domingo, diciembre 18, 2011

sobre el arte de la cita, escribe sarlo sobre benjamin


 El arte de la cita une dos cualidades que Benjamin cultivó personal e intelectualmente: la amistad y la reserva. Su correspondencia con Scholem y su correspondencia con Gretel y Theodor Adorno son una prueba: cartas a la vez sinceras y escondedoras, donde no se dice todo lo que el otro espera, donde la vocación de secreto, que Benjamin cultivaba, se mezcla con la necesidad de comunicar  y el reclamo de ser leído. El arte ejercido por Benjamin en estas cartas es parecido al de la cita: toma la palabra de su interlocutor, da vueltas alrededor de ella, le responde y, muchas veces, vuelve a transcribirla en la carta propia. Hospitalario a las sugerencias que recibe, amistoso y  ávido de diálogo, Benjamin es también mesurado y muchas veces misterioso. Siempre, sin embargo, necesita de ese impulso que es el texto ajeno, la relación íntima con la escritura de otro, para su propia escritura. 
 Cuentan que Benjamin era un conversador fascinante; como escritor, esta cualidad dialógica lo empuja hacia la cita, esa amistad con la escritura ajena, que es a la vez un reconocimiento, una competencia y un combate. Su reserva lo llevó a trabajar la cita con las prevenciones con que un cuerpo toca a otro cuerpo desconocido, haciéndola pasar primero por sus cuadernos de notas, para acercarla, en el movimiento de la caligrafía, a la respiración de su escritura. 
La cita no es sólo la presentación de una prueba de lo que se quiere demostrar (como en los escritos convencionales) sino una estrategia de conocimiento. Si la verdad del Libro no escrito se descubre en esos miles de citas, ellas también le permiten a Benjamin mostrar su gusto por el aforismo, que depende básicamente de su forma literaria, de la capacidad de compactación de la idea en escritura, que ha renunciado a la retórica de la argumentación para apoyarse en el recurso poético de la presentación inmediata.  La cita comparte con el aforismo su brevedad y su aislamiento respecto de un texto corrido. En realidad, toda cita significativamente elegida funciona como aforismo, una vez que ha sido separada del original donde su encadenamiento es fuerte. Extraída de su espacio primero, la cita pierde las cadenas que la unían a la argumentación que éste presentaba.
“El Taller de la Escritura”, Beatriz Sarlo, en Siete ensayos sobre Walter Benjamin. 
[Tropecé con un fragmento mayor del texto de Sarlo en el blog "Poder, espacio y ambiente", y luego lo googlié y encontré el texto entero, linquiado arriba. ]

jueves, diciembre 15, 2011

sobre el world literature y la diseminación de la identidad, escribe duchesne winter

La globalización de los mercados editoriales y académicos ha ido abriendo un nicho exotista nada despreciable bajo la categoría de World Literature o Literatura Mundial, algo parecido a la World Music o Música-Mundo. Pero siempre se trata de un producto editorial, académico y publicitario procesado y re-exportado por los centros transnacionales. Se debe mantener la sospecha sobre esa regulación centralizada de pautas, modas y celebridades literarias tercermundistas “espontáneas”, si bien no se debe negar la oportunidad que tal apertura significa para cientos de autores de la periferia. Sin embargo, el mejor antídoto contra la guetoización exotista que imponen los mercados es el comunismo literario asumido como modo de diseminación de la identidad. Sin necesariamente prescindir del sustrato comunal que le aporta su historia local, en lo que éste significa como material literario y escenario de enunciación, el autor de origen colonial, poscolonial o subalterno debe probar la potencia diseminadora del evento literario asumiendo las tradiciones cosmopolitas y haciéndolas pasar por el plasma del comunismo literario y su paradójica incomunidad de orígenes. Si en algo sirven la hibridez y las fronteras es como puentes hacia el comunista no lugar de lo literario invocado por las plurales estéticas del lenguaje.

Fugas Incomunistas de Juan Duchesne Winter 

lunes, diciembre 12, 2011

de los límites del discurso amoroso, dice chávez castañeda


Justo esto era lo que sufría Joaquín cuando se separaban y Jana volvía a su estudio. Sufría la decepción lingüística. Se sentía miserable cuando las palabras que le había dicho a Jana hace unos instantes, creyéndose auténtico, sincero, ¡siéndolo!, se la repetían en los audífonos otras voces, y ni podía dejar de notarlas afectadas, tontas, vacías. El amor tenía un espacio lingüístico trenzado con códigos que sonaban vulgares, ridículos, despreciables o con códigos donde lo sublime y lo inefable aparecían como algo artificial, hueco, una pura espuma empalagosa. Joaquín escuchaba en las cintas los tartamudeos, las repeticiones, las equivocaciones, los balbuceos de esos discursos que se movían desesperados de uno a otro código, desacelerándose o, a veces, de plano hundiéndose en el silencio. Esta imposibilidad de acceder a las palabras adecuadas tendría que haber repercutido en esas parejas invisibles. Podía intuirse en el rumoroso “te amo”, dicho sin euforia ni afirmación, más bien avergonzado, con la lengua cansada por no poder decir nada mejor que eso. “Yo también”, se dejaba oír desfallecida la otra voz, y luego se besaban, eso resolvía Joaquín, lo dictaba él, se están besando, sí, ojalá.
Joaquín venía de amarse con Jana todavía sintiéndose especial y por eso resolviendo que esa vez lograría ponerlo en papel. Luego todo se venía abajo. Casi podía predecir las conversaciones de los amantes con sólo atender las primeras frases y casi podía ver también a esos amantes siendo atrapados por muros de palabras, muros porosos que se desmenuzaban por el abuso y que se les venían encima cuando ellos pretendían ir más allá.  
 Georgia de Ricardo Chávez Castañeda

martes, diciembre 06, 2011

oreja derecha, meñique de un pie; un cuento

Foto tomada justo en el momento en el que aconteció el regalo. (Propiedad del quirófano).
Ellos también, en diferentes partes del mundo, regalaron la oreja derecha y el meñique de un pie. Les pareció adecuado, por no decir ideal. Increíblemente, lo hicieron en la más total anonimidad. Ya desde hacía meses que el regalar la oreja derecha y el meñique de un pie se había vuelto parte del arsenal cotidiano de la sección de noticias internacionales de los diarios nacionales. Inclusive, había gente regalando omoplatos, y costados enteros. Ellos, sin embargo, simplemente regalaron esas dos unidades. No tenían planificado entregar nada más, ni habrían de entregar nada más, como aprenderemos días más tarde. Eso era todo; simplemente el acontecimiento de la entrega de esa oreja, ese meñique, y la gracia con la que lo hicieron. Si algo habrá de decirse de ellos, ahora que lo pienso, teniendo conocimiento de los archivos de todas las orejas y meñiques dados en las pasadas semanas, es que nadie antes regaló algo con tanta gala, con tanta astucia, con tanta franqueza. Eso, supongo, los aunó por un instante.   

sábado, diciembre 03, 2011

proceloso: una reseña de palacio, dice rey andujar

Proceloso,
Notas desde una novella llamada Palacio.

Son, sing about your own time
I am not there
A movie about Dylan

El texto demarca la temporalidad mediante el teléfono como símbolo de lo anterior mientras la red Cyber es un ahora vulnerable. La precariedad de este presente tiene que ver con el intercambio de información. Hoy es posible comunicarse más rápido, en tiempo real, aunque el debate persiste en cuanto a la relación cantidad-calidad y cómo la cruzada tecnológica afecta los sentidos. Según Nortbert Bilbeny en La revolución en la ética, es luego de la Segunda Guerra Mundial que la perpepción cambia, obligando a reordenar la prioridad del sensorio. El acercamiento global planteado en la avanzada tecnológica entrega al ser a un distanciamiento de igual peso. Nunca antes el tacto, lo digital, ha sido tan determinante.

Los personajes de esta novela son supervivientes de la avanzada electrónica. Es cierto que el mundo ha cambiado pero no los (des)afectos. Frankie, una de las voces narrativas, describe con impulsos defraudados un presente antiséptico en cuanto al fracaso colectivo y busca, en un pasado demasiado cercano para entenderse, las razones que obligaron a su compañera a tomar villadiego.

En medio de la modernidad que favorece la exposición y la falsa idea de fabulosidad, el tono es intimista, establece crudeza y pulcritud. Uno de los párrafos príncipes resume lo que para Frankie [escritor y todo] sostiene la literatura como gesto inútil, “Tres mil palabras devueltas al vacío del que habían surgido. Eso no era lo que quería decir. Cerré los ojos por un segundo. Escribí algo mucho más simple y visceral. Alice, me haces falta.”

Pero la esperanza radica en ese gesto inútil. Es escribir lo que permite a Frankie reconstruir la relación; crea un rompecabezas de piezas que se unen a partir de los lugares comunes, la película o el libro; aquella música. Lo que aleja a Frankie del tono pretencioso o nostálgico al nombrar hitos determinantes de la historia del arte contemporáneo, es la parquedad con que se ajustan a la historia, revelando su eventual importancia. No hay menciones just because.

Entre notas de despecho Frankie navega otras dos historias, la de Ayesha, una compañera de correrías estudiantiles y Willow, una trompetista de jazz que en vez de Miles va más por el lado de Lee Morgan y Louis Amstrong.

Es Alice, la mujer ausente, la causante de que Frankie cuente el fracaso japonés que conforma el cuerpo medio de la trama. Digo contar porque quien escribe es la mujer, quien a su vez es la encargada de traducir un diario escrito por Kaede, la hija muerta de un ornitólogo. Se accede a un contra-reflejo en donde la ausencia es lo constante, ya sea en forma de muerte, desgana o despedida.

Hacia la parte final de la novela, un cambio súbito en la voz narrativa muestra a un Frankie más frágil aún mientras el resto de los personajes se declaran definitivamente alejados; mucho mejor lo describe Willow, al hablar de Frankie y Alice, “Quizás ni se lo imaginarán. Están a oscuras, tanteando. Nosotras también.” Durante la relectura de esta novela recordé mucho a El perseguidor de Julio Cortázar. La imposibilidad de contarlo todo, de vivir sólo para el arte y la búsqueda de que ese fondo se convierta en forma; de que el medio se convierta en día a día y que lo exterior, lo cotidiano, sea la verdadera locura. El gesto inútil como sentido único. Palacio está escrita desde personajes que añoran tocarse; una novela para ese mañana tan temido.


Rey Andújar, en Chicago – Septiembre 2011
[Esta reseña fue o será publicada en Diálogo, según me comentaron en un escueto e-mail que recibí]


viernes, diciembre 02, 2011

omoplato, escritura




A veces me da miedo que escriba otras cosas que no son las cosas que escribo y que al escribirlas abandone las cosas que supuestamente digo escribir, pero que no estoy escribiendo. Rápido se me ocurre que ese tipo de escritura (las que escribo) también tiene algo que ver con la otra escritura, que las divisiones las escribe alguien de nombre ye. Me lo repito y me lo repito frente al espejo y no me convenzo. Las motivaciones son las mismas, digo, insisto. Lo que mueve mis intereses académicos y periodísticos tiene que ver algo con lo que mueve mis intereses literarios, porque son escritos que vienen del mismo tecladeo y que me causan el mismo dolor de muñeca y de brazo y me empeoran el carpal tunnel y  me emocionan de la misma manera. Me pregunto entonces cómo afectaría mi escribir académico, mi escribir periodístico, y mi escribir literario si un día amaneciese sin una mano, o sin un ojo, o sin el codo, o quizás inclusive sin algo que no me parezca obvio inmediatamente, como el coxis, o el apéndice, o el omoplato. 


Quizás la mejor forma de diferenciar lo que escribo sería por fechas. No porque estos números signifiquen algo, sino porque así podría hacer un paralelo y ver cómo fue afectada mi escritura cuando equis le pasó a mi cuerpo. Por ejemplo, ¿existe una prueba textual, un trazo, que esté ligado a la operación a la que me sostuve en marzo, en la que un pedazo de mi cuello fue removido? ¿Cambiará algo cada vez que mi miopía empeora, o cada vez que gano o pierdo una libra? ¿No serían estas divisiones un poco más lógicas que aquellas que me dicen que lo literario está separado de lo académico, si es que existe tal cosa como lo uno o lo otro? ¿Y quién me dice esto sino yo mismo, porque nunca, en realidad, lo he escuchado de alguien? 


Y estas preguntas me las hago haciéndole eco a Mario Bellatin, supongo. Aunque no me gusta Bellatin, no me gusta si uno habla del gustar como eso que te divierte,  o eso que te incomoda, o eso que te causa cosquillitas en algún lugar entre el costado y el dedo índice del pie, siempre un poquito más largo del gordo. No me gusta Bellatin pero una y otra vez en lo que escribe brillan estas pequeñas marcas, pequeñas huellas, que bien pueden aburrir a veces, pero que insisten en que el espacio de la literatura, de la obra incompleta es el cuerpo y siempre es el cuerpo (que no es ni un adentro ni un afuera), porque el cuerpo es el que escribe, y el cuerpo es el que lee, y cuando lees mucho rato sin parar tienes que cambiar de posición, tienes que reacomodarte en la silla, o acostarte bocabajo, y eso creo que lo dijo Mayra en un ensayo, lo de leer con el cuerpo, aunque lo dijo quizás con un poquito más de zas, de zas caribeño, y yo le huyo al zas caribeño porque simplemente me gusta leerlo y no escribirlo porque hay quien abusa, abusa y abusa y entonces ni se da cuenta que abusa, y eso algo también debe tener con el cuerpo. Pienso todo esto cada vez que llego a este momento en el semestre, o en realidad, esta es la primera vez que lo pienso, que lo pienso porque me veo atraído a este asunto y comienzo a ver que leer, leer bien, me enseña por qué leo en primer lugar, o me acerca a esa pulsión que me hace leer, y no a la que me hace escribir, pero supongo que son las mismas, o que están relativamente cercanas, porque aunque tenga la una en el talón de mi pie derecho, lo más lejos a lo que la otra puede llegar es a mi coronilla que algún día será calva.

martes, noviembre 22, 2011

lo visto, una columna

Esta columna saldrá en la sección Buscapié de El Nuevo Día, mañana (miércoles, 23 de octubre del 2011). La pongo aquí pa' archivarla, y con algunos cambios.




Cada vez más y más vemos menos y menos aquella escena que nos parecía común; aquel viejo momento en el que el agresor arrebataba la cámara con la violencia de una mano, mientras la otra cubría su rostro (la vergüenza de hacerse criminal).  Vimos así, el sábado pasado, en el recinto de Davis de la Universidad de California, al policía levantar el pepper-spray frente a uno de los ojos mecánicos, cual un conejo de un sombrero, y pasar a sofocar a los estudiantes dentro de la borrascocidad amarillenta. Vimos así el video en el internet y nos pareció que el hombre nos mostraba el arma, como sabiendo que lo registraríamos: el policía, la mano alzada, el cilindro rojo. 

Algo le ha pasado a lo visual, algo que le ha restado al testimonio ocular parte de su peso e impacto. “Todo el mundo lo verá” parece ya no significar mucho (“don’t tag me”). Ante la posible presencia de la cámara, el performance de la cotidianidad, de la naturalidad (“Dale a la cámara una sonrisa natural”). Detrás de la actualización del “status”, y la foto que lo acompaña, el gesto sobre-saturado de intención. En el ocaso del reality show y plena época de Facebook, ver no significa adquirir conocimiento, como diría Rey Chow. 

¿Quién recuerda todavía aquellos videos de la redada en la Avenida Universidad? ¿El muslo de aquella muchacha?  ¿Qué de toda aquella rabia de quienes lo hicieron viral? Sí, lo visual choca, pero su producto inmediato es el voyeurismo, el morbo, no la indignación. Enfrentados, en nuestras computadoras, teléfonos, televisiones y revistas, a tantas imágenes que buscan indignarnos, y nosotros mismos productores de tanta imagen que busca respuesta, comenzamos a dejar de ver (quizás sea momento de una fotografía más sugestiva, menos realista). Lo demasiado visible comienza a dar paso a una ceguera 20/20. 

Cada vez nos alejamos más de la imagen que indigna. Y este alejamiento hay que detenerlo. Ver no es suficiente, es sólo el primer paso de una reflexión mucho más extensa. Pero no por esto hay que deshacernos del verbo.

seis a.m

Uno no hace el café, lo pone a hacer. Sea a las seis de la madrugada o no, mañanas como hoy, cuando te levantas más temprano de lo usual porque tienes demasiado que hacer. Dices, “es hora de escribir algo” y entras a esta página, y descubres que el blog igual refleja tu investigación de las pasadas semanas. A veces piensas que a la cita le falta un poco de sangre, de candela. Recuerdas que es un tipo de cuaderno de lectura, un collage. Decides que subirás la columna de mañana esta tarde, por eso de romper la retahíla monótona.

Ayer escuché en la radio una grabación de un terrorista paquistaní intentando obligar, en urdu, a una mujer mexicana que secuestró en un hotel a colaborar con él. La mujer repetía, una y otra vez, "no te entiendo", así, en el español que conocemos. 
El ruido con el que terminaba el clip, un estrépito en seco, ha de quedar anónimo.

sábado, noviembre 19, 2011

hablando d/el silencio, dice blanchot

 Levinas, sentado en el tope del carro, con Blanchot a su derecha. La foto sale en la biografía de Levinas escrita por Salomon Malka.
The unavowable community: does that mean that it does not acknowledge itself or that it is such that no avowal may reveal it, given that each time we have talked about its way of being, one has had the feeling that one grasped only what makes it exist by default? So, would it have been better to have remained silent? Would it be better, without extolling its paradoxical traits, to live it in what makes it contemporary to a past which it has never been possible to live? Wittgenstein’s all too famous and all too often repeated precept, “Whereof one cannot speak, there one must be silent”—given that by enunciating it he has not been able to impose silence on himself—does indicate that in the final analysis one has to talk in order to remain silent. But with what kinds of words? That is one of the question this little book entrusts to other, not that they may answer it, rather that they may choose to carry it with them, and, perhaps, extend it. Thus one will discover that it also carries an exacting political meaning and that it does not permit us to lose interest in the present time which, by opening unknown spaces of freedom, makes us responsible for new relationships, always threatened, always hoped for, between what we call work, oeuvre, and what we call unworking, dèsouevrement.

The Unavowable Community, de Maurice Blanchot

la verdad de una comunidad electiva, dice blanchot


The community of lovers. This romantic title that I have given those pages, in which there is neither a shared relationship nor definite lovers, is it not paradoxical? Certainly. But this paradox confirms perhaps the extravagance of what one seeks to designate by the name community? At the onset there is need to distinguish—with whatever difficulty—between traditional community and elective community. (The first is imposed on us without or having the liberty of choice in the matter: it is de facto sociality, or the glorification of the earth, of blood, or even of race. But what about the other? One calls it elective in the sense that it exists only through a decision that gathers its members around a choice without which it could not have taken place; is that choice free? Or, at least, does that freedom suffice to express, to affirm the sharing that is the truth of this community?) 

