lunes, diciembre 06, 2010

lo que ve el niño quintín de camino a casa, un pedacito

Dos hombres tirados sobre la nieve, forcejeando. El más fuerte—alto y negro y con la cabeza rapada—entierra su mano izquierda en la fría blancura y arranca de ella un peñón—grandes y oscuro y pulido. Lo levanta alto, asistiéndose con su otra mano; parpadea largamente, y lo baja con toda la fuerza del mundo sobre la cabeza del hombre pequeño que está atrapado entre sus rodillas. Lo vuelve a levantar—esta vez rojo—y lo revienta sobre el cráneo una y otra vez. Tiene los ojos cerrados. Aunque los tuviese abiertos, sería imposible que viese que pintaba la nieve más y más con cada esfuerzo. Sin los espejuelos de plata que estaban tirados en la acera—a medio metro de dónde su cuerpo—apenas podía ver su nariz.
El evento hubiese pasado inadvertido si Quintín no se hubiese detenido por un segundo al borde del parque—y él sí tenía sus gruesos lentes culo de botella puestos. Y los vio. Los vio saltándose encima el uno del otro, los vio confundiéndose en la nieve, y a pesar de que por nada del mundo quería quedarse allí tampoco se podía separar de aquella escena por varias razones: primero, porque desde sus audífonos le nacía la música de fondo perfecta; segundo, porque su pulgar había activado la videocámara de su teléfono celular; y tercero, porque cada vez que el individuo levantaba la piedra y la dejaba caer su alma se disparaba con la esperanza de que el hombre que se iba deshaciendo en la nieve fuese David; el culpable de que hubiese tenido que detenerse en primer lugar, para tomar un descanso, de que hubiese buscado una ruta distinta a la que tomaba todos los días—había salido de la escuela en su bicicleta por el portón que estaba detrás del campo de fútbol, que en invierno era intransigente, y había bordeado 5th street, para luego tomar el paseo tablado que cruzaba los edificios en los que se hospedaban los universitarios.
El hombre soltó el arma-antes-piedra e intentó ponerse de pie, pero se tropezó y cayó plantado en el suelo. Sus ojos ciegos cruzaron por encima de Quintín. Bordearon su silueta. Y, acto seguido, explotaron en llanto. Así, deshecho, el hombre gateó, medio hundido, en búsqueda de sus lentes.
Si por un momento Quintín pensó al hombre proverbialmente titánico y abrumador, ahora le parecía lo contrario—femíneo y asqueante—y rápidamente le hizo perder su interés, aunque no la sensación ajena que le nació en el estómago cuando escuchó lo que debió haber sido el último gemido del ya cadáver.
Con Palacio, novela breve fuera del camino, comencé hoy a releer una novela más extensa que escribí en el dosmilocho, titutlada Historia Personal de la Nieve, y que espero re-escribir en estas navidades. Más ahora que vivo en un lugar en el que sí hay inviernos. Terminaré transplantando--o eso creo hasta ahora--el lugar del relato, que antes era un Wisconsin imaginario, a una Atlanta bastante real. Este era el primer capítulo (sí, en pasado), y como me siento mal que tengo hecho del bló un cuaderno de citas, aquí lo pongo.

2 comentarios:

Samuel Medina dijo...

Busco el botón de "like" pero no lo encuentro.

puntito... dijo...

Comentario de niña que no estudió para el debate...pero que le gustó y no hay otra forma de decirlo...empatía con el problema de Medina...