lunes, abril 01, 2019

desaparecer, una columna


¿Cuánta indignación aguanta un cuerpo? ¿Cuántas rabias puede uno internalizar e incubar hasta que la cría empollada se haga llamarada y consuma todo lo que nos rodea?
¿Cómo es que hay tantas personas que, a través de las redes, logran avecindarse en esa ira biempensante y consiguen satisfacerla con la mera palabra o el gesto simbólico, sin sentir la necesidad de salir y llevar a cabo una acción real y materialmente radical? ¿O cómo es que los únicos locos que salen a la calle y se entregan a su arbitraria cólera son los que habitan en las más profundas cloacas racistas?
Me pregunto esto no sólo porque, como alguien que escribe y lee todo el tiempo, empiezo a pensar que se me ha averiado algo en la válvula de escape y ya no hallo solaz político o moral alguno ni en la palabra ni en la epifanía escrita. También me lo pregunto porque ante el imperativo contemporáneo (¡indígnate!) sólo logro responder con un profundo cansancio, o con un cinismo casi automático, que me sorprende y me incomoda, y tras el cual termino cuestionando al hablante, reaccionando al profundo narcicismo del otro, del “mi opinión importa”. No se me escapa lo irónico de decir esto en una columna de opinión. ¿Será, simplemente, que mi cuerpo ya no da más? ¿Qué, por ahora, he alcanzado algún límite neuronal? ¿Cómo hacer, entonces, para evitar la victoria de un profundo y dañino cinismo?
Por ahora, la respuesta ha sido, por un lado, darle la espalda a lo contemporáneo, mirarlo sólo de reojo, buscar los bolsillos de lo cotidiano en los que se anuncian otros modos, otras formas (la historia, a veces; la literatura, más a menudo); por el otro, intentar hacer de aquella vieja “How to Disappear Completely” de Radiohead un modo de vida: “Ese allí / ese no soy yo / voy a donde quiera / camino a través de las paredes / floto río abajo por el Liffey / no, no estoy aquí”.

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