The unavowable community,  de Maurice Blanchot

viernes, noviembre 18, 2011

For those who are always already cast as the other, there is nothing ennobling or liberating about the notion of alterity per se or the ethics emanating therefrom. 
Toward an Ethics of Postvisuality, de Rey Chow 

jueves, noviembre 17, 2011

to say something about the ultimate meaning of life, dice doñito Wittgenstein

Ludwig Wittgenstein por Ben Richards
That is to say: I see now that these nonsensical expressions were not nonsensical because I had not yet found the correct expressions, but that their nonsensicality was their very essence. For all I wanted to do with them was just to go beyond the world and that is to say beyond significant language. My whole tendency and I believe the tendency of all men who ever tried to write or to talk Ethics or Religion was to turn against the boundaries of language. This running against the walls of our cage is perfectly, absolutely hopeless. Ethics so far as it springs from the desire to say something about the ultimate meaning of life, the absolute good, the absolute valuable, can be no science. What is says does not add to our knowledge in any sense. But it is a document of a tendency in the human mind which I personally cannot help respecting deeply and I would not for my life ridicule it.
Lecture on Ethics, Ludwig Wittgenstein

viernes, noviembre 11, 2011

only in the face of a "was it you", says butler

Nietzsche did well to understand that I begin my story of myself only in the face of a "you” who asks me to give an account. Only in the face of such a query of attribution from an other—“Was it you?”—do any of us start to narrate ourselves, or find that, for urgent reasons, we must become self-narrating beings. Of course, it is always possible to remain silent in the face of such a question, where the silence articulates a resistence to the question: “you have no right to ask such a question,” or “I will not dignify this allegation with a response,…
Silence in these instances either calls into question the legitimacy of the authority invoked by the question and the questioner or attempts to circumscribe a domain of autonomy that cannot or should not be intruded upon by the questioner. The refusal to narrate remains a relation to narrative and to the scene of address. As a narrative withheld, it either refuses the relation that the inquirer presupposes or changes that relation so that the one queried refuses the one who queries.



[...]

I exist in an important sense for you, and by virtue of you. If I have lost the conditions of address, if I have no “you” to address, then I have lost “myself.”

Giving an account of oneself,  de Judith Butler

lunes, noviembre 07, 2011

sobre la incomodidad del mundo, habla saer.

Ya los puertos no me bastaban: me vino hambre de alta mar. La infancia atribuye a su propia ignorancia y torpeza la incomodidad del mundo; le parece que lejos, en la orilla opuesta del océano y de la experiencia la fruta es más sabrosa y más real. El sol más amarillo y benévolo, las palabras y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos.

El entenado, Juan José Saer 

domingo, noviembre 06, 2011

dice cezanne sobre palacio




Palacio: una novela corta de Sergio Gutiérrez Negrón
por Cezanne Cardona Morales

No importa cuales sean los medios o las materias: el barro, la piedra, el carbón, la pintura, el papel, la tinta, el celuloide o la electricidad, el ser humano ha insistido una y otra vez en contar historias. Pasando por las cuevas de Altamira, la biblioteca de Alejandría, las pirámides, las catedrales medievales, la Capilla Sixtina, el papiro, el libro, —el fin del libro— o el Internet, el hombre no sólo ha querido contar historias, sino además no ha cesado en su intención de construir lectores, en buscar lectores para que su historia, cualquiera que sea, permanezca. Son muchas las novelas que han logrado la inmortalidad en este sentido, pero pocas las novelas cortas que, entre sus pocas páginas, han dejado espacio para tematizar el telón mismo, la forma universal en que el humano se cuenta, se ha contado y se podría contar historias.  Una es la ya clásica novela El entenado, del argentino Juan José Saer, y la otra, de reciente publicación, es Palacio (Agentes Catalíticos, 2011), del joven puertorriqueño Sergio Gutiérrez Negrón, y que aquí reseñamos. Si bien en la novela de Saer se cuenta la historia de cómo un invasor, en la época de la conquista, es salvado o raptado por una tribu indígena con el propósito de que éste cuente o repita la historia de la extinción de la tribu, en Palacio asistimos a la historia de un ornitólogo japonés que intenta que sus aves —cotorras y papagayos— repitan o dupliquen la voz de su hija muerta.
Salpicada con intriga, dos narradores, aves, correos electrónicos y piezas de jazz, Palacio cuenta la historia de Frank o Francisco, un joven puertorriqueño y estudiante graduado de literatura en Atlanta que, desde que su esposa Alice se marchó sin razón aparente, se la pasa día y noche leyendo los mensajes electrónicos que ella el envía desde Japón. Alice trabaja para un excéntrico ornitólogo y ex profesor y su trabajo consiste en leer en voz alta los diarios de la hija muerta del ornitólogo a las aves para que estas repitan la voz de su hija. Todas la aves en la casa del ornitólogo son pistacidos, es decir cotorras, papagayos, en fin, aves de diferentes estirpes que imitan la voz humana. Es harto conocido que estas aves son capaces de aprender setecientas palabras y de reconocer nombres. Incluso algunos científicos piensan que pueden alcanzar el vocabulario de un niño de cuatro años. Sea un aviario personal o una biblioteca de aves, es allí donde Alice pasa horas leyendo en voz alta los diarios de Kaede.

