martes, diciembre 30, 2008
byproduct
martes, diciembre 23, 2008
Tiempo|Espacio
martes, diciembre 09, 2008
Ahora le dicen Tony, columna en Paréntesis
Una merma en la participación y en el entusiasmo universitario, dicen algunos. Otros lo complican: apatía de parte del estudiantado, falta de representación directa, el desencanto social de la Generación Quién-Sabe-Qué. Perdido está el romanticismo de los mitos que retumban por los pasillos, de la boca de profesores puño-arriba, de viejos graduados que aún calzan sonrisas al pensar en la lucha estudiantil del pasado. Decir que han corrido 30 desde los 70s no parece ser suficiente. Los números nunca hacen justicia. Somos seres de imágenes, de historias en hi-def. Entonces, imagínatelo:
Antonia en su estudio en la Ponce de León. Antonia con el blue-tooth en la oreja, sintiéndose como personaje de Star Trek (la original, con William Shatner). Antonia escribiéndole un text al novio, mientras le ruega a su jefa del Starbucks por un turno más. Antonia dejándole un comment en Facebook a Milton: No puedo ir pa’ la playa. Trabajo 12 a 8. Antonia limándose las uñas, surtiéndose entre peinados para mañana. Antonia acordándose de dos monografías que entregar, loca porque se acabe el semestre. Antonia ante las cuentas de luz y agua y celular. Antonia dándole ignore al e-mail que le anuncia marcha en defensa de algún ideal que no le convalidan al bachillerato.
Antonia sabe que algo sucede afuera. Escucha el alboroto. Sólo le tomaría un segundo asomarse al balcón. Pero Antonia mira el reloj y piensa que el tiempo no le da, que entra a las 7am, y que está demasiado cansada de todo esto.
domingo, noviembre 23, 2008
cita: entre el sentimiento y la articulación, dice un personaje de Auster
El idioma nunca ha sido accesible para mí de la misma manera que lo fue para Sachs. Estoy separado de mis propios pensamientos por un muro, atrapado en una tierra de nadie entre el sentimiento y la articulación, y por mucho que trate de expresarme, nunca logro algo más que un confuso tartamudeo.
Paul Auster, Leviatán (de la traducción de Maribel de Juan, que es la que tengo a mano)
sábado, noviembre 22, 2008
otoño, 11: Orwell
1.
Existen escritores y existen diarios. Existen escritores con diarios y diarios de escritores. Existen escritores que escriben diarios, diarios que son escritos por escritores, y diarios en los que escriben escritores. El punto es que ambos existen. Los diarios y los escritores. También existe George Orwell. O existió (la actualidad de su existencia depende en tu creencia religiosa.). Y George Orwell escribió libros, algunos, varios, muchos, tal vez pocos. Sólo leí el Animal Farm y 1984.
George—cuyo nombre real era Eric Blair—escribió un diario.
O mantuvo diario, no sé cómo se conjuga la acción.
Por ende, Orwell (escritor) y Diario de Orwell (diario de escritor).
2.
Me recuerdo prepa en la universidad, mi cara manchada con los primeros destellos de una barba negra, mi cabeza recién salida de doce años de academia católica devorando todo el material que me llegaba a los costados. Me recuerdo entrando a una que otra reunión-slash-piquete de la UJS. Me recuerdo infatuado con la figura del Ché por algunas semanas—cómo evitarlo. Me recuerdo leyendo los diarios del mencionado (diario de guerrillero, no guerrillero con diario), leyendo una biografía de Fidel, me recuerdo intentando marcar bien mis pasos de tango con mi descubrimiento de la izquierda socialista militante puño-arriba, himno original de Lolita guindando de los labios. Me recuerdo a amiga libanesa Zeta prestándome el libro de 1984, creo que era de Signet Classics, la edición que me dio. Blanquito. Un punto negro, unas vainas azules alrededor. Algunos años antes había leído Fahrenheit 451 de Bradbury y era de mis libros favoritos, semanas antes había leído Brave New World del autor ese cuyo apellido jamás deletreo bien pero que empieza con H. No los menciono por pintarme de leído, sino para explicarle el momento universitario en el que me encontraba: huyendo de los quema libros, insistiendo que las emociones me liberarían y repitiéndome 2+2=5.
3.
A finales de julio me llegó un correo electrónico, enviado por una amiga, que me informaba que en agosto comenzarían a publicar los diarios de Orwell en tiempo real a través de un blog. Me pareció fantástico. Primero, porque me gustaba el autor; segundo, porque me daría material para escribir otro reportaje acerca del estado de la cuestión blogística, un tema que he estado siguiendo desde que cree mi primer blog hace casi 5 o 6 años en Xanga, o en Box. No recuerdo dónde, pero no importa.
El punto es que estaba emocionado. Recordé mis tiempos de prepa. Puse alarma en mi teléfono celular. Lo marqué en mi calendario. Sería increíble leer el diario de Orwell. ¿Qué maravillas descubriría? ¡Y en tiempo real! Sería un día a día de aquél cerebro que consideraba tan genial, tan fantástico. Planifiqué levantarme todos los días y pasar por alguna biblioteca del recinto, para conectarme, y leer las palabras de Orwell, justo como las había escrito hacía exactamente setenta años. ¿Saben lo inimaginable que hubiese sido para Orwell? Sería una máquina del tiempo. Una verdadera joya histórica. ¿Qué sucedía en agosto del 1938? Vería desde su recuperación en Marruecos a su regreso a UK, ¡el descenso de Europa a la guerra! Duraría sólo hasta el 2012, pues los diarios terminaban en 1942, tres años dentro del conflicto bélico.
Estaba nervioso.
4.
Lo que no pensé fue qué tipo de diario mantendría Orwell.
¿Sería un diario de escritor o un diario escrito por un escritor? Tal vez un diario en el que escribe un escritor.
5.
El veintidós de noviembre del 1938, hace exactamente 70 años, George Orwell, el autor, escribió en su diario, con una habilidad y precisión minimalista, casi japonesa, una reflexión que resumía su existencia, su diario vivir y en la cual encontré el sentido para mi propio día:
One egg.
6.
Lo acepto. Me aburrí cabalmente. No me importa el desayuno de Orwell. No me importa que le interesen los sistemas de irrigación que usan los marroquíes. No me interesa que por fin mató una serpiente, o que vio un pájaro que no conoce, o que los conejos le están comiendo las malditas zanahorias. Descubrí, triste y rápidamente, que no me importaba en lo más mínimo el diario de Orwell cuando hablaba de sí mismo, cuando me enseñaba lo aburrida que era su vida y me recordaba que era tan, pero que tan, humano.
Pero alteré la lectura. La hice emocionante. Es interesantísimo darse cuenta que todo lo que menciona está muerto. Que los amigos que conoce, que al perro que alimenta: todo, muerto. Bien muerto. Décadas muertas.
Así me entretuve. Así me entretengo. Por lo menos, los días aburridos. Tengo que aceptar que ayer fue un buen día para Orwell. Visitó el cónsul inglés (cultivated, very hospitable, married, appears to be in easy circumstance. Speaks French, very careful and grammatically very correct, but very strong English accent and manner while speaking of mentally going over grammar rules. The Assistant Consul or Vice Consul is young Englishman son of missionary, who has apparently been brought up in Morocco. Nevertheless has more characteristically English manner and accent than, eg. an Englishman brought up in India) y hablaron de la Guerra (Parr considered I was wrong about the local French attitude to the crisis. Thinks they really believed war was coming and were prepared to go through it though thoroughly fed up. Their apparent indifference was mere surface stolidity. He believes that there will be no general election for some time to come), de la condición de los negros en Senegal (It appears that the negroes in Senegal are French citizens, the Arabs in Morocco not, this province being still called by a fiction the Cherifien Empire. All negroes are liable for military service just the same as Frenchmen. In Morocco only French subjects, ie. mostly Europeans, do compulsory service. The Arab troops are voluntarily engaged men and enlist for long periods. They appear to get a (by local standards) respectable pension for long service. eg. our servant Mahdjoub Mahommed, who served about 15 years in an Arab line regiment, gets a pension of about Frs. 5 a day. ).
7.
En conclusion:
Existen escritores y existen diarios. Existen escritores con diarios y diarios de escritores. El Diario de Orwell que mantiene la organización The Orwell Prize es, afortunada o desafortunadamente, un diario por un escritor.
viernes, noviembre 21, 2008
la historia que le cuenta Quintín a Suzanne, mientras esta reposa en la cama.
No era una historia particularmente feliz. Pero Quintín la había practicado ya. La había endulzado para cuando Ivette se la pidiera, luego de que él le hubiese captado la atención con la del primer galán en el espacio—nunca lo hizo. Tenía todo lo necesario para ser filmada por Disney. Quintín la dramatizó. Transformó a Laika en una víctima de la sociedad, en el producto de una madre o un padre o un dueño desquiciado que la lanzó a los fríos inviernos de Moscú. Describió a detalle los estragos, las patadas que le plantaron en el costado los hombres altos y rubios y de quijadas cuadradas que recorrían las calles soviéticas en chaquetas de pieles, las escupidas que le lanzaban los niños, las pedradas que le cercenaban triángulos de piel, que le abrían las puertas a la impávida violencia de los elementos. Era una vida dura, le explicó, andar solo por calles congeladas. El mundo deslizándose alrededor de Laika como una exposición de museo. A la izquierda una familia feliz, a la derecha, un dueño dándole de comer a su mascota. Más adelante, en la vitrina 5, verán lo maravillosa que puede ser cualquier vida excepto la tuya.
Pero, a veces, sólo a veces, el azar se equivoca y le concede una pequeña alegría hasta a los más jodidos, y esa bienaventuranza se le acercó a Laika con un pedazo de pan y una sonrisa y le dijo: te estaba buscando, pequeña cachorrita, soy el doctor Oleg. Y Laika lo miró desconfiada, le ladró, le enseñó los dientes no porque fuese capaz de morderlo, sino porque no podía creer que alguien viniera y por buena voluntad le ofreciera una gracia. Mas, el hombre no retrocedió, sino que dejó caer el pedazo de pan y sacó otro pedazo. Y así siguió, pedazo tras pedazo, hasta que los ojos oscuros y daltónicos de Laika descubrieron una pequeña llama en los de él, una pequeña luminosidad que emanaba calor, y aunque el hombre la pateara después, aunque cuando menos se lo esperara le hincaran una pedrada al cráneo, lo más que añoraba Laika en ese momento era un poco de calor.
Al llegar a lo que sería su casa por algunos meses, una habitación blanca, con insignias a doquier y la cara de un hombre al que todo el mundo miraba con devoción, Laika descubrió que no era la única, que había otros dos cachorros que, sin decir nada, sólo de verlos, sabía que habían vivido las mismas tragedias que ellas. En ningún momento se dijeron nada, porque presentían que sólo uno de ellos permanecería. Sólo uno de ellos satisfaría las expectativas del doctor Oleg. Y, sólo por esa razón, Laika aguantó todo. Soportó ser encerrada en una jaula por días, sólo para ser removida y encerrada en una más pequeña, como una muñeca china dentro de la cuál siempre hay una más diminuta y más diminuta. Soportó comer comida en liquiditos, que a pesar de que sabían a demonios la alimentaban, soportó mil y una pruebas tan sólo porque el doctor Oleg la miraba siempre a los ojos y ella estaba segura que él lo sufría tanto como ella, que él quería poder salvarla de aquellas pequeñas torturas, pero que si lo hacía, lo obligarían a devolverla a la calle, a devolverla a esa nieve tan despiadada y tan cruel.
Entonces, un día la sacaron, la colocaron encima de una mesa y apenas podía caminar. Le tomó dos, tres intentos llegar adonde Oleg para lamerle la mejilla. Él le tomó el hocico con ambas manos y le susurró algo. Le susurró ahora gózate las próximas horas, y se la entregó en los brazos a otro doctor que siempre había estado ahí, a un doctor que en las noches se asomaba por su jaula y le ofrecía una galleta dura, una promesa de que todo mejoraría. Y el doctor, Yazdovsky se llamaba, la montó en un auto negro y cruzaron las pistas de hielo y nieve por las que había sobrevivido por tres largos años, y ella observó la nieve, y la nieve la observó a ella y le habló en su idioma de ráfagas y témpanos que jamás nadie podía descifrar, pero que Laika entendía, porque lo había vivido, porque había sentido su mordisco arrastrarla en más de una ocasión hasta esa vorágine hosca que es la falta absoluta de calor.
Al detener el auto, el doctor Yazdovsky la cargó hasta una casa que si algo tenía de sobras era calor, una casa adornada con ornamentos que Laika jamás había visto, una casa en la que la recibió una mujer, una mujer alta y ancha y preciosa porque no la miraba con asco, una mujer que le extendió un plato de unas carnes calientes que Laika devoró en un segundo. Y cuando terminó de comer, envueltos en un alboroto de risas y palabras, emergieron dos niñas de una habitación y comenzaron a rascarla detrás de la oreja, y comenzar a jugar con ella, a lanzarle bolas para que las recogiera, a abrazarla, a darle un sentido aún más cálido, aún más placentero a la palabra calor. La noche transcurrió así, sin que la nieve interviniera, sin que la nieve pudiese adentrarse en aquél santuario, y sin darse cuenta, se quedó dormida.
Cuando se levantó estaba encerrada nuevamente en una jaula. Pero esta vez era distinta. Esta vez tenía paredes con cojines y la comida en forma de gel a la cuál se había acostumbrado. Y al otro lado del vidrio estaba Yazdosvsky, que ni por un segundo de los dos días en los que estuvo ahí encerrada se movió. A veces, aparecía el doctor Oleg y le decía cosas adorables, cosas que la hacían ladrar de la emoción, que la hacían ansiar estar de regreso en aquél castillo, estar abrazada en el centro de una familia. Pero no sucedería. La mañana del cuarto día ajuntaron su jaula a una serie de propulsores que la mandaron al espacio, y Laika, apretada por la velocidad contra el vidrio, y los ojos pegados al visor observó las nubes de nieve quedarse abajo, observó a Oleg y a Yazdovsky desaparecer, observó todo encogiéndose cada vez más, todo lo bueno, todo lo malo, todo el frío. Se quedó dormida, en una ocasión, y al levantarse, vio al planeta Tierra hecho una pelota debajo de ella. Al principio no supo lo que era, pero luego, como si la habilidad de reconocer el terruño estuviese instalada en el más profundo disco duro de toda especie nacida en el seno del globo terráqueo, la realización la azotó y, por primera vez, Laika se supo especial, se supo única en el planeta. Y ahí terminó su historia y Suzanne sonrió con los ojos cerrados y dijo un: ¿escuchaste eso Rory? Y Quintín siguió acariciándole el cuello hasta que la pensó dormida. Y en ningún momento le dijo que Laika murió asfixiada, que murió quemada porque el life-support system de la astronave estaba averiado, porque hacía demasiado calor afuera, porque jamás ni Oleg ni Yazdovsky consideraron devolverla con vida, porque si no hubiese muerto por fallas técnicas, hubiese muerto envenenada con una porción de la comida que había sido alterada para asesinarla en pleno viaje. Porque detrás de las buenas intenciones siempre hay algo más, hay algo oscuro, y frío, tan frío como la nieve.
lunes, noviembre 17, 2008
otoño, 10: oro
1.
To what consequences will this nearly messianic expectation invested in this man lead? In order for this presidency to be successful, it will have to lead to some disappointment, and to survive disappointment: the man will become human, will prove less powerful than we might wish, and politics will cease to be a celebration without ambivalence and caution; indeed, politics will prove to be less of a messianic experience than a venue for robust debate, public criticism, and necessary antagonism. (escribe Judith Butler)
2.
The cover story in Time magazine on 5 June 2006 was ‘The Deadliest War in the World’ – a detailed account of the political violence that has killed four million people in Congo over the last decade. None of the usual humanitarian uproar followed, just a couple of readers’ letters. Time picked the wrong victim: it should have stuck to Muslim women or Tibetan monks. The death of a Palestinian child, not to mention an Israeli or an American, is worth thousands more column inches than the death of a nameless Congolese. (escribe Zizek)
3.
In 2001, a UN investigation into the illegal exploitation of natural resources in Congo found that the conflict in the country is mainly about access to, control of and trade in five key minerals: coltan, diamonds, copper, cobalt and gold. According to this investigation, the exploitation of Congo's natural resources by local warlords and foreign armies was ‘systematic and systemic’. Rwanda's army made at least $250 million in 18 months by selling coltan, which is used in cellphones and laptops. The report concluded that the permanent civil war and disintegration of Congo ‘has created a “win-win” situation for all belligerents. The only loser in this huge business venture is the Congolese people.’ Beneath the façade of ethnic warfare, we thus discern the contours of global capitalism. (escribe Zizek)
4.
The danger is thus that the predominant narrative of the meltdown won’t be the one that awakes us from a dream, but the one that will enable us to continue to dream. And it is here that we should start to worry: not only about the economic consequences of the meltdown, but about the obvious temptation to reinvigorate the ‘war on terror’ and US interventionism in order to keep the economy running. Nothing was decided with Obama’s victory, but it widens our freedom and thereby the scope of our decisions. No matter what happens, it will remain a sign of hope in our otherwise dark times, a sign that the last word does not belong to realistic cynics, from the left or the right. (escribe Zizek)
martes, noviembre 04, 2008
y...
Obama no lo tendrá fácil: hereda un país en recesión, metido en dos guerras sin final aparente. Ya llegará el momento de aterrizar. Por ahora, a disfrutar de esta victoria.
otoño, __: este ni cuenta, ni tiene foto
Si Obama perdiese tendría que aceptar que veintidós años son demasiado pocos para entender los engranes que hacen que todo esto fluya. Que las palabras no me dan para abrazarlo, que el tan-citado desencanto de mi generación es—mal cliché—justo y necesario. Que es inevitable. Tan inevitable como un aguacero en pleno otoño, o una insolación en verano de sequía.
2.
Sí, lo acepto. Deposito mis esperanzas en las elecciones de un país con un sistema diferente, de un país que no es el mío y, al mismo tiempo, lo es. Las deposito allí porque no sabría cómo posicionarme aquí para lanzar el balón a la canasta. Porque no sé desde dónde es que son tres puntos, y desde dónde dos. Porque no sé en dónde es que se hace el gol, ni qué palo se usa para un buen juego de golf. Todo me parece idéntico e igualmente errado. Me voy de culo jurando que A es B, y que B es C, pero que C no es A. Y tengo que aceptar que nunca fui bueno para el álgebra, ni la geometría, ni para la aritmética. No sé cómo es que funcionan las variables. Sus abstracciones se me hacen tan lejanas como azuladas palmas bailantes, como el jíbaro que viste esa pava color sangre, o la cruz blanca, ¿de qué es la cruz blanca? Ya ni sé.
3.
Pero, ¿cómo saber si todo es lo mismo?
Me siento que escucho un disco de pasta, un LP, le llaman; o un casette o tape en pleno mil novecientos noventa y uno, Antes de Napster. Estoy seguro—lo juro, in fact—que después de la primera canción viene la segunda y, luego, la tercera. Que no hay opción de shuffle. Que no puedes brincar a una pista grabada en el ‘72 en medio de una canción sin tener que cambiar el disco—y andas en el tren, con el bulto vacío.
4.
Mierda.
Me voy a jugar The Sims 2.
Allá gana quien yo quiera que gane.
domingo, noviembre 02, 2008
otoño, 9: el peor sueño del mundo
Tuve el peor sueño del mundo.
Como sabes, uno en los sueños no cambia, aunque sepas que estás en el futuro, o en el pasado. Estaba yo en el futuro, no tan lejano. Unos ligeros años, no más. Me veía igual. Esperaba igual frente al portón de la Universidad que da hacia la Torre. Esperaba debajo de uno de los dos espacios techados que abrazan este portón. Vestía una jacket largo y negro, como de niuyorquino de película y tenía guantes de terciopelo. Me picaba un frío brutal. Pensé que debía de ser la nieve, aunque no había nieve. La imagen de la ciudad era Río Piedras. Pero no creo que estuviese en Río Piedras. Digo, en el sueño sabía que no estaba en Río Piedras. Estaba en Estados Unidos; algún estado frío, terminando algún doctorado igualmente frío. Además, estaba nervioso. Esperaba por alguien. Alguien-es, en plural. Continuaba metiendo mi mano en el bolsillo derecho, y acariciando una paleta que tenía, como para asegurarme que estaba ahí. La paleta era importante, lo sabía en el sueño, aunque no cuándo desperté y lo recordé. Por eso la menciono ahora. La paleta entre mis dedos, la paleta en el bolsillo.
Un automóvil anónimo, una forma de automóvil, un vacío negro que recuerdo como automóvil se detuvo frente dónde yo estaba, en la avenida Ponce de León, justo debajo del semáforo, aunque ésta estuviera verde—quién-sea que lo guiara no veía Río Piedras, veía la ciudad estadounidense, la ciudad significada en el sueño. Las puertas se abrieron y desbordó un hombre como de mi edad—de mi edad de ahora, digo, no del sueño—y una mujer de veintitardes. Sabía que los conocía, a ambos. Aunque a él no tanto. Él caminó hacia mi y me dio la mano, y me sonrió, y me dijo un tanto tiempo que yo le respondí casualmente. Ella, por el otro lado, me miró nerviosa. Yo marché hacia ella, y le besé la mejilla. Había algo entre nosotros, aparentemente. Una tensión. Hubo algo entre nosotros, aparentemente. Una relación. Lo supe de improviso. Ella me acarició la barba con nostalgia. Yo le dije bueno verte. El hombre no se inmutó, parecía estar preparado para esto. Supuse que era su pareja. Su pareja seria. Estaban cubiertos por esa sombra que tienen las parejas estables, las parejas serias, las parejas de largo recorrer. Mientras ella me decía algo que yo ignoraba, el hombre abrió la puerta trasera del carro. Por alguna razón, mi atención estaba totalmente dedicada a la acción de aquél hombre. El motivo de nuestro encuentro, sabía yo durmiendo, estaba en aquél asiento trasero. La mitad del hombre desapareció en el interior, y cuando salió cargaba una niña. Una niña preciosa, aunque no recuerdo su cara. Tal vez de dos años, quizás tres. Mi pecho se detuvo. Toqué la paleta en el bolsillo. El hombre le besó el cachete. Caminó hacia mí. La mujer me dio la espalda. El hombre me ofreció la niña. Al levantarme estuve confundido, pero en el sueño, en el sueño la tomé, la tomé como si siempre lo hubiese querido hacer. Y la abrace. Pero la niña me empujó, comenzó a llorar, a decir con el gigante no, con el gigante no, y yo no sabía a qué se refería y la seguía abrazando. Miré al hombre y se la pasé a sus manos. Sintiendo que no lo quería hacer. Y él la puso en el piso, y ella lo miró a él, de pie en sus pequeñitas piernas, y volvió a repetir lo del gigante, y él la regañó. Le dijo respeta. Acuérdate lo que habíamos hablado. Entonces dijo algo que no recuerdo exactamente, y que reproduzco a continuación probablemente en forma errada, pero que de todos modos es lo que me hizo escribir esto, lo que me hizo despertarme, lo que me duele tanto: él es tu papá, nena o tal vez fue él es tu papi o quizás, él es tu otro papi, del que te habíamos contado. Y yo despierto doy un paso atrás, y el yo dormido da un paso atrás. Y sentimos los dos un dolor en el pecho tan y tan hondo, un dolor tan y tan ajeno que nos vacía los pulmones de poquito en poquito. Y yo me despierto pensando: La nena no sabía quién yo era.
2,
En el peor sueño del mundo me acuclillo frente a la niña y saco la paleta de mi bolsillo. Ella me mira desde ojos llorosos y la toma. Le digo que la voy a llevar a un parque, y allá le daré otra paleta. Le sonrió, aunque lo que quiero hacer es llorar como lo está haciendo la mujer dentro del automóvil. El hombre le da un empujoncito a la niña, y me sonríe, como diciéndome, lo siento, mano. Yo meneo mi cabeza, respondiéndole no te preocupes. La nena da un paso hacia mí. Mira al hombre, porque sabe que a él debe dolerle también. Él obliga otra sonrisa. Subo la nena a mis hombros. Le digo a la niña que le diga adios a su mamá. Ella lo hace. Les damos la espalda y comenzamos a caminar el largo trecho hacia la Torre de la Universidad, aunque realmente no estemos ahí, aunque realmente estemos caminando por alguna acera forrada en nieve y en frío. No sé cómo cargar una niña exactamente y ella se da cuenta. Me corrige. Me dice que suba más un brazo con una voz adorable. Lo hago. ¿Ves? Me dice y yo le digo, sí, veo, mi amor. Le empiezo a contar del parque al que la voy a llevar, de cómo la llevaré a escoger paletas después, le hablo de mil cosas para no tener que quedarme callado, para poder distraerme y olvidar ese ardor que siento en el pecho.
Cuando llegamos al parque la dejo en los columpios un momento e intento marcar el número de celular de mi madre, o de mi padre, o de mi hermano, o de mi hermana, pero la llamada no sale. La fuckin’ llamada no sale y no sé qué hacer. Y la nena me mira y yo le sonrió. Pero no soy tan fuerte como el hombre que la trajo, como su padre de crianza, y siento que las lágrimas escaldan las cornisas de mis párpados. Comienzo a llorar. Comienzo a llorar y la nena me mira desde lo más alto del columpio con una tristeza tan pero que tan honda, que me hace llorar aún más.
Tengo una hija que no me conoce, me digo; y al pensarlo, el yo dormido solloza aún más fuerte, y despierta al yo verdadero y yo miro el techo de mi habitación y me sobo el pecho, porque me duele. Realmente duele.
viernes, octubre 31, 2008
otoño, 8: simone
Me despierto con una canción dando tumbos entre los muros de mi cerebro. El cuarto aún está oscuro. No porque las ventanas están cerradas, sino porque no encuentro mis espejuelos dónde los dejé la noche anterior. Odio perder los espejuelos. No veo nada sin ellos. Cuando digo nada es eso, nada. Vale, hagamos el chiste. Volvamos a la escuela elemental. ¿Cuántos dedos ves aquí? Estiras la mano. Escondes el pulgar. Meneo mi cabeza de lado a lado. Contesto: Cuatro. Entonces puedes ver, me dices. Le digo que no, que puedo trazar las formas de la mano. Las siluetas las veo. Formas borrosas. Veo una mano color piel. Sin rallas, sin bordes, una masa nublada, gaseosa. A veces, veo menos. ¿Qué estoy haciendo? Vuelves a preguntar. Te contesto: No sé. Te sorprendes. ¿Qué hacías te pregunto? Me dices que me sacabas la lengua. Eres ciego, me dices.
2.
La canción. No se va.
Hoy es la secuela del Día Nacional de Ocio de Sergio. Por lo menos, hasta el medio día. Me levanto. Observo a mi hermano jugar XBOX. La canción no se va. Busco Catcher in the Rye. Jamás lo terminé, recuerdo. Así que hoy lo leeré. Mañana comenzaré a escribir un bildungsroman. Y tengo que leer algo parecido, antes de escribirlo. ¿Qué mejor excusa para terminarlo? Leí en algún sitio que F. Scott Fitzgerald, autor de The Great Gatsby, dijo que antes de empezar a escribir algo cogía sus tres libros favoritos más parecidos a lo que estaba escribiendo y transcribía grandes porciones de ellos, para así caer en el flow de su nuevo texto. No haré eso. Es mucho trabajo.
3.
La canción es de Nina Simona.
Me encanta Nina. Me gusta mucho. Además, la encuentro preciosa de una forma casi reptílica. Y no sé si eso hace sentido. La pieza es del disco High Priestess of Soul que salió creo que en el 1967, con una banda dirigida por Hal Mooney. A mi me copiaron ese CD y eso fue lo que me escribieron en la portada. 1967, Nina Simona, banda por Hal Money.
