sábado, marzo 05, 2011

mesa st.

Partí caminando hacia mi hotel porque pensé que no estaría demasiado lejos. A la distancia, veía un letrero de un restaurante que quedaba a la izquierda de la habitación de cuarta que renté.
No más de una milla, me dije.
Eran las cinco y pico. El sol descendía tras una montaña y así catalizaba esa máquina rube golberg de luces y sombras en las que las negruras se estiran hacia el absurdo, y a un lado yacen montañas desérticas ahogadas en oscuridad, y hacia el otro, esas colinas yermas bañadas en el tizne rojizo del ocaso que supongo sólo se puede dar en el oeste, o en el desierto, o quizás sólo en lugares como El Paso, que figuran como un fin del mundo militarizado (y que hacen pensar en ese subtítulo de la novela del meridiano sangriento de McCarthy).
Era la avenida Mesa que recorría, para quién conoce la ciudad, pasando restaurante de comida mexicana tras restaurante de comida mexicana. Los automóviles lanzados a mi derecha, cristales prensados, aire acondicionado. La brisa estaba fuerte. El calor menguaba.
Por supuesto, mal del mar, se me olvidó esa pequeña observación que tanto se hace en toda la literatura del oeste de este país,:la naturaleza engañosa del horizonte en el desierto, la distorsión magullante de las distancias y los destinos. Caminé mucho más de lo que esperaba.
Al llegar, hora y algo después, ya había anochecido.

No hay comentarios.: