En diciembre del noventa y nueve tenía trece años, pero ya a horas de año viejo estaba listo para un muy difícil resto de mi vida. Días antes me informaron que pasaríamos el 31 en Borinquen Pradera, y, aunque aún no apreciaba la ruralía cagüeña, me alegré. Supe inmediatamente que aquel campo sería idóneo para el último día.
En Bairoa, donde vivía, todo se habría dificultado. Las urbanizaciones no estaban hechas para el fin del mundo. ¿Qué hacer cuando se agotaran la comida enlatada, las bolsas genéricas de cereales, y la inmensa caja industrial de galletas que una compañía le dio a mi familia años antes tras la aparición de un engranaje de hierro dentro de un bizcochito con el que casi me atragantaba?
El campo, sin embargo, le prometía al gordito deprimido y míope que fui, la posibilidad de una larga subsistencia. Conocía los alrededores lo suficientemente bien como para armar una dieta supervivencialista. Alrededor de la parcela familiar había matas de plátano, guineos, gandules, demasiadas gallinas, y un árbol de mangó.
Sin que nadie se enterara, preparé una mochila en la que no sólo estaba lo de siempre, mis libros, libretas de escritura, lápices mecánicos, y mi Gameboy con baterías de repuesta. Añadí además una botella de agua, mi almohada favorita, un cambio de ropa y un cuchillo de mantequilla.
Me acosté a dormir a las 11:40 en balde. Las explosiones que me despertaron no fueron las de un mundo predeterminado haciéndose trizas a fuerza del Y2K y el meteorito de Nostradamus. Fueron las de los gritos, llantos y petardos que suelen acompañar el fin de año. Desperté decepcionado.
Hace poco me tropecé con mi diario de entonces, donde anoté los preparativos. Recordaba hacerlo. Lo que no recordaba era la inscripción que hice el 1 de enero del 2000 a las 12:10, antes de salir a enfrentar a padres, hermanos, tíos, y primos, en una letra extremadamente cuidada: “Debe haber algo más que simplemente aprender a bregar”.