Parpadeas. Cuando vuelves a mirarlos, ella se ha quitado el casco, revelado el recorte nuevo que le viste la semana pasada—adiós larga cabellera morocha. Recuerdas cómo te sorprendiste cuando descubriste todos los piercings que tenía en su oreja izquierda, pensaste en las libretas que prohibieron en la escuela en tu quinto grado, aquellas con las argollas plateadas que podías desenrollar para hacer ganchos. Raro que no lo habías notado antes, si siempre tenía el pelo recogido en un moño medio alto, medio samurái. Ahora parece otra persona. Completamente distinta. Más brava, más dura. Su novio sigue igual, eso sí. Un poco más barbudo cada vez, un poco más viejo.
El tráfico avanza. Los dos pares de piernas se acomodan en el costado de la moto y aceleran. Ves cómo ella inclina su cabeza cubierta por el caso hacia la espalda del conductor y la recuesta, como si odiase ver el camino inminente, y prefiriese el paisaje colateral. Cuando se deshacen, te quedas con esa imagen en la cabeza, se te queda la suavidad, la normalidad de ese gesto, de ese acomodar la cabeza en silencio, parsimoniosamente.
Un auto ocupa su lugar, un momento después, negro, de cristales blindados.
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