viernes, agosto 08, 2014

crónica íntima para bregar con la violencia, una reseña de 'dicen que los dormidos'

 Esta reseña, de Elidio Latorre Lagares, salió publicada en junio del 2014 en OtroLunes: Revista Hispanoamericana de Cultura



Crónica íntima para bregar con la violencia


Escribir la violencia no es escribir sobre la violencia. Es un modo de sobrevivirla. Sobreponerse a ella. De es vivirla. Uno puede tratar de convivir con ella y asumir la amnesia. El olvido y la desmemoria suelen ser mecanismos de defensa ante la violencia urbana, que encarna la monstruosidad de la ciudad erosionada, y así domesticamos el dolor y el miedo. Olvidar es vivir. Mas en Dicen que los dormidos, de Sergio C.  Gutiérrez Negrón, Premio Novela del Instituto de Cultura Puertorriqueña 2013, encontramos un intento de aunar las palabras y recuperar la memoria ante la insuficiencia de las palabras. Más que ser una crónica sobre una problemática en el Puerto Rico moderno,  se trata de una bella historia del sufrimiento, una crónica íntima para lidiar la violencia.
Hay que bregar con eso.
La escritura de Sergio C. Gutiérrez Negrón siempre ha estado más allá de los claroscuros literarios. Es un narrador que narra con la misma sugestión que un poeta hace poesía. Desde su primera novela, Palacio (Libros AC, 2011), nos acostumbra a decir lo que estima necesario, dejándonos el resto en las manos, así, como si nos tocara hacer malabarismos de sentido para completar ese ciclo que se cumple en todo texto. Para que un narrador logre algo así, es fundamental conocer el lenguaje, un proceso que no se enseña, pero que sí se aprende. Así es que Sergio escribe narrativa: bajo las operaciones de la poesía.
Que no se malentienda: Dicen que los dormidos tiene mucho que decir, pero más que crónica de la violencia en Puerto Rico, lo que importa es ese lugar dolido de enunciación del narrador, Luis, desde donde vamos mirando las otras vidas que pueblan este universo narrativo. O sea, lo que sabemos de los demás personajes, viene focalizado por un narrador en primera persona que, de paso, utiliza la instancia gramatical de la segunda persona singular. Las novelas escritas a un «tú» no pueden ser muy extensas si van a ser exitosas, pero más que eso, aquí hay un recipiente del texto que nos antecede. No es un desdoblamiento de sí mismo y tampoco le habla al lector; le habla a un hermano perdido y nosotros, como voyeristas, observamos y escuchamos. Entrar en las trampas de la segunda persona gramatical y salir ileso es, de por sí, un acierto. Como acierto es pronunciarse desde su lugar social de clase media, probablemente la espina dorsal del país. Desde Buenos días, Tío Sergio, de Magali García Ramis, no creo que haya otra mejor novela que hable tan convincentemente de los que vivimos constreñidos entre dos polos sociales.
Un valor superior que guarda esta novela es la de hacer cosas complejas con suma sencillez. Esto, podría decirse, también es de poetas. La premisa narrativa que da pie a la novela es una anáfora en la realidad puertorriqueña: unos maleantes tirotean a una persona por equivocación. La anáfora, de hecho, es esa herramienta primordial utilizada estilísticamente para contarnos Dicen que los dormidos no es. En la filosofía, la anáfora es el proceso desde el inicio del ser hasta su realización. Así que nada de esto es casualidad en una novela que viene formulada como un Bildüngsroman. Pero la materialidad narrativa se solidifica cuando la persona tiroteada es el hermano mayor del protagonista, que se anula en un estado de coma por cuatro años, y en el proceso afecta a toda su familia, particularmente a Luis. Es un sufrimiento colectivo, sí, pero Luis sufre solo. Al final, es lo único verdaderamente suyo.
Quién disparó y porque lo hizo son las interrogantes que imantan la lectura hasta su consecución para dar paso a la sed de venganza, la hermana fea de la justicia. Es la fuerza que restituirá el equilibrio. Es en ese trayecto que va de la pregunta a su respuesta se resalta, irónicamente, el inmovilismo emocional, representado por el coma en que cae la víctima del tiroteo, y contrastado con la preponderancia que en la novela tienen los automóviles, ese símbolo del sentido de movimiento. De hecho, el ataque contra el hermano de Luis es de auto a auto en una avenida infestada por vehículos de motor. No hay manera de escapar. Los personajes quedan presos de su sentido de progreso y estatura social más evidente: el automóvil. En su tarea de llenar los espacios en blanco, tanto Luis como su hermano conocen a uno de los malhechores, Jariel López, quien ha sido apresado. El otro sujeto es Avelino, hasta cuya residencia logra infiltrarse el hermano de Luis y con cuya familia construye nexos comunicativos. Con Jariel en prisión, la estrategia es vengarse de Avelino. Hacia la resolución del conflicto, y ante la frustración de no poder cumplir su cometido, Luis y su hermano deciden destruir al Honda Civic negro que perteneció al victimario y desde donde se inició el atentado. “Matamos a Avelino allí”, dice el narrador luego de destruir el vehículo. En el momento, las palabras son ininteligibles, incapaces, obsoletas: “Me dices algo que no entiendo”, enuncia el narrador. Anteriormente, cuando el hermano de Luis se lanza a conocer a Jariel en prisión, el narrador nos dice: “Descubres que conversando no se arregla nada”.
Conversar. Hablar en verso.
La víctima y Jariel terminan orando juntos con la ilusión de atenuar una paz y encontrar una respuesta a algo que no la tiene. La oración es la invocación de la palabra en su capacidad transformadora. El hermano de Luis busca rehacerse, como un mito, contestarse como un problema filosófico, y las palabras ni siquiera le dan. “Y qué es lo qué me dices me dices me pregunto hoy y me preguntaré toda la vida”, dice el narrador al final.
Y ahí está la novela de Gutiérrez Negrón: tratar de atribuir palabras a una realidad que lo supera, lo abruma, lo excede. El acto fútil de la literatura. Se trata de la “reescritura de un contrato con el universo”, de tratar de dar orden a un desorden, que reescribir lo escrito, que es como el acto escriturario mismo. Ante la amplitud de tal dimensión, el realismo que sostiene los conflictos humanos en la narración necesita fortalecerse de pasajes oníricos de suma belleza, sí, pero gran valor en la caracterización de los personajes. La novela se torna extrañamente densa –no por ello difícil-, lo que hace el recorrido de esta novela corta una experiencia sostenida en el tiempo. Los sueños, que sabemos son ventanas a la interioridad anímica de los personajes, trabajan Dicen los dormidos como pasajes surrealistas en medio de una escritura que es mayormente impresionista.
Tal vez la realidad es el sueño y viceversa. En todo caso, explicarlo es poquedad. Pero hay que bregar con eso.
Sergio Gutiérrez Negrón se debe, sin cargos de conciencia, a muchas tradiciones literarias que cruzan en su texto, donde las reminiscencias de Manuel Abreu Adorno son inevitables. Junto a Eduardo Lalo, Luis Negrón y Janette Becerra, Sergio se coloca en el lado más despierto de la literatura puertorriqueña. En fin, el triunfo de Dicen los dormidos, más que su reflexión sobre la violencia (que también es un personaje) y sus efectos, es fundamentalmente artístico.

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