martes, marzo 21, 2017

la carta, una columna





Llegué al aeropuerto el sábado y me recibió mi mamá y mi hermano. Me monté en el carro y, sin aviso ni prólogo, la señora que me dio el segundo apellido también me dio un sobre blanco. Sólo la mano extendida y la carta. Justo en ese momento mi hermano cambió el CD del radio y supongo que la máquina se tardó en leer el nuevo disco, porque se dio un momento de silencio que hizo todo el asunto mucho más ominoso: la carta, la mano, el regreso al País después de año y pico.
No recuerdo la última vez que mi madre me dio un sobre. ¿Será que nunca?
Tampoco recuerdo si alguna vez recibí otra carta del Estado Libre Asociado. Quizás sí. Espero que sí.
No era carta una carta de amor. Todo lo contrario: me estaba dejando.
En ella, la secretaria interina de la Comisión Estatal de Elecciones aclaraba que me estimaba, y mucho, pero le apenaba informarme que, según consta en su récord, no ejercí mi derecho al voto en las dos últimas elecciones generales. Por lo tanto, había tomado una decisión que, de repente, me pareció despiadada, fría. Dijo que desactivará mi registro electoral el mes próximo.
Así, sin pena alguna. No supe cómo reaccionar. Quise decirle que no lo hiciera. Que no era necesario. Que estaba aquí para ella.
Seguí leyendo. La carta venía con ultimátum. Si no hacia lo que me pedía, la decisión sería final. ¿No era lo nuestro algo que trascendía toda ley y jurisprudencia aplicable? ¿No era lo nuestro una relación incondicional en la que ni ella ni yo pedimos estar, pero en la cual nos encontramos súbita y, de cierto modo, felizmente?
Si no hacía lo que me pedía, dijo (su cordialidad me pareció entonces tener más en común con el rencor), no podré participar en el plebiscito del 11 de junio.
El plebiscito: se me había olvidado.

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