Una de las escenas más poderosas de la novela sucede cuando el señor Abe escucha que una de las aves dice “¿Hola papá?, ¿Cómo estás papá?” Por un momento, cuenta Alice, el señor Abe juró que veía a su niña, que la encontró sana y salva, que la abrazó, que la besó, pero que al rato parpadeó y su hija se deshizo. Quedó frente a una habitación desecha con tres aves volando alrededor del cuarto que hablaban con la voz de Kaede, con el inglés hollywoodense de su hija. Cuenta la señora que cuidaba las aves que encontró al señor Abe en el suelo al lado de tres aves muertas que el ornitólogo mató arrepentido de su empresa. ¿Qué diferencia existe entre esta escena y la de un padre que ve todos los días, una y otra vez, el video o las fotos de su hijo ya muerto? Quizás ninguna. Para cualquier padre que ha perdido a su hijo, ver esas fotos o esos videos hasta el cansancio no significa necesariamente un ejercicio fútil de repetición, o de morbosidad, sino todo lo contrario: cada repetición plantea una nueva forma de mirar o de preguntar: qué hice, qué dejé de hacer, qué pude haber hecho, por qué tuvo que suceder. ¿No es esta acaso la razón ulterior de la ficción: vivir vidas que no podríamos vivir? “Leo ficción —dice el escritor Philip Roth—, para liberarme de mi perspectiva sofocante y estrecha de lo que es la vida. Esa es la misma razón de por que escribo.” Palacio es más que una novela sobre un padre que perdió a su hija, o una novela de amor en tiempos de Internet, o la pérdida que se cuenta desde y gracias al desamor. Palacio nos habla de un experimento común a todos: la necesidad que tenemos de construir Palacios, criptas, la perentoriedad de contarnos una historia aunque siempre sea la misma, o de codificar algo que ya sabemos imposible; un lenguaje de lo perdido, de lo que no podemos recuperar. 
La lectura de Palacio recuerda —tanto en tono y tema, así como en fondo y forma—, algunos cuentos de Jorge Luis Borges, entre ellos La Biblioteca de Babel. En este cuento, Borges propone algo que está muy cerca de la lógica de la repetición que nos presenta Palacio: el universo es una gran biblioteca y en esa biblioteca todo ya ha sido dicho: en ella pueden encontrarse todos los lenguajes concebibles e imaginables. En esa biblioteca todo ha sido pronunciado desde la muerte y todo descubrimiento no es otra cosa que una repetición infinita. Lo que nos revela Borges es que el universo es ese lugar donde creemos que descubrimos algo, donde creemos que hallaremos la salvación y solo encontramos soledad, traición y esperanza. Esa es esta quizás la misma pulsión que nos lleva a comprar libros, a coleccionarlos, a leerlos, a prestarlos. Esta es la misma pulsión que tiene el señor Abe, en Palacio, de comprar nuevas aves para crear la biblioteca hablada de su hija: “Yo era un buen padre” le repetía el señor Abe a su esposa una y otra vez cuando desapareció Kaede. “Lo repitió tanto que hubo un ave, una de las pequeñas que mantenía por afición, que aprendió la frase y tomó por chirriarla todas la mañanas: —Yo era un buen padre. Yo era un buen padre…” repite el ave.
A pesar de ser hermana de novelas como No todas las suecas son rubias, de Manuel Abreu Adorno, de Tokio Blues de Haruki Murakami y Llamadas de Amsterdan de Villoro, entre otras, Palacio es una novela que se destaca, entre muchas, porque procura ahondar en el territorio insondable del dolor, en el duelo, o en el lenguaje del duelo (quizás una ética del duelo) sin dejar a un lado las exigencias del género de la novela. Palacio, como muy pocas novelas puertorriqueñas, comparte un aliento temático con los orígenes de la novela —algo que un buen escritor nunca debe olvidar. Las llamadas primeras novelas de la modernidad contienen temas centrales como la aventura, el viaje, la confesión y el amor —y esto incluye al desamor. Pensemos en el Quijote, de Cervantes, en Pamela de Richarson y en Robinson Crusoe de Defoe. Desde la aventura del Quijote cuando recorre los caminos leyendo la realidad con la ilusión de los libros de caballería,  la confesión de un Robinson Crusoe contando las vivencias de lo salvaje en un lugar remoto y desconocido, hasta las cartas de amor o desamor; todo esto lo podemos encontrar de una forma u otra en Palacio. Incluso desde el primer párrafo:
Cerré los ojos frente al azul del monitor y me dejé caer contra el respaldo del sofá. Intenté imaginarme a Alice en una sala al otro lado del mundo, piernas cruzadas, leyendo en voz alta el diario de la hija muerta del ornitólogo japonés que le pagaba cuarto y sustento. Casi podía descifrar las arrugas que nacían del cierre de sus párpados, la costura que se formaba en su frente, la mirada desorbitada tatuada en el rostro, totalmente decidida a la absurda tarea que había emprendido. Lancé un vistazo al pequeño marco de cuero que apretaba una anacrónica instantánea de nuestra boda, hacía cuatro años, y le respondí a su mensaje escribiendo que estaba aquí, que continuara con el relato.
Solo porque ya estamos en medio de una historia —dice Peter Sloterdijk— es que podemos contar nuestra propia historia. Uno de los muchos logros de Palacio es ponernos en evidencia como consumidores de ficción, confesarnos adictos a la mentira, o como dijo Vargas Llosa, descubrir que todos buscamos “la verdad escondida en el  corazón de las mentiras”. Si no es así, ¿por qué Hamlet aparece leyendo un libro después de ver el fantasma de su padre? Como Hamlet, leemos porque somos inconformes, porque sabemos muy en el fondo que la vida no tiene sentido. Leemos ficción para sobrellevar la contradicción de vivir y ver morir. La contradicción de ser testigos de lo que no queremos ser testigos. Leemos ficción por la tragedia de no estar a la altura de nuestras propias tragedias. Y Palacio insiste de forma magistral, como ninguna otra novela puertorriqueña, en mostrar la necesidad que tenemos todos de leer ficciones, de contar historias para contar nuestras ficciones verdaderas. 

este fue el texto que leyó  cezanne cardona para la presentación del libro, en agosto del 2011.


lunes, octubre 31, 2011

un moño medio alto, medio samurái

A lo lejos, a través de la ventana, ves una pareja que conoces, en su motocicleta, detenida en el tráfico de la estrecha carretera. El vehículo es algo delgado, negro, con pequeños detalles rojizos serpenteando por el muffler. Las ruedas parecen caricaturas, como si fueran demasiado grandes. Ambos tienen sus cascos, negros, impenetrables. No los reconoces por la motora, no, ni sabías que tenían una. Los reconoces porque ella viste el abrigo de cuero, adornado con cremalleras en los brazos, y él lleva su hoodie negro. Ambos visten mahones. El tráfico está detenido. Sólo cede algunos centímetros por minuto. Cuando les toca moverse, en vez de acelerar, el conductor de la motora da unos pasos, impulsando la moto hacia adelante. Ella simplemente se balancea.

Parpadeas. Cuando vuelves a mirarlos, ella se ha quitado el casco, revelado el recorte nuevo que le viste la semana pasada—adiós larga cabellera morocha. Recuerdas cómo te sorprendiste cuando descubriste todos los piercings que tenía en su oreja izquierda, pensaste en las libretas que prohibieron en la escuela en tu quinto grado, aquellas con las argollas plateadas que podías desenrollar para hacer ganchos. Raro que no lo habías notado antes, si siempre tenía el pelo recogido en un moño medio alto, medio samurái. Ahora parece otra persona. Completamente distinta. Más brava, más dura. Su novio sigue igual, eso sí. Un poco más barbudo cada vez, un poco más viejo.
El tráfico avanza. Los dos pares de piernas se acomodan en el costado de la moto y aceleran. Ves cómo ella inclina su cabeza cubierta por el caso hacia la espalda del conductor y la recuesta, como si odiase ver el camino inminente, y prefiriese el paisaje colateral. Cuando se deshacen, te quedas con esa imagen en la cabeza, se te queda la suavidad, la normalidad de ese gesto, de ese acomodar la cabeza en silencio, parsimoniosamente.
Un auto ocupa su lugar, un momento después, negro, de cristales blindados.

domingo, octubre 30, 2011

no name is yours until you speak it, dixit bhabha

No name is yours until you speak it; somebody returns your call and suddenly, the circuit of signs, gestures, gesticulations is established and you enter the territory of the right to narrate. You are part of a dialogue that may not, at first, be heard or heralded--you may be ignored--but your personhood cannot be denied. In another's country that is also your own, your person divides, and in following the forked path you encounter yourself in a double movement...once as stranger, and then as friend. 