No sé qué tan acertado esté.
4.
Escribo esto con prisa. Tengo mucho que hacer hoy. Recoger. Lavar ropa. Tomar la guagua pública hasta Río Piedras. Encontrarme con Juanluís, eventualmente con Samuel. Hoy hay reunión catalítica. Como los viejos tiempos. Me da cosquillitas eso.
5.
Nina.
La canción. Keeper of the Flame.
I’m the keeper of the flame
My torch of love lights his name
Ask no pity, beg my shame
I’m the keeper of the flame
Played with fire and I was burn
Gave a heart but I was spurn
All these time I have yearned
Just to have my love return
Years have passed by
The spark still remains
True love can’t die
It smoulders in flame
When the fire is burning off
And the angels call my name
Dying love will leave no doubt
I’m the keeper of the flame
Years have passed by
The spark still remains
True love can’t die
It smoulders in flame
When the fire is burning out
And the angels call my love
Dying love will leave no doubt
I’m the keeper of the flame
6.
Nina.
La cantante.
Mi otra canción favorita.
viernes, octubre 24, 2008
otoño, 7: bauzá (literatúr portoricensis)
2. No tengo problema con aceptar que mi interés con la literatura puertorriqueña comenzó como un pasatiempo forzado. Una iniciativa de partir a conocer al contexto del cual provengo. Hasta mi primer semestre de la universidad, conocía las lecturas obligatorias de la Escuela Superior, por las cuales no tenía ningún cariño. Con la excepción de La Carreta, de René Márquez. Inclusive, recuerdo que en mi segunda clases de mi año de prepa en la UPR, durante una clase de Introducción a la Literatura Española me empeñé en diatriba contra La Charca de Zeno Gandía, quejas de estudiante ignorante recién salido de escuela privada, recién salido de la masacre de una deficiente maestra de literatura, y la profesora me paró en seco. Me miró de reojo y me preguntó si yo estaba consciente de mis palabras. Algo dijo que no recuerdo, algo relacionado con la literatura nacional que olvidé. Pero esa primera oración—¿estás consciente de tus palabras?—me hizo reevaluarme. Llegué a casa de mis padres, aún no me hospedaba, y releí La Charca. Me obligué a hacerlo. Y descubrí lo erróneo que había estado. Descubrí que era y es una novela quintesencial. Sé que en una relectura, especialmente ahora, descubriría aún más. Justo antes de emprender en las páginas del Zeno, había terminado de leer Cien años de Soledad y me había prometido que intentaría leer las novelas del boom—las encontré en una caja de mi padre, quien al parecer las había leído en algún momento—para adentrarme más a conocer la literatura hispanoamericana. Eso hice, pero a la literatura hispanoamericana le sumé la literatura puertorriqueña. Salí adónde un compañero de un taller que tomaba en esos entonces, el primero de los dos talleres de cuentos de los que he participado (el resultado del cuál está en el libro En el vientre de una isla, publicado dos años después en Abrace, 2006) y le pedí algunos libros de literatura local. Me pasó Gloria de Elidio Latorre Lagares y me lo tragué. Aún recuerdo la sensación que me produjo, un agrado diferente, mas no era exactamente lo que buscaba, tampoco me había encantado. No me pareció una gran novela, sinceramente. Pero lo que si me hizo ver fue que estaba extremadamente equivocado acerca de los temas tratados por los escritores boricuas. No fue hasta leer Exquisito Cadáver y Sirena Selena Vestida de Pena, y descubrir la existencia de Póstumo el Transmigrado, ese mismo año, que me percaté de otra cara de la literatura puertorriqueña.
3. Edición esquelética del Editorial de la Universidad de Puerto Rico. A duras penas setenta páginas. Negro, con una franja azul cielo. Una imagen rectángulada, una mujer sonriendo. No le vemos los ojos. El título está en minúsculas. En letras blancas. En una esquina, algún bibliotecario le escribió PR 863 L8646s c.2. Merman los excesos. Nada acerca del autor. Nada acerca del texto mismo, ni el recuerdo de una sinopsis, sólo una brevísima nota del compositor: Seis cuentos trabados en la armazón de lo azaroso con lo coordinado, de la extrañeza y el estrépito. Seis cuentos que proyectan vidas inyectadas con sustancias muy otras.
4.
Pero, ¿cómo uno se entera si no es por empeño propio? ¿Cómo uno descubre que desde hace tiempo escapamos del campo, del insularismo literario? ¿Cómo nos tropezamos con unos Página en blanco y Staccato de Ramos Otero, o un No todas las suecas son rubias de Abreu Adorno, o un Historias Atroces de Cabiya, o los cuentos de Juan Antonio Ramos, de Tomás Ramírez, o el Breviario de Juan Carlos Quiñones?
¿Es posible? Me pregunto. Sí, la industria editorial en Puerto Rico está hinchándose. Sí, se están publicando una cantidad enorme de libros. Pero también está surgiendo una inmediatez desfachatada. Me doy cuenta con compañeros, conocidos, y gente que veo en algunas clases y que declaman en voz alta a qué escritor/escritora/poeta/poeto/poetiza/poetastro conocen, que sólo se recuerda, se habla, y se nombran los libros publicados la semana anterior—sin necesariamente haberlos leídos. Y no es que esto sea malo. Seria imposible vivir recordando todos los textos publicados el año pasado.
Acepto que esto me surge de vez en cuando, al tropezarme con libros como el de Juan López Bauzá, que cumple once años este dosmilocho. Tampoco tengo una solución, o un manifiesto para declarar. Sólo pregunto ¿cómo es posible que textos tan buenos no se mencionen? Entendería su invisibilidad si me dijesen que se han publicado un maratón de colecciones de cuentos buenas en los pasados cinco, seis años. Pero sólo he logrado atrapar una que otra.
5. La mujer negra, cuyo campo visual quedaba en dirección a la puerta, le prestó más atención a la ortografía de sus contornos, al conglomerado de vello de la señora. El pelo: un complejísimo enjambre de moños y remolinos atornillados vertiginosamente, y de un matiz como si se le hubiesen derramado la noche encima; las patillas, poca diplomáticas, desparramadas a manera de alfombrilla por los lados de la cara hasta derrumbarse en la papada como una barba de corsario; en los brazos unos pelos largos y prietos, formidables para enramarlos en trenzas , contrastaban acusadamente con su piel de grasa cruda, a través de cuya membranosa superficie aparecía una retícula horripilante de venitas en diferentes azules, abajo, sumergida, como una escritura antigua; era el mismo tipo de pelambre que sobre el labio le formaba un bigotillo duro y mal cuidado. La prieta, al verla, mudó de color, mudó de palabra y voz, y procedió a aferrarse tenazmente a los brazos de su amante para evitar que hubiese allí una escena. Y efectivamente, no hizo el joven muchacho más que verla pasar por su lado que ya estaba forcejeando con su novia para caerle encima a la señora y darle de bofetadas. (página 4, La Sustituta y otros cuentos, J. López Bauzá).
6. “Sustancias muy otras”. Me gusta eso.
martes, octubre 21, 2008
otoño, 6: clases
Solía cruzar las piernas debajo del escritorio, hacerlas trenzas, trincarlas de improviso, y luego, relajarlas como vencidas. Y yo las estudiaba, las miraba, las analizaba. Mientras el resto de la clase discutía el intransigente canto de Salicio, yo me limitaba a hacer monografías del pequeño lunar triangular que diferenciaba un tobillo izquierdo del derecho, de la heterogeneidad en los patrones de pecas de sus pálidas rodillas, de cómo coqueteaban sus pequeños pies en los oscuros tacos negros, escondiéndose a veces, otras lanzándome miradas de detrás de la cintilla plateada. Pasaron el quiz y yo preguntándome de qué misterio gozaban esas carnosas piernas, qué éxtasis místico las hacía retorcerse de tal modo, y no podía evitarlo, no podía…
2.
Presta atención, Sergio, me regaño. Deja la ficción. Aterriza ya de ese viaje anti-aburrimiento. Lector, te advierto que esas piernas no son, para nada atractivas. Y si algo tuviesen, el bigote que adorna el rostro de su capitán las destruiría espontáneamente. Hay que alejar la ficción de lo real, Sergio, me insisto, hay que respetar las advertencias, mantener las dos lo más lejos posible, declarar un sorte de apartheid literario.
3.
Las recorro una y otra vez. Quiero escribirle algo, dedicarle un poema. Un poema a piernas. Alguien lo debió haber escrito ya. No lo dudo. Lo precioso en esa blancura es sinigual. ¿Cómo se escribe un poema? Me pregunto. No importa, me respondo. Si cierro un ojo, puedo descifrar una letra en los patrones de lunares, puedo ver una sutil sugerencia de una revelación que hallaría en la pantorrilla, que me está tan ajena e imposible de alcanzar desde mi lugar, desde este séptimo asiento de la cuarta fila del salón LPM _0_. La gente comienza a levantarse. ¿Se acabó la clase? ¿Qué sucedió con Nemoroso? ¿Quién era Isabel de Freite? ¿Qué égloga escribió el individuo a esa perfección hecha patas? ¿Cómo las hablo sin sonar superficial, carnal, demasiado mundano? Se van, se van y las sigo, salgo del salón, ignoro el reloj, llamo su nombre. ¡Profesora! Y ella se vira…
4.
