enteró del fin del conflicto. Acató por veintinueve años
más. Acató aun cuando el enemigo tiró hojas que explicaban la rendición
japonesa, y aun cuando múltiples equipos de búsqueda hicieron incursiones en
las selvas que asediaba. Una y otra vez, Onoda pensó que estos intentos eran mera
propaganda para socavar su determinación y patriotismo. Después de todo, era
imposible que un imperio cayera en cuestión de meses. La bomba nuclear le era
impensable. Japón prometió no abandonarlo, y Onoda era un tipo paciente.
Onoda se rindió finalmente sólo cuando, en 1972,
trajeron a la única persona a quién le creería: aquel anciano capitán que 28
años antes había dado la orden. Según dicen, al regresar a Japón, pensó que la
sociedad que le dio la bienvenida era una deformación de la que fue, de la que
él nutrió en su soledad. Onoda permaneció en su país por tres años, antes
de huir hacia Brasil para criar vacas.
He escuchado esta historia en la radio en varias
ocasiones. Más recientemente tras la muerte de Onoda en enero. Siempre me digo
que tengo que escribir algo al respecto, algo que hable sobre la intensidad y
el desvarío de algunos compromisos, o de lo que de contingente tiene la política, pero aun no logro descifrar qué.