Del prefacio de la edición de Routledge Classics de The Location of Culture de Homi Bhabha. 

jueves, octubre 27, 2011

eres tú y eres tú, soy yo y soy yo



El día está bonito y sales de la casa para comprar algo en la repostería cercana. Pasas frente al parque y ves, en la explanada verde, un hombre arrodillado: un hombre negro, fornido, pelo blancuzco, y camisa azul. Arrodillado y ya. Supones que medita, pero realmente no lo sabes. Igual supones, segundos después, que el perro que ronda unos metros más allá, es su propiedad. El animal es grande, también. Debe ser un cachorro, porque se mueve con una vitalidad extraña, con una energía que no está en las cosas que viven mucho; casi como si se moviera por él, y por el hombre hecho estatua más adelante.
Sigues caminando. Los olvidas. Las ramas de árboles que socorren la acera dejan caer unas pelotitas a las que le llamas nueces, simplemente porque parecen avellanas. Ninguna te cae exactamente en la cabeza, siempre un paso adelante, o un paso detrás. Cuando las pisas, se quiebran, te hacen pensar en navidad.
Candler Park, foto tomada en el verano.
Compras los biscuits y, digamos, te tropiezas con alguien que no ves hace tiempo. Quizás no sucede realmente, pero te imaginas que sucede, que comienzas a hacer fila detrás de quiénsea, y no te percatas de su identidad hasta que se da la vuelta y ambos se frizan, se congelan, como un retrato. Es sólo un instante. Un breve instante de eres tú y eres tú, soy yo y soy yo. Las sonrisas les llegan accidentadas, pero la conversación irrumpe como no como un comienzo, sino como la continuación de algo que recién dijiste. Tú y quiénsea intercambian palabras, ríen, y se desvanecen los años que van sin verse; se desvanecen, pero aún están ahí. No es como si lo que vivieras ahora se deshiciese, como si nunca lo hubieses vivido. De hecho, es todo lo contrario. Lo has vivido, y al ver la persona y sentir los años desvanecerse, lo has vivido aún más. Es cuestión de identificación. Ordenas los biscuits y conversas con las personas. Digamos que estás en escuela graduada, o que eres un publicista; hablas de tu proyecto actual, el mismo, o una variación del que tenías cuando tú y quiénsea se eran regulares, cuando comenzaron esta conversación que ahora, contigo más arrugado, o más arrugada, y con quiénsea un poco más cansado o cansada, continúan.
No sabes cuánto dura esta conversación. Realmente no importa. No importa porque no sucedió, o porque es sólo imaginación; pero tampoco importa porque lo que vale es ese segundo que siguió la identificación eres tú y eres tú, soy yo y soy yo, ese segundo en el que ambos, porque les pasa ambos, sienten una continuidad que no es nada sino ominosa, ominosa en el sentido de unheimliche de Freud, ese que puede es al mismo tiempo familiar y foráneo.
De repente estás caminando de vuelta, otra vez frente al parque, otra vez pisando nueces, y otra vez mirando al hombre arrodillado allí, quieto, y al perro vivaracho a su alrededor. Te detienes un momento, el hombre te mira. Le sonríes. Cae una nuez, y esta vez se encesta en el bolso en el que cargas los biscuits. Cuando llegas a casa, escribes esto suponiendo ese encuentro, y piensas que aunque Paul Auster a veces cansa, tiene razón en insistir en lo increíble de la coincidencia, en cómo es la coincidencia nuestro verdadero dios. Te preguntas si es la coincidencia o el azar, pero ahora mismo, no ves la diferencia, no ves más que lo increíble de ese momento de incertidumbre en el que tropiezas con personas, en el que los extraños se hacen familiares, ese momento en el que todo cambia, porque todo siempre cambia, y por más que intentemos hacerlo cuentos, narrarlos, darle una coherencia lineal y narrativa todo cambia por un simple malentendido, o por una palabra dicha demás, o por el vuelo que casi pierdes un minuto antes, o porque un nuez te cae dentro del bolso de los biscuits o frente al zapato que lo quiebra.
Digamos que te despediste de quiénsea, con una facilidad igual de natural. Le dijiste te veo después, como bien le dijiste la última vez que se vieron. Observas, desde el interior de la repostería, cómo se montan en su automóvil y desaparecen tras el semáforo. Ordenas los biscuits.

miércoles, octubre 26, 2011

borrador, una columna

Esta columna salió en la sección Buscapié de El Nuevo Día, esta mañana (miércoles, 26 de octubre del 2011). La pongo aquí pa' archivarla, y con una que otra corrección.

Borrador

Llevábamos semanas discutiendo momentos “trágicos” de la historia latinoamericana en la clase de español intermedio que imparto en una universidad americana, cuando dimos con un texto de Martí, que hablaba de cómo un hombre “realmente libre” siempre reacciona ante su gobierno, cuando éste incurre en acciones que privan de la Libertad. Parafraseo mal. Pero para ser sincero, ya estaba un poco hastiado: más de siete clases hablando de dictaduras, torturas, desapariciones, canciones de protesta. Ya me apestaba el trililí andino y la nova trova.

Para variar, comencé a mover el imperativo de Martí a distintos contextos. Primero, un salto hacia el pasado, a las independencias, y todos los estudiantes coincidían con la idea del cubano, en un español medio tuerto. Lo moví a la época de los derechos civiles, años de sus abuelos ya, y continuaban coincidiendo. De vuelta al “21st century”, lo llevé a Egipto, a Libia, a la “primavera árabe”, y el esqueleto añejo de Martí seguía sonriendo en algún sepulcro tropical, dentadura ósea.

Entonces, no sé por qué, mencioné el Tea Party, y los estudiantes los tildaron de alocados. Por eso de probar aguas, nombré el llamado movimiento “Occupy”, y reaccionaron aún peor. Si los primeros eran unos “rednecks” conservadores, los segundos eran vagos, “hipsters” y “hippies” sin dirección alguna. Una muchacha opinó que había otra forma de hacer las cosas, pero no sabía cuál era. “Quizá está demasiado cerca”, dijo otro, cuidando la pronunciación de las vocales.