Ve a tu clase, Sergio, me repito. Son las 1:12pm. Se supone que esté allí. LPM 210, creo. Se supone que esté aprendiendo acerca de las Peregrinaciones de Bayoán. No estoy seguro. Falté a la clase anterior. ¿Qué hago aquí ahora? Tuve que venir a una computadora. A verificar mi email, a escribir esto. Transcribir, mejor dicho. Ya lo había comenzado en una hoja de papel, durante la clase. Me quedé sin tinta, a mitad. ¿Cómo voy a escribir en la clase de Faría? No sé. Esta parte no es ficción, no, no, no lo es. ¡Apartheid! Lo he dicho. Mantenerlos alejados. Eternamente alejados y conscientes de ello.
domingo, septiembre 28, 2008
cita: el joven autor, por Norman Mailer
El joven autor promedio no está así de enfermo en la infancia ni es tan duramente golpeado por la vida temprana. Sus pequeñas muertes sociales son equilibradas a veces por sus pequeñas conquistas sociales. Así que escribe en el estilo de otros mientras busca el propio, y tiende a buscar palabras más que ritmos. En su apuro por dominar el mundo (raro es el escritor joven que no sea un pendejo consumado), también tiende a elegir sus palabras por su precisión, su capacidad de definir, su acción acrobática. A menudo su estilo cambia de escena a escena, de párrafo a párrafo. Puede conocer un poco acerca de crear atmósferas, pero la esencia de la buena escritura es que instala una atmósfera tan intensa como la de una obra teatral y después la altera, la amplía, la conduce hacia otra atmósfera. Cada frase, precisa o imprecisa, jactanciosa o modesta, cuida no meter un dedo hiperactivo a través del tejido de la atmósfera. Tampoco las frases se vuelven tan vacías de cualidad personal como para que la prosa se hunda en el suelo de la página. Es un logro que llega por haber pensado en la vida de uno hasta el punto en que uno la está viviendo. Todo lo que pasa parece capaz de ofrecer su propia suma al autoconocimiento. Uno ha llegado a una filosofía personal o ha alcanzado incluso esa rara meseta donde está atado a su propia filosofía. En esa coyuntura, todo lo que uno escribe proviene de la atmósfera fundamental propia.
sábado, septiembre 27, 2008
otoño, 5: pop, stop, pop, stop
De camino a Bayamón, C. toma el ipod y comienza a buscar una canción que me dice que tengo que escuchar. Por un momento, se le olvida que está al volante, y a pesar de que la luz está verde y el automóvil que está detrás de nosotros está vociferando un muévanse—en el idioma claxónico de los autos—ella no acelera hasta encontrar la canción. ¿Qué es? Le pregunto, y ella se lleva su mano a la oreja, diciéndome escucha, escucha. Los primeros acordes me son completamente foráneos. Ella se ríe. Yo la imito. ¿No la reconoces? Me pregunta, como si estuviese segura que yo más que nadie debo conocer la pieza. Meneo la cabeza, porque los acordes me siguen ajenos. Pero de improviso siento el dedo índice de la canción deslizándose por lo hueco de mi oreja hasta alcanzar la parte defectuosa de mi cerebro que me imposibilita aprender las letras de mis canciones favoritas en su totalidad. Siento su uña sonora raspando esa parte, ese lóbulo, esa célula, que de seguro es roja y grisácea y asquerosa y me doy cuenta que sí, que conozco la canción. Comienzo a mover mi cabeza, a columpiarla, más bien. Suelto una carcajada. C. canta algunas líneas. Yo intento, pero no me salen. No recuerdo si para ese entonces, cuando la canción sonaba en la radio—¿entre el 1997 y el ’98?—ya mi disco duro musical se había afligido. Descubro que no. Que aún no se había desmenuzado porque me llega una línea a mis labios, una línea inexorable, una línea inapelable, innegable, inclemente, impía, implacable, inflexible y tan, pero que tan pop que me vuela las defensas y me posee, y me descubro embolsillando mi masculinidad por la duración de la pieza, por esos tres minutos obligatorios del pop MTV de finales del siglo pasado y abro la boca y canto: don’t you know it’s going too fast, racing so hard you know it won’t last. Don’t you know, why can’t you see? Slow it down, read the signs, so you know just where you’re going.
2.
Tengo doce años otra vez y estoy sentado frente al televisor. Soy pequeño, y gordo, y tengo los espejuelos más feos del mundo. Aún estoy en el uniforme marrón de la escuela. Aún mi mamá no me ha mandado a cambiarme. Aún no he llevado el bulto al cuarto. Carson Daily habla y habla y habla y me hace odiarlo más y más y más. Le deseo que desaparezca, le rezo a Dios (aún no había desaparecido, para ese entonces) porque le destruya la carrera, porque lo saquen de MTV y le den un programa en el spot más tarde de la televisión, para que su humillación sea total, y su fracaso genuino. Ahh…por fin, el video que esperaba, corro al VHS, me aseguro que esté encendido. Presiono el botón de REC. You just walk in, I make you smile. It’s cool but, you don’t even know me. You take an inch. I run a mile. Can’t win you’re always right behind me.
3.
Por fin he delineado todo lo que pasará en ‘adónde se fue el niño Andrés’, la novela que he querido escribir desde hace un año, pero que sigo interrumpiendo con otros proyectos. Por fin la tengo clara, o eso creo. Me digo que tengo que cambiar de tono, que tengo que practicar la narración con el tipo de primera persona que quiero, parecido a la de F. Scott Fitzgerald en el Great Gatsby, y que no se puede parecer en nada a Su nombre, Decepción, que también la escribí en primera persona. Escribiré un cuento, me digo. Y comienzo a escribirlo, y me divierto, y cuando por fin lo concluyo tengo un cuento de veintidós páginas a espacio doble. Un cuento de cuando fui a Argentina, utilizando datos de unas entrevistas que le hice a unos veteranos de guerra allá, mezclándolo con mentiras. Un cuento diferente, para lo que escribo normalmente. Con otro tipo de voz. Cuando lo releo me doy cuenta que me encanta. Que me encanta el narrador y todos los personajes, y que en muchos párrafos esbocé una serie de acontecimientos en los que podía expandir. Salgo de mi apartamento y camino a la universidad y se me ocurren otras situaciones que pudiesen tomar lugar en Buenos Aires. Algunas de ellas ficticias, y otras reales. Llego a la universidad y me digo que no. Que escribí un cuento. Entro a clases. Regreso a las seis de la noche, luego de salir del trabajo, a mi cuarto. Pongo el bulletin-board sobre la cama y le quito los pedazos de papel que le pegué—el outline para niño Andrés—y comienzo a escribir papeles nuevos, mientras escucho a Kevin Johansen, que Orlando me lo recomendó. Cuando por fin me acuesto a dormir, sé que el niño Andrés tendrá que esperar. Que tengo otra novelita que escribir.
4.
¿Por qué esconderlo? ¿Por qué censurarme?
Stop right now, thank you very much
I need somebody with the human touch
Hey you, always on the run.
Gotta slow it down, baby, gotta have some fun.
5.
Viva la Scary Spice.
sábado, septiembre 20, 2008
cita: minimalismo según D.F Wallace.
Minimalism’s just the other side of metafictional recursion. The basic problem’s still the one of the mediating narrative consciousness. Both minimalism and metafiction try to resolve the problem in radical ways. Opposed, but both so extreme they end up empty. Recursive metafiction worships the narrative consciousness, makes "it" the subject of the text. Minimalism’s even worse, emptier, because it’s a fraud: it eschews not only self-reference but any narrative personality at all, tries to pretend there "is" no narrative consciousness in its text. This is so fucking American, man: either make something your God and cosmos and then worship it, or else kill it.
viernes, septiembre 19, 2008
otoño, 4: 1978
Van tres décadas.
Debería ser más específico: treinta años, un mes, y dos días desde que una máquina heredera de Gutenberg vomitara una tirada de dos mil fantasmagóricos ejemplares del libro Llegaron los hippies y otros cuentos de Manuel Abreu Adorno.
Fecha exacta: 17 de agosto del 1978. Año que comenzó un domingo. Año en el que el vuelo 855 de Air India azotó contra el océano, en las afueras de Bombay. Año en que se pasó el referendo que autorizó las políticas de Pinochet en Chile. Año en que se propagó el virus de protestas y huelgas en contra de Somoza, en Nicaragua. Año en el que Roman Planski huyó hacia Francia, luego de declararse culpable por tener sexo con una lolita de trece años. Año en el que en La República de la Gente de China se permitió leer, por fin, a Aristóteles, a Shakespeare, a Charles Dickens. Año en que unos empleados mexicanos de energía eléctrica se tropezaran con las ruinas de la Gran Pirámide de Tenochtitlan en el medio de la ciudad. Año en el que Karl Wallenda no pudo aguantar y cayó sobre un Cadillac en San Juan. Año en que el presidente Jimmy Carter pospuso la producción de una bomba de neutrones, animal capaz de asesinar toda una población sin afectar los edificios. Año en el que, bajo la gobernación de Carlos Romero Barceló, la policía ultimó a dos independentistas puertorriqueños en un evento que todo el mundo conoce como el Cerro Maravilla. Año en el que asesinaron al papa Juan Pablo Primero. Año en el que se aprobó la constitución española que le restauró la democracia a nuestros primeros colonizadores.
