viernes, septiembre 19, 2008

otoño, 4: 1978

1.
Van tres décadas.
Debería ser más específico: treinta años, un mes, y dos días desde que una máquina heredera de Gutenberg vomitara una tirada de dos mil fantasmagóricos ejemplares del libro Llegaron los hippies y otros cuentos de Manuel Abreu Adorno.
Fecha exacta: 17 de agosto del 1978. Año que comenzó un domingo. Año en el que el vuelo 855 de Air India azotó contra el océano, en las afueras de Bombay. Año en que se pasó el referendo que autorizó las políticas de Pinochet en Chile. Año en que se propagó el virus de protestas y huelgas en contra de Somoza, en Nicaragua. Año en el que Roman Planski huyó hacia Francia, luego de declararse culpable por tener sexo con una lolita de trece años. Año en el que en La República de la Gente de China se permitió leer, por fin, a Aristóteles, a Shakespeare, a Charles Dickens. Año en que unos empleados mexicanos de energía eléctrica se tropezaran con las ruinas de la Gran Pirámide de Tenochtitlan en el medio de la ciudad. Año en el que Karl Wallenda no pudo aguantar y cayó sobre un Cadillac en San Juan. Año en que el presidente Jimmy Carter pospuso la producción de una bomba de neutrones, animal capaz de asesinar toda una población sin afectar los edificios. Año en el que, bajo la gobernación de Carlos Romero Barceló, la policía ultimó a dos independentistas puertorriqueños en un evento que todo el mundo conoce como el Cerro Maravilla. Año en el que asesinaron al papa Juan Pablo Primero. Año en el que se aprobó la constitución española que le restauró la democracia a nuestros primeros colonizadores.
Definitivamente van treinta largos años.
2.
Es viernes en la noche y estoy vestido como para salir a beber, pero me encuentro en la biblioteca Lázaro, en un cubículo de madera, sentado en una silla demasiado cómoda como para que esté en una biblioteca, leyendo una Virginia Quarterly cuando se me ocurre aprovechar el tiempo y entrar a la colección puertorriqueña y pedir dos libros que residían para mí en un plano ideal, dos libros claves en la obra de los autores a los que, como joven que escribe, le he prestado mucha importancia. Autores que, por estar muertos, me conceden el derecho de decir que si hubiesen vivido diez años más, nuestra literatura sería otra cosa diferente. El estudiante asistente de la biblioteca me entrega La Novelabingo de Ramos Otero y Llegaron los Hippies de Abreu Adorno y le doy las gracias. Aunque sé las respuestas, le pregunto que si estos libros no circulan. Me dice que no y busca algo en la computadora. Me siento a leerlos. Los leo por un rato. No puedo concentrarme en ninguno de los dos. Leo partes, en realidad. Le saco unas veinte copias a Novelabingo y me anuncian que van a cerrar. Cuando se los devuelvo, el muchacho de pelo negro me informa que hay una copia de la colección de cuentos de Abreu Adorno en Circulación. Miro el reloj, el teléfono celular. Aún no han llegado con la gente que me voy a encontrar, así que sigo hacia circulación y pido el libro. Lo tienes hasta octubre 18, me dice la chamaca que trabaja ahí y le pregunto si lo puedo renovar, una vez pase este plazo de tiempo. Me dice que pues claro. Le doy las gracias dos veces. Coloco el libro en mi bulto y salgo del lugar.
[Cambio de tiempo narrativo.]
Llegué al Vidy’s demasiado temprano. Llamé a Orlando y me informó que llegaría en veinte minutos—aunque terminó tardándose casi una hora. Pedí una cerveza y me senté a esperar afuera. Jamás había bebido solo. La gente me miraba confundida. Como preguntándose qué hace una persona sola. Yo sonreía y me decía que debían estar pensando que salí a beber solo. Luego, me percaté que tal vez estaba jugando a pie de letra el rol de persona que bebe sola. Las excusas, la espera, el mirar a la gente. Sentí la tentación de sacar el libro y leer. Pero, ¿leer en una barra? ¿Qué clase de pedantería es esa? ¿Leer en una barra un jueves en la noche, rodeado de estudiantes que quieren janguear? No lo hice, claro está. Por lo menos, no lo hice en el momento. Al rato sentí la tentación. Me dejé llevar. Saqué el libro encarpetado. Leí la reseña que le hizo José Luís González. Releí el primer cuento, el titular. Salté a la última página.
Esta edición de 2,000 ejemplares se terminó de imprimir en IMPRESORA PUBLIMEX, S.A. Calz. San Lorenzo. No 269 – 32, México D.F., el 17 de agosto de 1978.
Pronuncié el año en voz alta: Milnovescientossetentayocho.
Van treinta años, dije. Me compré otra cerveza. Orlando aún no llegaba.
Van treinta largos años.
3.
Otra vez estoy en casa de mi abuela. Intento dormir pero mi tía sigue hablando. Decido que leeré. Saco el libro. Mi tía saca un martillo y comienza a clavar algo en una pared. El ruido me marea. Se me ocurre algo. Me llega como un susurro. O un suspiro, no sé cuál. Salgo hacia el balcón. Me digo que van treinta años. Treinta largos años y no se consigue el maldito libro. ¿Cuál es la solución? ¿No lo es hacerlo disponible? Masificarlo, globalizarlo, regarlo por el Internet como otras tantas cosas? ¿Qué mejor homenaje? ¿Se lo hubiese podido imaginar el Manuel? ¿O serán treinta años demasiados años para poder proyectarse?

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