martes, julio 26, 2011

el túnel, una columna

Esta columna saldrá publicada en Buscapié de El Nuevo Día mañana, miércoles, 27 de julio del 2011. Aquí la pongo un poquito adelantado.

Hay algo en el asesino confeso que nos hace detenernos, por un breve segundo, y asomarnos al espeluznante pozo del morbo. Algo terriblemente reconfortante, también. Es mucho más fácil pensar una catástrofe como la de Oslo hace algunos días, y la de Virginia Tech, en el 2007, que detenernos a pensar las ciento y pico de muertes que parpadean en el día a día puertorriqueño.

Es más fácil, cómodo, procesable no sólo porque estén lejos sino porque existe un perpetrador que se identifica, que firma el atentado. Es más interesante, también. Mejor material para películas, literatura, canciones y columnas. Inmediatamente, nos tornamos coquetos, atamos su nombre a adjetivos saludables, dotamos su asqueante locura con una poética del mal, una introspección quijotesca; se observa su trazo, dándole a la catástrofe algo de museo, de exposición malévola.

Hay cierto atractivo. Hace cuatro años, tras la catástrofe de Virginia Tech, se publicaron las listas de lecturas del responsable, sus escritos de una clase de escritura creativa se volvieron materia de indagación. Había hecho las mismas lecturas que cualquier estudiante subgraduado de una universidad americana, pero su masacre hizo que se sacasen a colación una o dos, las “profundas”: debían haber claves allí. No importaba el carácter fallido de sus escritos: en el fallo estaba su belleza, su genio.

Lo mismo, ahora, con el último desgraciado (deberíamos olvidar sus nombres, regalarle el frío vómito de la omisión). Varios periódicos internacionales ya mencionan, salivando, el supuesto manifiesto de 1, 500 páginas que posiblemente escribió, el video que subió a YouTube, los libros a los que le había dado “Like” en Facebook. De repente, se hace una selección arbitraria: se dejan los textos oscuros, los textos que pudieron haber inspirado su vulgar despliegue extremista, y con ellos comienza a construírsele el aire de misterio.

El rostro del infeliz de repente se hace aún más ilegible, adquiere una tonalidad oscura que huele rico y atrae, porque tiene más poesía que el crimen sucio, puerco; el crimen que suda y que se riega como varicelas en nuestra isla. Nuestro crimen banal: ese cometido por tipejos que desaparecen en el bajomundo, o que se suicidan después. Ése que realmente nos debe preocupar. Nadie busca qué han leído esos, qué películas, qué canciones pudieron haberlos inspirado. Demasiado cerca. Demasiado rústico.

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