Definitivamente van treinta largos años.
2.
Es viernes en la noche y estoy vestido como para salir a beber, pero me encuentro en la biblioteca Lázaro, en un cubículo de madera, sentado en una silla demasiado cómoda como para que esté en una biblioteca, leyendo una Virginia Quarterly cuando se me ocurre aprovechar el tiempo y entrar a la colección puertorriqueña y pedir dos libros que residían para mí en un plano ideal, dos libros claves en la obra de los autores a los que, como joven que escribe, le he prestado mucha importancia. Autores que, por estar muertos, me conceden el derecho de decir que si hubiesen vivido diez años más, nuestra literatura sería otra cosa diferente. El estudiante asistente de la biblioteca me entrega La Novelabingo de Ramos Otero y Llegaron los Hippies de Abreu Adorno y le doy las gracias. Aunque sé las respuestas, le pregunto que si estos libros no circulan. Me dice que no y busca algo en la computadora. Me siento a leerlos. Los leo por un rato. No puedo concentrarme en ninguno de los dos. Leo partes, en realidad. Le saco unas veinte copias a Novelabingo y me anuncian que van a cerrar. Cuando se los devuelvo, el muchacho de pelo negro me informa que hay una copia de la colección de cuentos de Abreu Adorno en Circulación. Miro el reloj, el teléfono celular. Aún no han llegado con la gente que me voy a encontrar, así que sigo hacia circulación y pido el libro. Lo tienes hasta octubre 18, me dice la chamaca que trabaja ahí y le pregunto si lo puedo renovar, una vez pase este plazo de tiempo. Me dice que pues claro. Le doy las gracias dos veces. Coloco el libro en mi bulto y salgo del lugar.
[Cambio de tiempo narrativo.]
Llegué al Vidy’s demasiado temprano. Llamé a Orlando y me informó que llegaría en veinte minutos—aunque terminó tardándose casi una hora. Pedí una cerveza y me senté a esperar afuera. Jamás había bebido solo. La gente me miraba confundida. Como preguntándose qué hace una persona sola. Yo sonreía y me decía que debían estar pensando que salí a beber solo. Luego, me percaté que tal vez estaba jugando a pie de letra el rol de persona que bebe sola. Las excusas, la espera, el mirar a la gente. Sentí la tentación de sacar el libro y leer. Pero, ¿leer en una barra? ¿Qué clase de pedantería es esa? ¿Leer en una barra un jueves en la noche, rodeado de estudiantes que quieren janguear? No lo hice, claro está. Por lo menos, no lo hice en el momento. Al rato sentí la tentación. Me dejé llevar. Saqué el libro encarpetado. Leí la reseña que le hizo José Luís González. Releí el primer cuento, el titular. Salté a la última página.
Esta edición de 2,000 ejemplares se terminó de imprimir en IMPRESORA PUBLIMEX, S.A. Calz. San Lorenzo. No 269 – 32, México D.F., el 17 de agosto de 1978.
Pronuncié el año en voz alta: Milnovescientossetentayocho.
Van treinta años, dije. Me compré otra cerveza. Orlando aún no llegaba.
Van treinta largos años.
3.
Otra vez estoy en casa de mi abuela. Intento dormir pero mi tía sigue hablando. Decido que leeré. Saco el libro. Mi tía saca un martillo y comienza a clavar algo en una pared. El ruido me marea. Se me ocurre algo. Me llega como un susurro. O un suspiro, no sé cuál. Salgo hacia el balcón. Me digo que van treinta años. Treinta largos años y no se consigue el maldito libro. ¿Cuál es la solución? ¿No lo es hacerlo disponible? Masificarlo, globalizarlo, regarlo por el Internet como otras tantas cosas? ¿Qué mejor homenaje? ¿Se lo hubiese podido imaginar el Manuel? ¿O serán treinta años demasiados años para poder proyectarse?
lunes, septiembre 15, 2008
otoño, 3: breves
Un año más.
[Insertar reflexión filosófica].
2.
Quizás no. Quizás me confundo. Quizás se trata de un año menos.
3.
He comenzado muchísimas entradas para otoño. Muy pocas he terminado.
4.
Concluí Nocturno de Chile de Bolaño. Lo discutimos hoy en una clase. Creo que Juanluís está de acuerdo de que cada vez más, el Bolaño Demiurgo deja de parecer la moda que vi al principio, y se vuelve una realidad tan inexpresable que me deja como ahogado.
5.
Tengo que mencionarlo porque me pareció un acto bonito: Una compañera del sistema de bibliotecas me trajo un cupcake en una bolsita de cartón. Jamás me lo hubiese esperado.
domingo, septiembre 07, 2008
otoño, 2: no es él, es otra cosa la que tumba el trago
JotaEle continúa virando el trago. El primero encima de Pé, un segundo encima de quién-sabe-quién. Un rato después, tumba algunas medallas. Lo miro y le advierto. Él me mira y tira de sus hombros. Algo está pasando. No sé si es dentro de él, dentro de Equis, dentro de Uve, o dentro de mí. No sé si tiene que ver con el clima, o la atmósfera, o el universo, o con la revolución religiosa de los átomos. Algo está pasando. De eso estoy seguro. Después de todo, no se supone que estemos aquí. No se supone que los sábados en la noche se visite Río Piedras. No se supone que baje de Caguas para rondar esas áreas, para regresar a Caguas. Definitivamente, hay algo pasando. Y, como confirmación de mi conjetura, nos tropezamos con Otro de los Nuestros, el difunto, que tampoco se supone que esté ahí. Lo sabemos desde un principio. Desde que comienza la noche, sabemos que no es una noche cualquiera. Hay otras cosas funcionando. No sé si es la materia negra, la materia azul, o la materia tutifruti, pero hay algo diferente en el aire. Y esa tensión invisible nos lleva a otros tropiezos, a momentos que no son parte de nuestras rutinas. A saludar gente que no saludaríamos, a hablar con gente con la que no hablaríamos, a permitirle a las once y media pasar sin separar a Lima y Belano.
2.
Dan las cuatro de la madrugada y estoy acá, en la laptop, y mis dedos insisten en que las esferas se atraen. Dique vociferan en voces lejanas. Dique vociferan en voces distintas. Instan porque no pueden sumergirse ya, porque ya no hay perilla que virar, ni llave que torcer; explotan como pequeños Hiroshimas Enlatados y lo único que puedo hacer es concluir este escrito y cerrar los ojos, para que el cansancio los colme.
lunes, septiembre 01, 2008
otoño, 1: el molde (y, the living dead)
Hay un molde. De ese molde uno no escapa. Digamos que es una vorágine con forma, una vorágine estructurada, una vorágine que está hecha exactamente a nuestra medida. Y ambos caminos, el andado y el desertado, desembocan ahí. En el molde, en la vorágine-molde. Y nos damos cuenta demasiado tarde, cuando dices las cosas que todos han dicho, cuando ni haber leído con cojones te prepara para la inminente pronunciación del cliché. Entonces es que te rascas debajo de la quijada y concluyes: definitivamente hay un molde.
2.
Tu abuela cumple ochenta y ocho años; ahora habla más que nunca. Te despierta—siempre que llegas a Borinquen Pradera, allá en el área Rural de Caguas te da un sueño increíble y terminas recostado en su cama—y te pide algo que no te hace sentido. Te pide que le muevas la cama al otro cuarto. Al cuarto en el que vivió tu tío hace algunos años. Le haces caso, porque cumple años, y porque siempre le haces caso. Es una buena abuela, nadie dice lo contrario. Tu tía te interrumpe, a medio pasillo, te pregunta que qué haces. Moviéndole la cama. Se quiere mudar de cuarto. ¿A ese cuarto? Pregunta, interesada. Le contesto que sí, y continuó. La escuchas decir, ya cuando has movido la cama, cuando te limpias el polvo de las manos, que en ese cuarto dormía con tu abuelo muerto, hace quién-sabe-cuántos años. No sabes si sentirte preocupado, o feliz. ¿Será que sabe que vivirá muchos años más y no quiere perder los recuerdos? ¿Será que ahora que está más cercana a esa otra vorágine—esa que es más definitiva—quiere acercarse más a ese individuo? Piensas cosas bonitas, claro está, y miras uno de los cientos de marcos de fotos de primos, primas, tíos, tías, sobrinos, sobrinas, nietos, bisnietos, tatararanietos, que adornan el pasillo. Ves a tu abuelo. Sientes nostalgia, pero sabes que las relaciones de antes no eran peaches and cream. Las de ahora tampoco. Pero antes, antes las cosas eran… detente, no juegues con el tiempo, por fa.
3.
Fui a la playa ayer. Llovía. Dos amigas y un palestino. Hablamos de agua, de cosas, de la guerra, del Líbano, del Medio Oriente, del West Bank, del mundo, de nalgas de muchachas, del precioso travesti que últimamente trota por la Avenida Universidad y nos confirma que el mundo está cambiando, que ya no es tan fácil distinguir; que, tal vez, en un futuro no exista esa necesidad de distinguir.
