jueves, junio 05, 2008

verano, 8: musa de minifalda

Me encontré caminando por la Ponce de León luego de acompañar a una amiga al tren. Cargaba con mi sombrilla. Al salir de mi apartamento, algunos minutos antes, el cielo había sido brevemente descompuesto por un maratón de nubes de larga distancia. Tenía dolor de estómago, pero lo ignoré y emprendí hacia la Tertulia. Casi nunca me gusta sentarme allí, específicamente si estoy solo: hay algo del lugar que me desconcierta. Sin embargo ese era el plan, desde hace algunos días estoy con ganas de beber café, y sin ganas de hacerlo. Cuando llegué, la cafetería estaba cerrada. Era tarde ya.
En las mesas vi algunos libros interesantes. Un llamado Vida de Motel que leí por un momento, unas veinte páginas, hasta que descubrí que era una traducción. Lo solté y fui a otra mesa, dónde encontré el libro de Melanie Pérez, profesora de Literatura Hispanoamericana—gracias a ella conozco a mi poeta favorito, Oliverio Girando, y a mi escritora contemporánea de predilección, Cristina Rivera Garza—Palabras Encontradas. Lo tomé, para leer el algo de él en una de las mesitas—aún no tengo dinero para comprar libros—y justo antes de sentarme, volví a recoger la novela Vida de Motel, de Willy Vlautin
Primero tengo que decir dos cosas: uno, nunca me han encantado las ediciones de Grupo Norma, específicamente su colección La Otra Orilla. Visualmente son bruscos y torpes. Dos, no me gusta leer traducciones. Especialmente cuando la hacen españoles. Sin embargo, la edición de este libro, a pesar de ser igual, de ese gris azulado, y de tener unas letras completamente desagradables, me gustó. Hay algo en el material de las páginas que se sentía delicioso, al igual que en las imágenes de Reno que comienzan cada capítulo. Y, la traducción no era fatal. El traductor se mantuvo en las oraciones simples—lo cual supuestamente es icónico del autor, leí por Google—en los adjetivos usuales, nada empanpanante, nada demasiado español. Leí unas veinte páginas más y lo devolví a su anaquel. Luego, tomé el de Melanie y lo comencé a ojear. Leí los primeros dos ensayos y pedazos de las entrevistas de Mayra Santos-Febres y de Rafa Acevedo. Las entrevistas de Palabras Encontradas son mucho más… ¿teóricas? que las de A Viva Voz de Carmen Dolores Hernández, que también se publicó recientemente. Y por teóricas quiero decir que están en busca de temas más académicos, más del ser y dónde de la literatura, que del cómo y cuando de A Viva Voz. Lo cual no significa que uno es mejor que el otro, porque en varias sentadas en Borders le he dado muerte a este último. Específicamente a las últimas entrevistas, las de Lopez Bauzá, Pedro Cabiya, y Javier Ávila, en las que veo el reflejo de muchas de las preocupaciones de los otros escritores de mi edad.
Como a la hora, decidí irme del lugar. Desde la semana pasada, había estado leyendo diferentes novelas, brincando de texto en texto, en búsqueda de algo que me volviera a motivar. Que me diera el empujón para salir del roto—un roto llanito, nada profundo—que no me dejaba editar. Pensaba que leyendo mis novelas favoritas iba a conseguir algo a lá F. Scott Fitzgerald, que antes de escribir sus cuentos o novelas, tomaba tres de sus libros favoritos, leí algunos capítulos y los escribía a mano, como para perder el peso de escribir una primera palabra. Mas, luego de salir de allí y llegar a mi apartamento encendí la computadora, abrí el documento y lo miré por un rato. Faltaba algo, me dije. Así que abrí la puerta de al frente, y la del balcón. Hacía un calor horrible. Encendí mi radio, coloqué un CD de Leonard Cohen, del 1969, creo. Y entonces regresé al asiento, coloqué mis manos sobre el teclado, y todo fluyó. Mientras lo hacía, me imaginé una de esas míticas musas de la inspiración—en las cuales nunca he creído—con su cabello largo y negro y un gran trasero envuelto en una minifalda haciéndome la paja mental que había estado necesitando.

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