¿Será que estaba correcto el último? ¿Por qué es tan fácil celebrar protestas que suceden “allá”, cualquiera que sea, pero cuando están “acá” incomodan? ¿Por qué cuando están en el allá, ya sea temporal o espacial, son irrupciones del espíritu, y cuando acá son desórdenes? ¿Por qué me hallo queriendo saber quién protesta, cuando lo importante es qué protestan?

Terminé la clase estirando mis hombros, porque no tengo la menor idea de cómo se prosigue.

Borré la pizarra sin poder librarme del incómodo y cuestionable presentimiento de que a veces hay que ceder a la duda, darle tiempo a las cosas, celebrar la multitud sólo por el hecho de que es multitud, porque se queja, protesta y, como mínimo, vive.

lunes, octubre 24, 2011

1655 n. decatur



De seguro alguien dijo algo importante en esta casa alguna vez. Es lo suficientemente vieja como para traficar historias en lo venoso de sus maderas, en las ventanas selladas por años y años de pintura indiscriminada, en sus pasillos alfombrados a la fuerza y sus habitaciones transformadas en oficinas vacías. No sé si fue la universidad que la compró, o si una anciana terrateniente, azorada por la nostalgia, la donó en un testamento mecanografiado. 

Sólo una ventana abre, y la abro aunque haga frío, para dejar escapar la brisa vieja que quién-sabe-cuánto tiempo lleva encerrada, como una inhalación que una vez concebida es detenida por alguna fuerza que busca congelar su potencialidad.
A las afueras de la oficinita en la que escribo esto, en la que me siento todas las mañanas a hacer nada, en lo que dan las horas de irme a dar clases, hay como una pequeña salita con muebles incómodos que tienen un llanto como de vaho, y que sostienen un cuadro de una reproducción de Dalí que parece que alguien alguna vez quiso colgar y dejó ahí.
La oficina está remodelada, dicen. Un escritorio nuevo en forma de ele y unas sillas extremadamente cómodas. En las paredes hay dos pizarras, una de corcho, y la otra de marcadores. En ambas un proyecto como abortado, o quizás en estado de suspensión animada, como la inhalación.

Comencé a leer La Vorágine acá adentro y me pareció algo tan atroz que lo detuve. Me pregunto si hay lugares que exigen tipos específicos de lecturas. Si fuera así, supongo que este lugar exige una poesía como la inhalación ajolote que dejo escapar empujando la ventana de madera. Una poesía que prometa pero no cumpla, pero que no por eso sea insatisfactoria. O una poesía que se encaje en el momento de pasar de in- a ex-.

Van dando las nueve y quince. Ahora a caminar a la clase.

Nos vemos orita, bye.  

martes, octubre 11, 2011

del país: cuestionario a luz de una canción del viejito cohen






pregunta: ¿cuánto tiempo hay que pasar afuera de un país para deslindarse, a nivel personal?
pregunta: ¿cuántas veces hay que visitar al país, al año, para seguir asociado, a nivel social?
pregunta: ¿hay que visitar al país para seguir asociado?
pregunta: ¿cuánto tiempo hay que pasar afuera de un país para deslegitimarse, a nivel social?
pregunta: ¿cuánto esfuerzo debe invertirse en mantenerse “auténtico” a largo plazo, cuando se está afuera del país?
pregunta: ¿cuántas veces hay que visitar al país, al año, para seguir asociado, a nivel personal?
pregunta: ¿debe exagerarse el aferro al país mediante un hincapié inusitado en lo del país ?
pregunta: ¿cuánto tiempo hay que esperar para el arranque nostálgico?
pregunta: ¿cuántos arranques nostálgicos al año son necesarios para seguir siendo parte del país?
pregunta: ¿cuánto se debe resistir adoptar expresiones ajenas para mantener lo del país intacto?
pregunta: ¿hasta qué medida es más importante lo del país que la comunicación efectiva?
pregunta: ¿cuánta indignación ante las noticias puede expresar quien ya no vive en el país?
pregunta: ¿cuánta indignación ante las noticias puede expresar quien aún vive en el país?
pregunta: ¿cuánto tiempo debe pasar antes de dar paso al homesickness?
pregunta: ¿cuánto tiempo debe pasar antes de performar homesickness para mantener lo del país intacto?
pregunta: ¿hasta qué punto hay que suavizar rasgos ya presentes cuando en el país en el momento fuera del país para la comodidad de los asociados?
pregunta: ¿puede dejar de importar el país?
pregunta: ¿debe dejar de importar el país?
pregunta: ¿hasta qué punto se debe evitar los indicios de desapego cuando de visita en el país?
pregunta: ¿cuánto asco por lo del país puede sentir el residente del país simultáneamente?
pregunta: ¿cuánto asco por lo del país puede seguir sintiendo el residente del país al irse de éste?
pregunta: ¿puede sentir asco por lo del país quien ya no reside en él?
pregunta: ¿cuál es la relación entre la expresión lingüística y el espacio residido?
pregunta: ¿cuánto tiempo hay que pasar fuera del país para ceder a las generalizaciones?
pregunta: ¿cuánto tiempo hay que pasar fuera del país para no poder reclamar derecho a ser native informant?
pregunta: ¿cuánto tiempo se pasa dentro del país, realmente?
pregunta: ¿cuántos            hay en el país?
pre         : ¿se puede ser del país sin haber abandonado el país?
r g          : ¿en q é mom nto es neces hacer as pre      tas?
              : ¿es necesario --



viernes, octubre 07, 2011

parto, un cuentito


El 14 de agosto de 1984, el día que Arnaldo nació, su padre no llegó al hospital, como todos, incluyéndolo a él, esperaban.
Estaba fuera del país, en Atlanta, por cuestiones de negocios. Su vuelo salía a las seis p.m. A las tres, recibió la llamada alarmada de su suegra. Por más que intentó, no pudo cambiar su reservación a una más temprano. Regresó a su habitación en el hotel y tomó una siesta, para calmar los nervios.
Quince minutos después, lo despertó un alarido. Pensó, equivocadmaente, que se trataba de un sueño de los que tenía cuando niño. Volví a dormir.
Despertó, nuevamente, veinte minutos después. Salió del cuarto, para beber un trago en la barra del hotel.
Saludó a una mujer india, con una sonrisa. La mujer sonrió de vuelta.
Miró por encima de su hombro, al llegar al elevador. La mujer seguía allí, sin moverse.
--Are you alright?--preguntó, en su mal inglés.
La mujer columpió su cuello, asintiendo, sin virarse a mirarlo.
Llegó el elevador. Lo abordó.