Y, luego, en algún sitio, terminamos viendo The Night of the Living Dead, creo que es de apellido Romero, el director, del 1968. Me interesó cómo, en una película de la época, el protagonista, el que supo cómo hacerlo todo, era negro. Y cómo, irónicamente, luego de sobrevivir miles y miles de zombis, terminó siendo asesinado por un batallón de blancos. Terminó siendo apuñalado con hooks, y lanzado a una fosa común; terminó disminuido a mierda, como si nada de lo que hubiese hecho importase. La película en ningún momento me pareció de terror. En ningún momento me asustó, ni creó ningún tipo de emoción, más allá de frustración. ¿Cómo carajos iba a terminar muerto? ¿Cómo carajos una película puede hacerte eso? ¿Puede romperte el orden establecido? ¿Cómo puede reflejar tan bien el momento histórico en el que me encuentro viviendo? El protagonista terminó tropezándose con el molde del que hablé al principio. Desde un principio la vorágine estuvo ahí, tirándole mordiscos a sus talones. Y pienso que él lo sabía. Mucho había sobrevivido. Mucho duró. Pero, al final, tan ingenuo, tan humano, pensó que entre las voces, entre los ladridos de perros, que entre la ola de humanidad que se acercaba a su costa, estaría más seguro. Pobre, pobre hombre. Por lo menos, de los zombis sabía qué esperar. Por lo menos sabía que ellos estaban condenados a ser así. Que sus moldes eran mucho más apretados que el suyo. Pero los humanos, los malditos humanos…
4.
El color del calor ha comenzado a cambiar. Gustav ha entrado a los Estados Unidos y a Cuba. Tres lloviznas puntearon el día. Un sapo apareció en la terraza. Todo de acuerdo al plan, al molde, a la forma de otro otoño más.
domingo, agosto 31, 2008
verano, 24: conclusiones
Tambaleas por la Avenida Universidad. Tomas una derecha. Bajas las escaleras, cuidadosamente, para llegar al cul de sac de la Calle Humacao. Te recuestas (sólo por un momento, te dices) de un poste y llevas tu mano derecha hacia tu estómago. Piensas en las palabras ronroneo, en cantaleta. Dos palabras que suenan a dolor de cabeza. No debiste haber bebido tanto. Es el momento perfecto para que te asalten. No tienes ni un peso encima, pero es el momento perfecto. Tu mano izquierda está enterrada en el bolsillo del mahón. La sacas, porque jamás la ordenaste a entrar, y descubres las llaves del portón bien apretadas entre índice y pulgar. Empujas al poste. Llegas a tu portón, metes la llave y lo abres. Subes las escaleras. Lanzas tu bulto al cuarto y corres al baño. No quieres arrodillarte, no quieres ñangotarte frente al inodoro. Lo haces. Tu estómago se tuerce como contorsionista coreano. Tu garganta se trinca. Piensas que está a punto de fracturarse. Esperas bilis, esperas asco, esperas ese incesante tufo del human folly. Pero lo que surge, desafortunadamente, es un manantial de melancolía.
2.
Más temprano, mucho más temprano, casi doce horas antes, Juanluís me acompañó para el Post Office de Río Piedras. Cruzamos por el Paseo de Diego, doblamos por la calle que no era, pero terminamos encontrándolo. La novela—grabada en un disco compacto que, como no tenía cajita, enrollé en una página arrancada de un cuento que me regalaron—se fue para Francia. Dos dólares y pico. Quise salir de ella rápido. Después de releerla, no estoy satisfecho con el producto. La re-editaré en varios meses, me digo. Otros proyectos, insisto, otros proyectos por ahora, antes de entrar a la Grande. La Grande me tienta. Me pone nervioso.
3.
La soledad y la tristeza son criaturas extrañas; están más presentes cuando estás rodeado por personas, cuando hay siete voces hablándote, cuando no hay espacio para ninguna de las dos. Aún no logro deducir un patrón. Jamás llega cuando espero que llegue, cuando estoy encerrado en mi cuarto riopedrense solo y sin compañía, cuando espero la deseo.
4.
¿Y ahora qué? ¿Qué se hace cuando se acaba? ¿Cuándo lo que empezaste hace algún tiempo llega al fin que predecías, al fin que habías visto venir desde el primer día? No tengo una respuesta. Bolaño se murió escribiendo 2666; Cristina Rivera Garza está viva. Haruki Murakami también. No hablo de mi relación, claro está, hablo de la novela. Hay que masificarla, totalizarla. Hay que volverla cáncer, a la literatura, digo. Hay que permitir que se te riegue, la peor de las metástasis. Hay que dejar que nos coma. Que nos muerda. Que nos ahoguemos en ella y que todo lo que hagamos sea para ella, sólo para ella. Bolaño está muerto. Los dos Manueles, el Abreu y el Ramos, también.
5.
No hay más dinero para cervezas, concluyes. No volverás a beber cerveza. No volverás a sentirte como asco, no volverás a trincar la garganta. Por los próximos dos meses, no te beberás ni una gota de alcohol. ¿Por qué dos meses? ¿Por qué no? Tienes que pensar en la metástasis. Convencerte y asegurártelo, aún cuando el malestar comience a retroceder.
6.
Lo siento. Realmente lo siento.
Summer’s over, kids.
sábado, agosto 30, 2008
verano, 23: tropezo anacrónico
El tropiezo. El sonido. El un-zipping del zipper. Lea: realización. El taladreo del corazón, los puños apretados, el grito silente y la espera. El segundo eterno. Entonces el cantazo. Entonces la media vuelta de mi torso, de mi upper body, la repetición del cantazo. El mismo golpe una, dos, tres veces en split screen y yo recogiendo los pedazos de la laptop. Y yo recogiendo los pedazos de la laptop. Repito idea central: pedazos, laptop, laptop en pedazos. Fin de parrafo.
2.
La tinta se acaba. Eso es lo malo de escribir a mano. Añado además el tener que detener la velocidad del pensamiento. Irónico, ¿ah? Escribir a mano algo que terminará en la red. Anacrónico, en realidad, nada de irónico.
Preferiría escribir esto en una maquinilla. Casi lo mismo que un teclado de PC pero con un sonido más romántico.
Mierda: no tengo maquinilla.
3.
Alguien me preguntó que de que valía escribir estas entradas--brevísimas crónicas--si no tenía un público definido. Me divierten, le contesté, sólo por eso. Al fin y al cabo, todo proceso de creación es un acto egoísta, narcisista, e hipócrita. El creador crea teniéndose a si mismo en primer, segundo, y tecer lugar. Luego la audiencia. Esa fue mi respuesta default. La respuesta que da un "escritor" (¿es valido hacer hincapié en las comillas?).
Sin embargo, tengo la pequeñísima esperanza que alguein lea estas vainas de vez en cuando. No espero comentarios, aunque se piensa que la principal cualidad del blog lo es la posibilidad de poder comentar. Pero yo no estoy de acuerdo. No se equivoquen: pienso que los comentario son lo mejor, fomentan una conversación, pero dejar uno requiere tiempo y más voluntad--willpower--que la que requiere leer una entrada. Requiere pensar una respuesta coherente, redactarla con estilo o, por lo menos, de alguna forma que se refleje tu intención e identidad.
¿Qué dices, Sergio?
¿La respuesta como acto performativo?
Ulalá, que académico.
4.
La laptop cayendo cada vez que cierro los ojos. La laptop cayendo cada vez que acentúo una palabra. La laptop cayendo mientras me ligo a Norma en su traje blanco. La laptop cayendo, puñeta.
5.
El olor a brea debe ser un signo del adviento electoral. Lo mismo con la reconstrucción de las plazas municipales. Santa Rita me parece una ama de casa de Beverly Hills (¿un intento de hacer un paralelo entre el botox y el asfalto? Guao, Sergio, que talento poético).
6.
Carlos Irizarry me dijo que las patrullas de policía de Gurabo ahora dicen Gurabo City Police Department. Guaynabo City, San Juan City... ¿Será Allan Mostacho, honorable alcalde de la montaña, capaz de cityficar el cuartel de policías de Utuado? ¿Se atreverá? Por mi madre que si Willy le añade un maldito sufijo anglosajón a Caguas, decapito nuestra india transgénero.
7.
Adendum: Necesito algo para adornar las paredes de mi cuarto. Me siento como la mosca proverbial en el vaso de leche blanca Suiza Dairy.
Que jodienda, ahora quiero un vaso de leche.
[Me sincero: no sé cómo se usa ese termino de adendum, pero lo quería usar porque suena bonito. Lo googlearé.]
[Escrito 18/Ago/08, 10:37pm]
domingo, agosto 17, 2008
el escritor como tiburón, cita
Eso me dio pie para sugerir que el talento literario no siempre se acompaña de la erudición (entendida en su sentido más superficial) y que un escritor, antes que un ratón de biblioteca, es poco menos que un tiburón: simplemente abre la boca y engulle cualquier cosa, digerible o no, que se cuele por sus fauces. Por eso es el primero en acudir a los naufragios. Y, de hecho, en el estómago de algunos ejemplares han aparecido los objetos más insospechados: una cámara fotográfica, llantas, sombrillas, una placa de carro y casi toda una ferretería.
cita
Young writers are often told to write about what they know. That advice is solid. Except that it is often read as: write about what you already know. Nine out of ten times, that leads to something utterly dead. I say: If you want to write, go out in the world and GET to know something. Then write, with wonder, about your fresh discovery.
viernes, agosto 15, 2008
verano, 22: listado número dos
Dos frases en inglés que me encantan y que, por más que busque su equivalente lingüístico, literal, y poético en español, no puedo reemplazar: eyes wide open, long and narrow corridor.
2.
Una frase y una palabra en español que no puedo reemplazar, por más que quiera: persiana americana, atisbos. La primera, lo sé, es el título de una canción de Cerati. Pero mi abuela le llama a todas las ventanas persianas. Y siempre me ha encantado la frase. Cerati sólo me añadió lo de americanas. Suena tan musical: persiana americana. Tan ilógico, además. ¿Quién hubiese pensado que dos gerundios apachurrados podrían ser tan bucólicos?
3.
Cita de un cuento de Thomas Disch llamado Descending, supongo que es viejo, entiendo que es un escritor de ciencia ficción clásico. Lo conseguí del blog de Neil Gaiman, en alguna ocasión. Supongo que hace algunos meses. El cuento, sin embargo, para mí, no tiene nada de sci-fi. Es pura ficción existencialista. Pero, ¿qué se puede esperar del sistema de categorizar la literatura de los gringos e ingleses? La cita: “Sleeping, he dreamed he was falling down a bottomless pit. Waking, he discovered nothing had changed, except the dull ache in his legs, which had become a sharp pain.”
4.
Me duelen los muslos. Con cada minuto que pasa, lo que luego de correr fue un silencioso zumbido de dolor se ha intensificado a un estrépito digno de Septiembre Once (el 9/11 américano que es el que existe, no el latinoamericano; ese nadie lo sabe).
5.
Fíjate como son las cosas, escogí la cita y pensé que la incluiría en este escrito, pero antes había tenido planificado mencionar que me dolían las piernas. Ahora me doy cuenta que hay una intertextualidad banal. Me hace sentir todo un escritor del Boom, con la totalidad y esa mierda.
6.
Ahora cada vez que pienso en lo mucho que planifico las cosas, pienso en una parte de la maldita novela, a la que le faltan dos páginas por editar, en la que el narrador excusa a su hermana diciendo que Débora no se asustaba, Débora hacía planes.
7.
Otra cita del cuento: “But his hope was as mechanical as the escalators he rode—and tended, in much the same way, to sink.”
8.
Tengo sólo dos metas a largo plazo para con la literatura: primero, escribir un fracatán de buenas novelas; segundo, escribir una de esas novelas de fantasía épica que leía cuando chamaquito, esas trilogías con novecientas páginas por libro, en inglés, con personajes-estereotipos, y todos los leit motifs y las convenciones del género.
9.
Añado y concluyo: padezco de sueño.
Agosto 13, 10:12pm
verano, 21: la indiferencia como navaja
No logro sacármela de la cabeza. La imagen, digo. La navaja, la indiferencia, la navaja. Tal vez es que la situación partera sigue presente. Estoy muy seguro de que es eso. Que cada vez que veo esa cara ahogada en esa mueca pienso lo mismo. Tan indiferente que se pone, me digo, tan fuckin’ indiferente.
La inmadurez como navaja. Esa es la segunda opción. Se me ocurrió al mismo tiempo. En verdad la primera vino acompañada con quince diferentes secuelas, toda una serie de navajas brillosas e igualmente cortantes. Pero esa indiferencia, la navaja primera, nace de la navaja segunda, aunque eso sería decir algo como que la gallina vino primero que el huevo (¿hace eso sentido?).
La indiferencia-navaja como producto de la inmadurez-navaja. La inmadurez-navaja como producto ¿de qué? A eso es lo que quiero llegar. A veces me digo que debo añadir represión-navaja, o complejo-navaja. O tal vez, deseo-navaja. No sé, no sé. Pienso que llego a mi límite ahí. ¿Qué es lo que la afila? ¿Será la indecisión, la insatisfacción, la mera indisposición?
Puñeta no sé, no sé. No puedo añadir idiotez-navaja, aunque comienza con i. Me niego ante un posible instinto-navaja. ¿Ven? ¿Ya hice público lo inútil de este acto? ¿Qué es lo que la afila? ¿Pueden ver lo fuera de mis manos que está la situación? ¿No ven las palmas todas tajadas, todas hechas un guayo de tanto intentar apretarla? Veo un posible me rindo en el horizonte.
Dime tú, ¿qué diablos es lo que te afila?
[escrito agosto 12, 10:17pm]
jueves, agosto 14, 2008
verano, 20: dólores de mudanza
Se puede soportar lo insoportable sólo por unos cuantos minutos si se es fuerte. Digamos que es como los muslos de un buen corredor de maratones, sabes, que pueden soportar las veintiséis millas en un buen tiempo, pero que, al terminar, cómo quiera, chillan de dolor. O por lo menos eso dice Murakami en sus memorias, que en realidad son pensamientos acerca del deporte de long distance running. Yo no sé nada de ello. De correr, digo. De Murakami sé bastante. Pero ese no es el punto. El asentamiento de este párrafo es sólo uno: lo insoportable colma.
No soy el mejor amigo de los animales, eso lo saben todos. Puedo soportar un fin de semana rodeado de un perro o dos, de un gato, pero a largo plazo, se me meten entre las uñas como chicas agujas afiladas. El olor, creo, es lo que me vuela la cabeza. El olor a perro. El olor a gato. El olor a caballo, pájaro, ratón, hamster, rata, conejo, etcétera, etcétera, etcétera. Supongo que tiene que ver con algo instintivo, algo que arrastro desde mi época homínido, allá para los primeros días de la raza sapiens (la original, digo). No sé, así me excuso. Sólo puedo vivir rodeado del olor de mi propia especie. Esa sustancia invisible, pegajosa y un tanto gruesa que traza las siluetas de las personas en el aire a pesar de que ya éstas se han movido. Podríamos explicarlo como la insistencia de un cuerpo físico y temporero por no sucumbir. Un tipo de non omnis moriar escatológico. Entonces, sucede que la primera vez que entré a dónde residí por apenas dos/tres semanas vi un gato. Un pequeño gatito blanco, nomás. Inocente, maúllante. Pero luego descubrí que este animalito era una simple metonimia de un maldito reino de gatos. Una veintena de gatos. Un clan de gatos. Una sociedad, una escuela, una represa, una jauría, un fuckin’ .zip de gatos. Y, todos ellos, cómo ha de esperarse, comían, bebías, y debajo de la hojarasca que me pareció tan picaresca en un principio, enterraban sus heces fecales. Las cuales solían dorarse, asarse, freírse bajo el sol tropical de nuestra isla. Las cuales, en la noche, se apoderaban del lugar como la radiación en Hiroshima. Volviéndose horrible, volviéndose atmósfera… y, luego, comenzaban sus gemidos nocturnos (los gatos, digo, no las heces) los cuales confundía con llantos infantiles, o mujeres heridas, los cuales me recordaban a esas noches en las que apenas tenía siete años y mis vecinos insistían en hablar de La Llorona, o de la Mujer del Puente, o del fantasma vestido de novia que te pedía pon y luego no-sé-qué-rayos te hacía. Bueno, podría seguir este párrafo, pero les vuelvo resumo la idea central: el olor a mierda de gato me asfixiaba, el constante grito de los gatos me robaba el sueño.
Pero decidí soportarlo. Me dije a mi mismo: Sergio, tu puedes hacerlo. Sergio, tu soportas lo que sea. Excepto a ciertas personas. Así que mudé mis cosas, y decidí tomarlo como vino. Y no me refiero a beberlo como vino. Sino tomarlo como llegase. Me doy cuenta, mientras escribo, que podría ser malinterpretado, pero siempre corremos ese riesgo. No escribo para ser malinterpretado. O tal vez sí, tal vez todo acto de escritura es… La segunda noche, teniendo en mente que los gatos son ministros de Satán me acosté a dormir y en el medio de la noche me levanté pensando que roncaba. Volví a dormirme, y mi ronquido volvió a despertarme. Fue ahí, a improviso, que me percaté de algo quintesencial para mi abandono de aquella residencia: a través de mis paredes de madera, se filtraba el ronquido de mi vecina. Un ronquido fuerte, gutural, igual de insistente que el olor a gato, o a sus procesos escatológicos. Y, luego, algunas horas más tarde, aún en mi vigilia nocturna, escuché el cielo tronar. Juré que se me iba a caer el techo encima. Pero los proceso atmosféricos no tenían nada que ver. Podía escuchar los pasos del vecino de arriba. Los escuchaba como martillazos, la percusión perfecta para la pieza que ya componía el soprano gatuno, la trompeta francesa vecina.
Fuck me, recuerdo que pensé. Eso exactamente. Así, literal, porque lo apunté en mi libreta. Un fuck me, completamente estadolibrista.
Me sentía como si estuviera en el Chelsea Hotel, en los setenta, con sus paredes de papel, con sus poetas moribundos, sus recatos facilotes, las putas de bajo sueldo (nunca lo visité, pero he leído lo suficiente para tener una mala interpretación, probablemente mitificada, del lugar. No sólo Leonard Cohen canta de él, uno que otro poema, una que otra película…).
Una cosa llevó a otra, y ahora estoy aquí, en un segundo piso de la calle Humacao, a las 7 de la mañana un martes doce de agosto, segundo día de clases, mirando por la ventana a mi precioso paisaje libre de gatos, vecinas roncantes y techos tronantes. Lanzo una exhalación un tanto teatral, que suena más como un gas, y aprecio lo bello del panorama citadino: el bello edificio que se levanta a no más de veinte pies de mi ventana, pintado de una mezcla de rosita y anaranjado—anoche miré bien, a través de la ventana de ese edificio y vi unos cinco minutos de la novela de las ocho.
[escrito agosto 11, 11:45pm]