Una vez adentro, le pareció raro el encuentro. Cerró los ojos. Sólo entonces, en el repaso de lo visto, fue que se percató de la estela roja trazada en la pared, detrás de la mujer.
--Mierda--se dijo, e intentó presionar el piso 10 nuevamente, detener su descenso. Tuvo que esperar. Bajar al lobby y volver a subir.
Tomó una eternidad.
La mujer estaba en el suelo, hecha un bulto. Detrás de ella, un camino de sangre marcaba el lugar en el que había sido ¿atracada?. La raya roja descendía como una flecha hasta su cuerpo.
Corrió a su lado.
--¡Señora!--repitió él, en español, porque no le sirvió ningún otro.
Ella le miró, pálida, entremuerta.
Dijo algo en un idioma incomprensible.
Lo repitió.
Lo repitió.
Lo repitió.
Lo repitió.
Cuatro veces y se deshizo allí en sus brazos.


Un grito trajo a un empleado.
A la hora, la cargaron en una camilla.
El protocolo legal le hizo perder el vuelo.

La mañana siguiente estuvo en el hospital. Su hijo había nacido a las 3:20 del día anterior. Lo tomó en sus brazos, como tantas horas antes a la mujer. Lo devolvió rápido. Corrió al baño. Vomitó.
No fue a ver a su esposa otra vez al hospital. Salió corriendo de allí. Abordó su automovil y condujo por horas. Por días.


lunes, octubre 03, 2011

en el roto, dixit carpentier


Había grandes lagunas de semanas y semanas en la crónica de mi propio existir; temporadas que no me dejaban un recuerdo válido, la huella de una sensación excepcional, una emoción duradera; días en que todo gesto me producía la obsesionante impresión de haberlo hecho antes en circunstancias idénticas---de haberme sentado en el mismo rincón,  de haber contado la misma historia, mirando al velero preso en el cristal de un pisa papel. Cuando se festejaba mi cumpleaños en medio de las mismas caras, en los mismos lugares, con la misma canción repetida en coro, me asaltaba invariablemente la idea de que esto sólo difería del cumpleaños anterior en la aparición de una vela más sobre un pastel cuyo sabor era idéntico al de la vez pasada. Subiendo y bajando la cuesta de los días, con la misma piedra en el hombro, me sostenía por obra de un impulso adquirido a fuerza de paroxismos—impulso que cedería tarde o temprano, en una fecha que acaso figuraba en el calendario del año en curso. Pero evadirse de esto, en el mundo que me hubiera tocado en suerte era tan imposible como tratar de revivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmo y santidad.
Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier 

domingo, octubre 02, 2011

balacera en el mercado de pájaros, cuenta carpentier


Corrí a la esquina más próxima, para guarecerme en un soportal de cuyas pilastras colgaban billetes de lotería dejados en la fuga. Sólo un mercado de pájaros me separaba ya del fondo del hotel. Decidido por el zumbar de una bala que, luego de pasar sobre mi hombro, había agujereado la vitrina de una farmacia, emprendí la carrera. Saltando por encima de las jaulas, atropellando canarios, pateando colibríes, derribando posaderos de cotorras empavorecidas, acabé por llegar a una de las puertas de servicio que había permanecido abierta. Un tucán que arrastraba un ala rota, venía saltando detrás de mí, como queriendo acogerse a mi protección. Detrás, erguido sobre el manubrio de un velocípedo abandonado, un soberbio guacamayo permanecía en medio de la plaza desierta, solo, calentándose al sol. Subí a nuestra habitación. 

Los pasos perdidos, Alejo Carpentier

sábado, octubre 01, 2011

el balón, un cuentito

--Try it out--le dice el muchachito, le pasa el balón anaranjado y da un paso hacia atrás, haciéndose espectador.

Él lo mira: empapado, flaco, rapado y negro, como él, aunque en otro idioma.
Acomoda el balón en sus manos, recordando los lejanos juegos en la clase de la educación física del colegio. Exhala.

Venía corriéndole al aguacero, paraguas en mano, tras bajarse del bus, cuando pasó frente a la casa. Bajo la lluvia, el muchacho lanzaba la bola al canasto, clavado sobre la puerta de garaje y la encestaba. Una y otra vez. Chup, plaf.

Él se detuvo, le preguntó al muchachito si estaba bien.

El muchachito le sonrió. --Come, join me.
Él lo dudó por un segundo.
Pero recapacitó: ya, desde hace una semana, nadie lo esperaba en la casa; cosas de la vida, te acostumbras, se jode todo, sigues.

Guardó el paraguas. Decidió mojarse.

viernes, septiembre 30, 2011

catálogo, un cuentito

Que busque como un famélico dentro de los cientos de libros que cataloga diariamente en su catatónico trabajo en el sótano de una biblioteca de doce pisos debe de decir algo. No de él, de su cuerpo flaco, o del silencio con el que se desplaza por las calles. No, debe decir algo de ellos, escondidos detrás de portadas con olor a nuevo, agazapados en sus miles de páginas, tan protegidos y consentidos por una tradición que los declara emancipadores de la realidad y de sus hombres.

O eso espera él. Si no fuera así, insomniaría hasta morir.

jueves, septiembre 29, 2011

actualizar


Desde que salió Palacio, apenas he puesto nada aquí. Aunque, podría decir también, que desde que salió la novela aún no me he detenido a procesar que salió la novela. Así el tirijala de la vida, del negocio académico que no para, que te tiene dando clases a diario, viendo caras nuevas, extrañas, que conoces pero que no conoces. Muchachitos que te saludan, por meses, y luego se vuelven a deshacer en la masa que los parió. Así el tirijala, así de un texto a otro texto, por el día, y, por la noche, darle cabeza al asunto, darle cabeza y darle cabeza y darle cabeza hasta que la mañana te sorprende, todavía a mitad de pensamiento. Viene el momento, días después, que leyendo algún escrito que piensas que nada tiene que ver, te tropiezas con otra pieza del rompecabezas que te mantiene despierto en la noche y te parece tan simple, te parece que era obvio, y piensas que hubieses podido invertir esa noche pensando la próxima pieza, o repensando la anterior: sigue la máquina, la machina de feria patronal, aquél círculo de metal que se llamaba La caja de muertos, en la que te parabas en contra de una plancha gastada, y, tras el calentar de un motor, comenzabas a dar vueltas y vueltas y vueltas, y alguien vomitaba y tú, a pesar de que estabas a punto, te lo aguantabas, porque no serás tú quien se rinda, serán siempre ellos, tú eres perseverancia, tú eres insistencia, oficio, a pesar de que lo que esperas es que ellos se quiten primero, para tirar la toalla en seguida.
Acá abajo, entonces, pongo algunas foticos que se tomaron durante la actividad.